Se puede admirar o rechazar a Guzmán, pero desde una perspectiva histórica vale la pena intentar comprender su influencia y su proyecto político, así como su vigencia actual, ciertamente decreciente.
Cada vez resulta más claro que Chile está viviendo el fin de una época, con un nacimiento lento, que tiene dolores de parto, pero que no acaba de producirse. En el corto plazo el cambio podría situarse el pasado 18 de octubre de 2019, pero me parece que el proceso se extiende al menos desde hace unos quince años.
Las representaciones de esta nueva realidad son muchas: en los últimos años murieron los principales líderes de los partidos políticos más importantes en 1973; el régimen político constitucional creado en 1980 y reformado en 2005 está en entredicho y muy cerca de ser enfrentado a un proceso constituyente, que podría dar inicio a una nueva época en este ámbito; existe un evidente cambio generacional, que se nota en las costumbres y cambios en formas de vida y valores, aunque sus consecuencias todavía están por verse en forma más amplia. Por otra parte, la revolución de octubre de 2019 procuró jubilar 30 años de democracia y el futuro se anticipa distinto y fundacional.
Una de las manifestaciones más visibles de los cambios –que algunos mencionan expresamente y otros lo insinúan con ironía o desprecio– es que Chile estaría viviendo el momento final de la obra constitucional de Jaime Guzmán (que, por cierto, no la hizo solo ni mucho menos). Se puede admirar o rechazar a Guzmán, pero desde una perspectiva histórica vale la pena intentar comprender su influencia y su proyecto político, así como su vigencia actual, ciertamente decreciente. Para ello resulta necesario superar la adulación acrítica y la execración irracional, así como es necesario leerlo de primera mano e intentar entenderlo en su complejidad, con su coherencia y contradicciones.
El orden institucional guzmaniano tuvo logros y limitaciones, algunos atribuibles al propio Jaime Guzmán y otros derivados de la aplicación específica que ha tenido la Constitución de 1980 y posteriormente la Constitución del 2005. En cualquier caso, el ideario político y la obra de Guzmán son bastante más amplias que la Carta Fundamental, e incluyen la formación del Movimiento Gremial en la Universidad Católica en la década de 1960, sus clases en la misma casa de estudios, la fundación de la Unión Demócrata Independiente en 1983, además de la creación de revistas y organizaciones que procuraban difundir un conjunto de ideas que le parecían centrales para la consolidación de un “orden social integralmente libre”, como repetía en diversos escenarios. Jaime Guzmán no era intelectual, pero sí un político con ideas, que reflexionaba sobre su actividad y que tenía ciertos ejes esenciales para ser aplicados en la realidad social. Así lo reflejan algunos libros importantes, como El pensamiento político de Jaime Guzmán, de Renato Cristi (Santiago, LOM, 2000), o el de José Manuel Castro, Jaime Guzmán. Ideas y política 1946-1973. Corporativismo, gremialismo, anticomunismo (Santiago, Centro de Estudios Bicentenario, 2016). Ciertamente también resulta necesario leer el libro del propio Guzmán, Escritos personales, publicado de manera póstuma por la Fundación que resguarda su legado, así como los numerosos artículos de prensa, discursos, entrevistas y otras formas de expresión de un ideario político que tuvo un tiempo histórico específico, pero también algunas líneas matrices que traspasaban la coyuntura.
Es imposible saber en qué postura estaría hoy Jaime Guzmán, pero sí es posible comprender la realidad política de que su ideario, si no ha pasado a mejor vida, al menos –desde el punto de vista histórico– ha experimentado una larga agonía, cuando no un olvido.
Es ese ideario, precisamente, el que hoy se encuentra en entredicho y está viviendo una hora crepuscular, tanto en el ordenamiento institucional chileno como entre importantes seguidores de la obra de Guzmán. En su discurso de celebración de los veinte años del Movimiento Gremial, en 1987, su fundador afirmó que la defensa de la autonomía de los cuerpos intermedios o el principio de subsidiariedad ya formaban parte “de nuestro andamiaje constitucional y de las principales estructuras sociales y económicas surgidas desde 1973”, asegurando que “fuimos los gremialistas de la Universidad Católica quienes más decisivamente los convertimos en parte del actual acervo sociopolítico chileno”. El expresidente Ricardo Lagos ha insistido muchas veces en la necesidad de cambiar uno de estos fundamentos, considerando que la Constitución “está impregnada por una visión neoliberal que obliga al establecimiento del Estado Subsidiario”.
