En estos primeros días de junio se han conmemorado 80 años de la liberación de Roma y del desembarco de Normandía, con lo cual se inició el fin de la guerra para Hitler y su poderoso Reich.
En los primeros dos años del conflicto, el dictador alemán había cosechado victoria tras victoria, acumulando prestigio y una fama de imbatible. Así quedó reflejado en el rápido triunfo sobre Francia, que fue particularmente doloroso y simbólico a mediados de 1940. No obstante, poco antes se había producido uno de aquellos hitos que permiten cambiar el curso de los acontecimientos: fue la llegada de Winston Churchill como Primer Ministro de Gran Bretaña, en mayo del mismo año.
Este liderazgo tenía un profundo significado, en el país que había combatido al nacionalsocialismo y su guerra desde el primer minuto -tras la invasión de Hitler a Polonia, el 1 de septiembre de 1939, previo acuerdo entre nazis y comunistas- y lo seguiría haciendo hasta el final de la conflagración. Además, lo había hecho por razones de principios, sin perjuicio de otras consideraciones. Churchill era un hombre determinado, dispuesto a enfrentar a la tiranía hasta las últimas consecuencias, como había manifestado tempranamente, a comienzos de 1939: estaba convencido que la guerra era terrible, pero que peor era la esclavitud. Y aunque dijo que sólo ofrecía “sangre, sudor, lágrimas y fatiga”, la verdad es que la conducción de aquellos años mostró mucho más que eso.
En uno de sus tantos discursos notables, Churchill trazó algunas definiciones fundamentales sobre las tareas por delante: “Combatir por mar, por tierra y por aire, con toda nuestra voluntad y con toda la fuerza que nos dé Dios; combatir contra una tiranía monstruosa, jamás superada en el catálogo oscuro y lamentables de crímenes humanos. Ésa es nuestra política. Me preguntan: ‘¿Cuál es nuestro objetivo?’ Puedo responder con una sola palabra: ‘La victoria, la victoria a toda costa, la victoria a pesar del terror’”.
Esa determinación sin duda fue decisiva, y estuvo presente en la jornada épica y cruenta del 6 de junio de 1944. Iniciar la liberación de Europa por el oeste no era tarea fácil, en tanto por el este ya venía avanzando el Ejército Rojo después del error y traición de Hitler a Stalin con la Operación Barbarroja. Ante la evidente dificultad de la acción bélica y la importancia del objetivo, los aliados dispusieron sus mejores fuerzas: algunos liderazgos militares decisivos, como el estadounidense Dwight Eisenhower y el británico Bernard Montgomery; cientos de miles de soldados (infantería, aviadores, marinos, paracaidistas); numerosos buques de guerra de distinto tipo y aviones, tanques, cañones y otras armas. El objetivo seguía siendo el mismo: “La victoria, la victoria a toda costa, la victoria a pesar del terror”. Para ello estaban los soldados británicos, pero también los canadienses y estadounidenses, franceses e incluso polacos. El mensaje era claro: no se podía combatir a medias frente a un adversario temible e imponente por muchas razones; era necesario disponer de lo mejor y atacar con todo. De lo contrario, se estaría pavimentando el camino a la derrota y a la esclavitud.
No es necesario detenerse en los detalles del Día D, cómo se le llamó al desembarco de Normandía, y sobre lo cual hay excelentes libros y películas que se pueden leer y mirar, lo que sin duda vale la pena. Sí conviene recordar que hubo casi medio millón de muertos (considerando ambos bandos), heridos y un tremendo costo humano, económico y militar. La guerra, sin duda, es un drama, y quiera Dios y los seres humanos que nunca más haya guerras: pero las sigue habiendo hoy y nos podemos imaginar qué hubiera sido de un mundo construido desde 1939 sin una fuerza que se hubiera opuesto al nacionalsocialismo de Hitler. Porque la guerra es un tremendo dolor, pero también lo es la esclavitud.
No obstante, me quiero concentrar -a propósito de los sucesos de hace 80 años- en otro aspecto que se puede abordar a partir de la liberación de Francia y de Europa: son las otras guerras del presente, que muchas veces no vemos, o no ponderamos, o bien enfrentamos con la desidia de quien parece que todo le da lo mismo, a pesar de la distancia sideral entre esclavitud y libertad, mediocridad y heroísmo o miseria y progreso social.
En Chile es muy probable que no nos corresponda enfrentar una guerra, un conflicto bélico propiamente tal, si bien debemos mirar con atención y preocupación las guerras que sacuden al mundo en la actualidad. Sin embargo, tenemos al menos dos o tres “guerras” tremendas, que estamos enfrentando con la pusilanimidad de quien se sabe derrotado de antemano, o de quien cree que es posible un “apaciguamiento” con el enemigo. Por razones de espacio mencionaré solo la guerra contra la pobreza, la mala educación y la falta de viviendas. Si no se ganan las batallas que implica la convicción de que la gente debe vivir mejor y en condiciones de libertad, dignidad y progreso, con seguridad la guerra tardará mucho más en concluir y las derrotas tendrán consecuencias físicas y morales sobre nuestra patria. Me parece que la diferencia central el doble.
En primer lugar, porque la sociedad chilena parece ciega o indolente frente a ese enemigo que enfrentamos; lo segundo es consecuencia de lo anterior: eso mismo lleva a no comprometer todos los recursos -intelectuales, humanos y económicos- en la tarea dura pero apasionante de derrotar la miseria, procurar viviendas para cada familia y una enseñanza de calidad en cada escuela y liceo de Chile. Para una misión de esta naturaleza se requiere del esfuerzo estatal y privado, de los medios de comunicación y de las universidades (aunque no se mida en un ranking específico este aporte), de la propia gente y sus organizaciones sociales. Pero no se puede avanzar con componendas o golpes laterales, armando al enemigo y no a quienes quieren derrotarlo, sin liderazgos potentes o con pueblo inactivo, con la mentalidad mediocre de si ganamos ganamos y si no no importa. Para derrotar la pobreza, por ejemplo, se requiere la misma convicción que existió en la Segunda Guerra Mundial: “La victoria, la victoria a toda costa, la victoria a pesar del terror”. Con sentido de urgencia, auténtica vocación y deseos de dar la vida si fuera necesario.
Si los aliados hubieran enfrentado el desafío de Normandía como los chilenos enfrentamos la batalla contra la pobreza, podemos imaginar que hubiera ocurrido entonces y las pesadillas se desatarían. La vacilación, la cobardía y el conformismo deben ser desterrados en esta campaña decisiva. Se requiere mucho más y mucho mejor. Más inteligencia, pero sobre todo más carácter. La indolencia es dolorosa y triste, injusta y muchas veces cruel. Y cuando la victoria aparece clara en el horizonte, optar por la rendición o una nueva derrota es una apuesta de cobardes, que no corresponde a las mejores tradiciones de Chile. Ya veremos qué nos dice el futuro.
Académico de la Universidad San Sebastián y la Universidad Católica de Chile. Director de Formación del Instituto Res Pública Más de Alejandro San Francisco