El mayor problema que tiene la paralización del Ejecutivo es su propia falta de ideas, de iniciativa y de proyecto político, que han sido carencias permanentes durante estos últimos dos años, además de un gabinete casi fantasmal –salvo honrosas excepciones, como solía decir un expresidente–, en momentos en que se requiere especialmente de convicciones y liderazgo.
El 25 de octubre la ciudadanía aprobó por una amplia mayoría el deseo de cambiar la Constitución Política de la República, que rige en Chile desde el 2005 (Ricardo Lagos), pero que tiene su origen en la de 1980 (Augusto Pinochet). Adicionalmente, respaldó la creación de una Convención Constituyente para estudiar la nueva carta fundamental, compuesta en un cien por ciento por nuevos representantes, lo que excluye la participación de los actuales parlamentarios en el mencionado órgano.
Así como el resultado plebiscitario abre un nuevo camino hacia el futuro –de cambio, incluso de transformaciones estructurales como sugieren algunos–, también ha significado en lo inmediato un quiebre respecto del pasado reciente, e incluso del tiempo histórico que vivimos, como ya ha comenzado a notarse desde la misma noche del plebiscito constituyente. Y, como suele ocurrir en los procesos complejos, el impacto ha recaído sobre diversas personas, instituciones, cuerpos legales e ideas, que no volverán a ser exactamente iguales, así opongan férrea resistencia o logren rearticularse con alguna capacidad de influencia.
El primer gran afectado con los resultados del domingo 25 es el gobierno, cosa curiosa considerando que el Presidente de la República no manifestó su postura entre las dos opciones, aunque sí lo hicieron asesores cercanos y ministros. El lapidario resultado de 78% a favor del cambio constitucional precipitó la fuga de los parlamentarios oficialistas, quienes desde el 26 de octubre en adelante comenzaron a actuar de manera bastante más libre que en el pasado, sin obedecer las órdenes o señales de La Moneda, continuando con las deserciones. La primera manifestación ocurrió con la votación en la Comisión de Constitución de la Cámara de Diputados, que aprobó por 11 votos contra 1 (el diputado Jorge Alessandri, de la UDI) la posibilidad de un nuevo retiro de 10% de los ahorros de los fondos de pensiones. Entre quienes aprobaron el proyecto había diputados de Evopoli y Renovación Nacional. El diputado DC Matías Walker celebró posteriormente: “estamos muy contentos porque hemos tenido un buen debate de cara a la ciudadanía. Quiero felicitar a los diputados de ChileVamos, que a pesar de todas las presiones del gobierno, nuevamente se han puesto una mano en el corazón y han entendido que hay gente que lo está pasando muy mal y que tenemos que darles la posibilidad de elegir si retirar o no un segundo 10%”.
Con ese criterio, las felicitaciones comenzarán a llover en los próximos meses. Por lo mismo, es posible imaginar la situación de La Moneda y del propio presidente Sebastián Piñera en el contexto de un régimen presidencial: fue conducido a un proceso constituyente que no lideró ni estaba en su programa de gobierno, administra el Estado y es el Jefe Supremo de la Nación pero la realidad no se condice con ello, sino que se trata de un régimen presidencial atacado diariamente por lo que se ha llamado un “parlamentarismo de facto”. Todo esto sin considerar las propuestas oportunistas de adelantar las elecciones o precipitar la salida del actual gobernante desde su cargo. Con todo, me parece que el mayor problema que tiene la paralización del Ejecutivo es su propia falta de ideas, de iniciativa y de proyecto político, que han sido carencias permanentes durante estos últimos dos años, además de un gabinete casi fantasmal –salvo honrosas excepciones, como solía decir un expresidente–, en momentos en que se requiere especialmente de convicciones y liderazgo.