Ciertamente, la oposición doctrinal o práctica del orden constitucional y del ideario guzmaniano exceden las posturas de sus antiguos detractores, muy entendibles por lo demás. Hoy es posible encontrar diversas contradicciones entre sus partidarios de antaño y de quienes incluso todavía hoy reclaman una continuidad con su pensamiento político. En noviembre de 2019, la UDI se sumó al acuerdo constituyente que, entre otros objetivos, tenía como finalidad terminar con la Constitución de Guzmán. Lo hizo argumentando buenas razones de patriotismo, en un contexto de violencia y crisis social profunda, y con un evidente desgano o incluso mala cara. Sin embargo, resulta claro que con ello asumían una decisión orientada en una línea radicalmente distinta a la confirmación del ideario constitucional guzmaniano.
El domingo 23 de agosto de este 2020 un destacado militante y exsecretario general del partido, Joaquín Lavín, declaró expresamente ser un socialdemócrata, verdadera antítesis de la inspiración cristiana y de la orientación hacia la sociedad integralmente libre que proclamó la UDI desde su fundación, y por cierto muy distante del pensamiento político de Jaime Guzmán. No se trata de una figura cualquiera, sino del principal líder político del sector, dos veces candidato presidencial y potencial postulante para la elección del 2021. En materia política y electoral es una necesidad abrir espacios, crecer hacia otros grupos políticos, sociales o etarios, así como la integración social y el compromiso con los más pobres deben ser elementos constitutivos de un proyecto político no solo ganador, sino inspirado en principios de justicia. Lo curioso es que en el pasado todo ello encontraba fundamentos doctrinales dentro del gremialismo y de la doctrina social de la Iglesia, en lo que el propio Guzmán denominó en 1987 “principios conceptuales sólidos y valores morales objetivos y graníticos”. Guzmán no buscó ni descubrió estos principios en la respetable pero ajena tradición socialdemócrata, precisamente porque entendía que la lucha contra la pobreza y la promoción de la justicia social, así como la articulación de la libertad con la acción del Estado, estaban bien esbozadas dentro de su propio proyecto político, autodefinido como “popular y de inspiración cristiana”.
El tema se agudizó a fines de agosto y comienzos de septiembre con la irrupción de Pablo Longueira y su decisión de apoyar la opción Apruebo para el plebiscito constituyente. Si se mira con atención la jugada de Longueira –probablemente el dirigente más relevante de la UDI desde la muerte de Guzmán–, ella se desarrolla en el plano pragmático, para asegurar a la centroderecha la mejor representación posible en la Convención constituyente, sobre la base de un dato de hecho: la Constitución vigente estaría muerta, tanto la original de 1980, que escribió en parte Guzmán, y la que se reformó el 2005, que aún firmada por Ricardo Lagos y sus ministros conservó algunos aspectos centrales del ideario guzmaniano. ¿Oportunismo, genialidad política, abandono del proyecto guzmaniano? Quizá una mezcla de lo anterior. Es imposible saber en qué postura estaría hoy Jaime Guzmán, pero sí es posible comprender la realidad política de que su ideario, si no ha pasado a mejor vida, al menos –desde el punto de vista histórico– ha experimentado una larga agonía, cuando no un olvido.
Se podría decir que la UDI vive un proceso similar al que a finales del siglo XX experimentaron el Partido Socialista y el Partido Demócrata Cristiano. Ambos abandonaron sus doctrinas fundacionales o bien transitaron desde ellas a fórmulas renovadas o derechamente contradictorias con lo que habían promovido sus fundadores durante muchas décadas.
¿Qué es lo que explicaba la persistencia del ideario gremialista y del proyecto fundacional de la UDI? El propio Guzmán lo explicó en el mencionado discurso de 1987, sosteniendo sus ideas en “la convicción, hecha testimonio, de que la vida tiene un signo trascendente derivado de la dignidad espiritual del hombre”. Es lo que definía como un ideal “genuinamente cristiano”, que no podía ser seducido “ni por el apego a las riquezas ni por la frivolidad de los placeres, ni la vanidad de los honores, ni ninguno de los antivalores que el mundo opone al evangelio de Cristo, sin que sintiésemos claudicar en la razón de ser de nuestras existencias”. Y luego concluía: “He ahí lo único que realmente explica nuestra perdurabilidad en el tiempo”. Quizá eso mismo es lo que explique la muerte espiritual del ideario guzmaniano, demasiado exigente en tiempos de comodidad, materialismo galopante y un individualismo que pareció inundar la vida nacional por mucho tiempo. Esas palabras hoy suenan claramente de otra época, son dignas de libros de historia, pero parecen ausentes de la transmisión de un ideario político.
