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OPINIÓN

Alejandro San Francisco: Kennedy, un liderazgo interrumpido

El asesinato de John F. Kennedy –el 22 de noviembre de 1963– fue uno de los acontecimientos más impresionantes en la historia norteamericana y mundial del siglo XX. Los detalles del suceso han sido explicados, discutidos y contradichos en distintas ocasiones, y todavía quedan documentos clasificados sobre el particular, que ponen una nota de recelos y falta de certezas en relación con el o los posibles asesinos, eventuales cómplices e información escondida en medio de las investigaciones. En un nuevo aniversario de aquel trágico acontecimiento vale la pena regresar a una de las figuras más interesantes de la política de la posguerra, cuya vida y muerte forman parte de una historia de película, que aparece narrada de una manera apasionante y muy bien informada en la biografía de Robert Dallek, J. F. Kennedy. Una vida inacabada (Barcelona, Ediciones Península, 2018 [Primera edición, 2004]).

Kennedy era hijo de Joe Kennedy, un millonario y ambicioso hombre de Boston, católico de religión y decidido a influir en la vida política y en los negocios de su país. Con el paso de los años, dio vida a un verdadero clan, al casarse con Rose Fitzgerald, con quien tuvo nueve hijos, símbolos del éxito y el patriotismo que se pedía a toda una generación. Por otra parte, ellos también representarían los dramas y desgracias de la guerra y la política, con sus enormes costos humanos, que los Kennedy sufrirían personalmente en diversas formas.

John F. Kennedy nació el 29 de mayo de 1917 y, teóricamente, no estaba “destinado” a ser Presidente de Estados Unidos. Para ello su padre había elegido al hermano mayor, Joe, pero este falleció durante la II Guerra Mundial, lo que abrió el camino político a John, quien inició su camino a la Casa Blanca. Para ello contaba con algunas ventajas que debía aprovechar: recibió una enseñanza de élite, que incluía viajes por Europa; había realizado estudios en política y relaciones internacionales en Harvard; publicó un libro sobre los acuerdos de Múnich, entre Inglaterra y Alemania (mostrando una visión negativa de ellos, el libro se convirtió en un superventas); luego tuvo una participación heroica en la misma II Guerra Mundial. Sin embargo, también tenía un problema, que lo acompañaría por el resto de su vida: era su salud. Kennedy tenía dolores permanentes en su espalda y otras afecciones, y su historial médico –que muchas veces trataron de esconder– muestra una asistencia permanente a recintos médicos, que continuaron en sus campañas y en el ejercicio de los distintos cargos que asumió.

Después del conflicto internacional comenzó su carrera política propiamente tal, que se inició con su elección en la Cámara de Representantes en 1946, por el Partido Demócrata. En 1952 resultó elegido senador por Massachusetts, lo que rápidamente abrió sus apetitos: en 1956 quiso ser candidato a Vicepresidente, aunque no lo logró. Entremedio se había casado con Jacqueline Couvier, quien pasaría a ser la famosa Jackie Kennedy, con quien formaría una conocida y querida pareja política, que gozaba de gran aprecio público. Esta unión contrastaba con las costumbres privadas del líder demócrata, que había sido y continuaría siendo un playboy: padecía de un “donjuanismo compulsivo”, en palabras de Robert Dallek.

Políticamente, Kennedy era ambicioso, competitivo y determinado. Era profundamente amante de Estados Unidos y estaba convencido sobre su papel en el mundo, en la política internacional y en la lucha por una forma de ver la democracia y el progreso de la humanidad. Se puede decir, al respecto, que tenía un “sentido moral” de la política, lo que no obstaba a un ejercicio pragmático del poder. Era seguro de sí mismo, se preparó para llegar a gobernar y pensó que en 1960 el momento había llegado, cuando le correspondió enfrentar al republicano Richard Nixon por la Presidencia de los Estados Unidos.