El domingo 25 también murieron, o al menos quedaron gravemente heridos, los acuerdos y la buena fe con la cual se actúa en política. Esto no es inédito en la historia de Chile: fue la persistente acusación de la Democracia Cristiana contra el presidente Salvador Allende por el Estatuto de Garantías Constitucionales que firmaron los falangistas con la Unidad Popular en octubre de 1970, por el cual el partido de Eduardo Frei apoyó a Allende en el Congreso Pleno para que llegara a La Moneda. Había sido una “necesidad táctica” para llegar al gobierno, reconocería después el presidente socialista, generando las iras de los DC, cuyos representantes se sentían engañados. Algo similar ocurre ahora en un triple sentido: primero, por el intento de cambiar las normas de composición de la Convención Constituyente, para ampliar el número de convencionales y crear cupos reservados; segundo, por el intento de prohibir a los actuales ministros, subsecretarios, intendentes y parlamentarios ser parte del órgano constituyente bajo el argumento que la ciudadanía habría dicho que la nueva Constitución no la pueden escribir “los mismos de siempre” (cuestión que perfectamente podría aplicarse a quienes hayan ostentado esos mismos cargos en los últimos diez años, por ejemplo); tercero, porque el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 no solo era por una nueva carta fundamental, sino también por la paz, lo que ha estado lejos de conseguirse y promoverse como corresponde, si bien en las últimas semanas han crecido las condenas contra el uso de la violencia (aunque poco logran las declaraciones formales frente a los hechos repetidos).
El tema de la violencia es de la mayor importancia, en un contexto particularmente polarizado y en el que hay una legitimización del uso de la destrucción física de bienes privados y públicos, la provocación de incendios y otras formas de expresión política no democrática, especialmente entre los jóvenes. Es interesante al respecto, en el plano estrictamente político, la situación que se produjo en la Cámara de Diputados el 28 de octubre, cuando se discutió el proyecto que modifica la ley orgánica constitucional de los partidos políticos, para exigirles que renuncien expresamente al uso, propugnación o incitación a la violencia como método de acción política: la moción recibió 92 votos a favor, 38 en contra y 17 abstenciones. ¿Qué podría llevar a un parlamentario a rechazar una indicación que parece obvia dentro de un régimen democrático? El tema, de enorme complejidad, admite una primera explicación en la ideología: se produce cuando el diputado o partido suscribe una postura que expresamente admite la violencia política como método de acción. Ese es el caso del marxismo y el leninismo, también del anarquismo y el fascismo. Esta razón ideológica es la que quizá llevó a muchos parlamentarios del PC, el PS y el Frente Amplio a oponerse a la iniciativa. La segunda explicación puede ser coyuntural, en base a la actual situación política de Chile, donde la violencia es parte de la vida cotidiana, y muy importante: fue la que provocó la mayor crisis institucional de las últimas décadas el pasado 18 de octubre de 2019 y generó las condiciones que hicieron posible el cambio de constitución y el proceso político que se encuentra viviendo la sociedad en la actualidad. La razón aquí podría estar entre la gratitud hacia quienes utilizaron la violencia y la certeza de que ella seguirá acompañando el proceso y que ello no merece condena especial. Lo cual, ciertamente, es peligroso y contrario a la democracia, como quedaría en evidencia en cualquier sociedad occidental. Pero también puede ir acompañado de la convicción de que la violencia acompañará el camino hacia determinadas reformas durante el proceso constituyente en marcha.
De persistir algunas de estas tendencias, se producirá un hundimiento no solo del aparato de gobierno, sino también de otras instituciones y del estado de derecho en general. Los tiempos que vive Chile no son normales, ni lo serán en el corto plazo. Los chilenos vivirán cambios que quizá no habían imaginado, mirarán hacia atrás en un tiempo más y muchas cosas serán distintas: no sabemos cuáles ni tampoco el resultado, lo que hace que se abran tanto las esperanzas como los temores. Pero es necesario tener en cuenta que las propuestas refundacionales no necesariamente triunfarán y puede que no tengan el éxito electoral que sueñan sus promotores. Esto mismo podría llevar a frustraciones y a la sensación de engaño, cuando en realidad solo sería la reafirmación del proceso democrático, que pide cambios, pero no necesariamente una nueva sociedad; que espera mejorar muchas cosas, pero no sobre tierra arrasada; que sabe que es necesario luchar contra las injusticias y levantar alternativas, pero que eso no viene de regalo ni se obtiene de un día para otro. Ciertamente, es una tarea difícil, que ya se ha encontrado con muchas piedras en el camino y que tiene resultado abierto.
El cambio en democracia no se basa en el mero voluntarismo, sino que requiere votos, capacidad de persuasión, liderazgos y un sólido proyecto de futuro. Y para ello no basta con demoler lo que ha existido, sino levantar con inteligencia y sobre cimientos sólidos una sociedad más justa.