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OPINIÓN

Europa para el siglo XXI

Alejandro San Francisco, Director de Formación Instituto Res Publica 

Para lograr dar un salto adelante, potente y con sentido de futuro, no basta la repetición monocorde y poco creativa de lo ya realizado, ni vivir de las glorias pasadas o de los éxitos de estas tres décadas. Tampoco sirve la vergüenza de los errores y horrores del pasado o los lamentos por la confusión y abandonos del presente. Para avamzar se requiere de estadistas de calidad -como los que en su momento dieron vida a la Unión Europea- y una especial capacidad de pensar y actuar bajo las nuevas circunstancias.


Gran Bretaña ha dejado la Unión Europea, algo que hace algunos años habría sido impensable, pero que hoy forma parte del nuevo panorama político e internacional del Viejo Continente.

Durante el siglo XX Europa vivió al menos tres grandes momentos que podemos distinguir claramente. El primero corresponde a la etapa terrible de las dos guerras mundiales y el surgimiento de los totalitarismos. En 1914 estalló la Gran Guerra y “las luces comenzaron a apagarse por toda Europa”, según la célebre expresión del ministro de Exteriores británico Edward Grey. En 1917 triunfó la Revolución Bolchevique; cinco años después Benito Mussolini y el fascismo llegaron al poder en Italia; finalmente correspondió el turno a Adolf Hitler y el nacionalsocialismo en Alemania, en 1933. Europa, para entonces, ya había entrado en una vorágine de autodestrucción, que se expresaría dramáticamente el 1 de septiembre de 1939 con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y la cadena de batallas, campos de concentración y millones de muertes que llenaron el territorio de la histórica y culta Europa.

La derrota de Hitler permitió ver el comienzo del segundo momento europeo, marcado por las esperanzas de la paz y el esfuerzo de la reconstrucción. Sin embargo, los logros también tuvieron contradicciones, siendo la más grave que los territorios dominados por el Tercer Reich pasaron a ser parte de la influencia de la Unión Soviética, sometiendo a diversos países bajo el comunismo, en el marco de la incipiente Guerra Fría. Lo describió con nitidez Winston Churchill en 1946: “Desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, ha caído sobre el continente [Europa] un telón de acero”. Era el comienzo de una lucha de influencias y divisiones, que tuvo una de sus manifestaciones más visibles y tristes en la construcción del Muro de Berlín, que dividió a Alemania en dos Estados: Alemania Federal, país democrático, occidental, levantado con el apoyo norteamericano tras la Segunda Guerra Mundial, y la República Democrática Alemana, de organización comunista, bajo la órbita soviética y con un estado policial.

Por último, el tercer momento se desarrolló precisamente a partir de la caída del Muro de Berlín, el fin de la Guerra Fría y el proceso de reunificación alemana. Paralelamente, el 1 de noviembre de 1993 nació la Unión Europea, con la firma del Tratado de Maastricht, que establecía como objetivos fundamentales “promover un progreso económico y social equilibrado y sostenible”, “afirmar su identidad en el ámbito internacional”, “reforzar la protección de los derechos e intereses de los nacionales de sus Estados miembros, mediante la creación de una ciudadanía de la Unión“, desarrollar la cooperación en materias de justicia e interior y “mantener íntegramente el acervo comunitario”.

La inmigración es un problema político que afecta las relaciones de las naciones europeas con los inmigrantes y también al sistema institucional.

Han pasado casi treinta años desde el nacimiento de la Unión Europea y el continente ha vivido una época de paz y progreso, pero también de nuevos desafíos y dificultades. Se han incorporado nuevos países a ella, algunos de sus miembros han sufrido graves dificultades económicas y también han emergido algunas dificultades y situaciones complejas que requieren una mayor atención.

La primera es el problema de la inmigración. No se trata de un mal y, por el contrario, es simplemente el reflejo de que Europa sigue siendo atractiva para mucha gente del mundo, especialmente para aquellos pueblos que sufren los dramas de la guerra o la miseria. Sin embargo, parece claro que es un problema político, que afecta las relaciones de las naciones europeas con los inmigrantes y también al sistema institucional. No es casualidad de que en distintas instancias de la UE el tema de la inmigración se haya levantado con tanta fuerza, que cueste poner de acuerdo a los líderes del continente y que cada año existan manifestaciones de xenofobia y racismo, males que se suponía de otros tiempos.

El progresivo envejecimiento de la población y las bajas tasas de natalidad de los ciudadanos europeos han dado paso a políticas que no han sido del todo exitosas.

La segunda situación es el crecimiento político y electoral de los partidos euroescépticos. Esto se ve reflejado en las elecciones locales y en las europeas, lo que muestra una tendencia peligrosa y de dimensiones insospechadas. Si bien los partidos populares y socialistas siguen teniendo las mayores votaciones, tienen menos votos que hace algunos años. Por el contrario, crecen las fuerzas del Frente Nacional en Francia, de Nigel Farage en Inglaterra o La Liga de Salvini en Italia. Este último señaló con fuerza en una reunión de estos grupos en Milán, en abril de 2018: “Debemos liberar Europa de la ocupación de Bruselas”. Ese ambiente se repite y ciertamente va horadando el prestigio y apoyo a la Unión Europea, que tiene sus propios problemas, como aparecer siendo el malo de la película cuando políticos populistas o irresponsables elevan el gasto público en sus respectivos países y son “llamados al orden” por las autoridades del continente, o bien por su excesiva burocracia y cantidad de parlamentarios, que hacen difícil justificar los gastos altos y permanentes.

Finalmente, esta realidad de Europa se da en un momento especial para el régimen democrático. The Economist (22 de enero de 2020) afirmó que la democracia global tuvo “otro año malo”, agregando incluso que “la democracia está en retirada”. Efectivamente, vivimos unos años de democracias indignadas, inmediatez, protestas y desprestigio de la política. Por otra parte, las instituciones y costumbres parecen estar agotadas o tal vez requieren cambios, actualización y repensar seriamente el mundo que vivimos y la Europa que hoy existe. Después de todo, Gran Bretaña abandona la Unión Europea, pero no deja Europa, de la que forma parte por tradición y por considerables aportes a través del tiempo. Además, como señaló Boris Johnson, «Reino Unido puede seguir siendo una gran potencia europea y global».

Otra situación de especial relevancia es el suicidio demográfico, problema que se ha extendido por décadas. El progresivo envejecimiento de la población y las bajas tasas de natalidad de los ciudadanos europeos han dado paso a políticas que no han sido del todo exitosas, generando un nuevo problema al cual ponerle atención con visión de futuro.

Para lograr dar un salto adelante, potente y con sentido de futuro, no basta la repetición monocorde y poco creativa de lo ya realizado, ni vivir de las glorias pasadas o de los éxitos de estas tres décadas. Tampoco sirve la vergüenza de los errores y horrores del pasado o los lamentos por la confusión y abandonos del presente. Es necesario avanzar hacia una democracia del siglo XXI y una Europa del siglo XXI, y ninguna de esas dos cosas surgirá por arte de magia, sino que requiere de estadistas de calidad -como los que en su momento dieron vida a la Unión Europea- y una especial capacidad de pensar y actuar bajo las nuevas circunstancias. Solo desde ahí surgirá una Europa mejor y democracias más sólidas.