Se ha recordado muchas veces el famoso debate presidencial entre Nixon y Kennedy, que tuvo lugar el 26 de septiembre de 1960. Era el primer debate televisado, y el demócrata jugó a ganador, mientras el republicano descuidó algunos aspectos de imagen: Nixon no se maquilló, quizá pensando que era una lucha de ideas y de proyecto político, en el cual estaba muy preparado, tras años de su experiencia con Eisenhower en la Casa Blanca. En cambio Kennedy cuidó todos los detalles, desde la vestimenta hasta el bronceado, además el contenido del propio debate. En los análisis posteriores, la conclusión de los televidentes era que Kennedy había derrotado a Nixon, mientras quienes escucharon el debate por radio pensaban al revés, lo que permite mostrar la relevancia creciente de los medios audiovisuales.

La elección, finalmente, fue muy estrecha: el líder demócrata logró 34.220.984 votos, que le permitió obtener 303 electores, mientras el republicano tuvo 34.108.157 votos, con 219 electores. En su discurso inaugural, del 20 de enero de 1961, Kennedy fue emotivo y convocante, y sus palabras quedaron para la historia como una gran pieza oratoria, que mostraba comprensión histórica y sentido político: “No debemos olvidar que somos los herederos de esa primera revolución [de la Independencia]. Dejemos aquí y ahora que corra la voz, a nuestros amigos y enemigos por igual, de que la antorcha ha pasado a una nueva generación de estadounidenses, nacidos en este siglo, templados por la guerra, instruidos por una paz dura y amarga, orgullosos de su antigua herencia, quienes no están dispuestos a presenciar ni permitir la lenta ruina de esos derechos humanos con los que nuestro pueblo ha estado siempre comprometido, y con los que estamos comprometidos hoy en esta nación y en todo el mundo. Todas las naciones han de saber, sean o no amigas, que pagaremos cualquier precio, sobrellevaremos cualquier carga, afrontaremos cualquier dificultad, apoyaremos a cualquier amigo y nos opondremos a cualquier enemigo para garantizar la supervivencia y el triunfo de la libertad”.

Al finalizar sus palabras pronunció esa famosa dicotomía que debía ser el punto de partida de la entrega a la patria: “Entonces, compatriotas, no pregunten qué puede hacer su país por ustedes, pregunten qué pueden hacer ustedes por su país. Conciudadanos del mundo, no pregunten qué puede hacer Estados Unidos por ustedes, sino qué podemos hacer juntos por la libertad del ser humano”. Había comenzado el gobierno de John F. Kennedy, con emoción y con esperanzas de inauguración de una nueva era, con un liderazgo potente y carismático, que gobernaría cuatro y quizá ocho años en el país más poderoso del mundo.

La historia marchó por un camino distinto, precisamente porque Kennedy fue asesinado en noviembre de 1963. En el camino tuvo momentos deslumbrantes, como su discurso frente al Muro de Berlín; otros más opacos y duros, como la invasión de Bahía Cochinos en la Cuba de Fidel Castro; enfrentó a la Unión Soviética y a Nikita Kruschev en otra etapa de lucha durante la Guerra Fría, que tuvo su momento de mayor tensión y dramatismo en la crisis de los misiles; fue visionario en la misión espacial para llegar a la Luna; intentó avanzar con contratiempos en la lucha por los derechos civiles de la población negra en los Estados Unidos, en medio de los avances del movimiento liderado por Martin Luther King.

Como asegura Dallek, “la muerte de Kennedy conmocionó al país más que cualquier otro acontecimiento desde el ataque de diciembre de 1941 contra Pearl Harbor”, y superó el dolor de los norteamericanos por los asesinatos de Abraham Lincoln, James A. Garfield y William McKinley, así como la muerte de Franklin D. Roosevelt a finales de la II Guerra Mundial. El asesinato cortó una vida, segó un legado y cambió la historia de Estados Unidos en la década de 1960, y quizá privó “al país y al mundo de un futuro mejor”. La razón, pensamos, es que Kennedy murió cuando todavía era un proyecto político, que tenía mucho por entregar a su país. Paralelamente, no alcanzó a experimentar la fase del deterioro político (que podría haber surgido, por ejemplo, con ocasión de la crisis de Vietnam de los años siguientes, aunque no lo podemos saber). En cualquier caso, representó un liderazgo joven y vital, aunque contradictorio y con contradicciones propias de su tiempo y personalidad.