En un texto publicado en Escritos personales, Guzmán denuncia lo que consideraba ciertos vicios de los políticos, con palabras excepcionalmente duras, pensando especialmente en quienes adherían a sus ideas. Entre esos vicios destacaba cuando “los políticos temen desafiar las consignas imperantes, aterrados de que una inicial incomprensión dificulte sus ambiciones”. El subtítulo “Acomodarse a los nuevos vientos” sirve al exsenador para plantear que el espíritu de consigna tiene como corolario lógico la táctica de “arrebatar las banderas” al adversario, que enuncia “como el empeño de los no socialistas por arrebatarle al socialismo sus banderas”, precisando: “Se trata de que los partidarios de una sociedad integralmente libre impulsemos ideas que propicia el socialismo, sólo que más moderadamente. De tal modo, se piensa que se le privará a éste de dicha bandera, asumiéndola uno mismo, si bien en forma morigerada”. Así era difícil avanzar, porque “para ser invariablemente fiel al propio ideal, hay que creer en él con una muy profunda convicción del espíritu”.
No podemos saber que diría Jaime Guzmán sobre las discusiones actuales, como el proceso constituyente, y sobre el complejo escenario político que vive Chile desde octubre de 2019. Tampoco sabemos qué hubiera sido del proyecto guzmaniano si el propio senador no hubiera sido asesinado en 1991. La historia contrafáctica tiene problemas teóricos y prácticos insalvables y es un hecho que la política chilena marchó por un camino diferente. Sin embargo, hay dos elementos claros que deben estar presentes en cualquier análisis histórico. Primero, que el cambio de época que vivimos en Chile desde hace un tiempo es un hecho y no puede ser detenido por mero voluntarismo; segundo, que la muerte del ideario guzmaniano no impide que subsistan importantes y generosos proyectos políticos o sociales inspirados en las convicciones y en el ejemplo de Guzmán, como lo pueden mostrar algunos dirigentes políticos, jóvenes gremialistas o personalidades del mundo público que han encontrado una vocación de servicio incluso “en las horas más adversas e inciertas”. Ciertamente, es preciso considerar que los conceptos políticos y sociales más relevantes del ideario guzmaniano podrían promoverse en el eventual proceso constituyente, tesis que ha esbozado Pablo Longueira a partir de su reaparición pública. Sin embargo, nada de esto logra borrar la tendencia que ha seguido el problema de fondo en estas últimas décadas.
Estos procesos históricos son recurrentes y merecen ser revisados con atención. Se podría decir que la UDI vive un proceso similar al que a finales del siglo XX experimentaron el Partido Socialista y el Partido Demócrata Cristiano. Ambos abandonaron sus doctrinas fundacionales o bien transitaron desde ellas a fórmulas renovadas o derechamente contradictorias con lo que habían promovido sus fundadores durante muchas décadas. Esto puede ocurrir por el paso del tiempo, las exigencias más licuadas de la militancia política o el aprendizaje que se produjo debido a las complejidades de la ruptura de la democracia en Chile. Pero es claro que escuchar y leer a la actual dirigencia y a parlamentarios de la Democracia Cristiana tiene poco que ver con los principios que movieron a la Falange en 1935, o incluso al PDC de los años 60, mientras que hoy el Partido Socialista parece reivindicar una socialdemocracia que en el pasado despreció de manera continua, frente a su adhesión al marxismo primero, y al marxismo-leninismo a partir de los años 60.
Las ideas políticas, por definición, no son fórmulas petrificadas que deban ser aplicadas de la misma manera en cada tiempo y lugar. Sin embargo, conviene saber qué es lo esencial de un determinado ideario político, y entender cómo corresponde conservarlo y difundirlo hacia las nuevas generaciones. Asimismo, es necesario reconocer lo que es accidental o meramente coyuntural, y lo que puede ser dejado en el camino sin por ello perder identidad, esencia y sentido de existencia.