Fueron años intensos e históricamente decisivos, que se caracterizaron por culminar con cambios determinantes en la historia de la humanidad, que durante décadas había estado sumida bajo la amenaza de la Guerra Fría, y que terminaba de una manera inesperada: con la caída del Muro de Berlín y el desmembramiento del régimen comunista en los países europeos, incluida la propia Unión Soviética. Para mayor curiosidad, la derrota del comunismo no se había producido tras una temida Tercera Guerra Mundial, sino simplemente por el deterioro de un sistema nacido con una potencia tremenda y una proyección de victoria que se repetía a cada paso, pero que a la larga fue incapaz de imponerse frente a las fuerzas occidentales que representaron, en esa última etapa, los Estados Unidos de Ronald Reagan e Inglaterra, precisamente de Margaret Thatcher.
Con ello triunfaban los dos grandes ejes sobre los que había edificado su proyecto político y sus convicciones para asumir el liderazgo: primero, la democracia como sistema de organización y de cultura política, que limita el poder gubernamental y amplía la esfera de acción de los ciudadanos; segundo, la economía libre, basada en la empresa privada, propia de una sociedad abierta y que despliega la capacidad creadora de las personas, pero no como una economía de mínimos, sino avanzando hacia la privatización de empresas, la reducción de impuestos y la libertad de emprender. Sobre esas bases edificó su concepción y su acción de gobierno, que se extendería por once años.
En su monumental Posguerra (Madrid, Taurus, 2012, Séptima edición), Tony Judt expresa que “Margaret Thatcher no era un candidato con posibilidades de desempeñar el papel revolucionario que más tarde tendría”, considerando lo que había sido su trayectoria antes de 1979. Sin embargo, la historia da muchas sorpresas y en 1990 la Primera Ministra demostraría que desde el poder había producido una gran transformación.
Margaret Thatcher al gobierno de Inglaterra
Margaret Thatcher asumió como Primera Ministra de Inglaterra el 4 de mayo de 1979. Superaba el medio siglo de vida –había nacido el 13 de octubre de 1925– y su liderazgo había ido creciendo en el seno del Partido Conservador, sobre la base de despertar la necesidad de cambiar la actitud mental, de avanzar hacia la recuperación de la moral y el espíritu británico, frente al declive económico que veía en su país y la pasividad de su agrupación política para asumir las grandes tareas del momento histórico.
En su juventud, la entonces llamada Margaret Hilda Roberts había estudiado Química en la Universidad de Oxford. En 1959 fue elegida miembro del Parlamento por Finchley y en 1970 asumió como ministra de Educación y Ciencia, en el gobierno de Ted Heath, cargo que ejerció por cuatro años. Eran tiempos difíciles para Gran Bretaña y para el mundo: estaba terminando la Guerra de Vietnam, estalló la crisis del petróleo, hubo un auge del terrorismo y la izquierda pareció tomar una ventaja sobre las ideas conservadoras, o de derechas, en los distintos continentes. Quizá por ello el liderazgo de Margaret Thatcher resultó tan oportuno y decisivo para las ideas conservadoras.
Thatcher era una mujer determinada y clara, solía presentar sus ideas en la primera intervención durante sus reuniones, sin dejar espacios para la ambigüedad o para que se dudara de sus principios u objetivos. Siempre tuvo una gran convicción sobre la superioridad de sus ideas, podría hablarse incluso de un sentido de superioridad moral de la libertad económica y política sobre el socialismo en su país y sobre el comunismo en el mundo. Era extraordinariamente estudiosa y muy autoexigente, que gustaba de preparar las reuniones con carpetas, libros e incluso académicos que conocieran los temas que debía tratar. Pensaba en un gobierno con objetivos grandes, hacia los cuales debían orientarse las medidas específicas de la administración. Prefería formar equipos amplios, como se pudo advertir durante sus años en Downing Street: sus gabinetes siempre estaban compuestos por entusiastas thatcheristas y también por personas de su partido que tenían discrepancias puntuales o más fuertes con ella. En cuanto a su trabajo táctico, podría resumirse en la idea de avanzar, avanzar y avanzar, superando dificultades y permitiendo logros parciales, que acercaran a las metas más amplias que se había propuesto para su gobierno.
Al respecto, manifestó poco tiempo después de asumir el liderazgo británico, con entera convicción: “Hace tiempo que sabemos que los años ochenta van a ser difíciles y peligrosos. Habrá crisis y penurias. Pero creo que la marea comienza a cambiar en nuestro favor. El mundo en vías de desarrollo empieza a reconocer la realidad de las ambiciones y el estilo de vida y el estilo de vida soviético. Existe una nueva determinación en la alianza occidental. Hay un nuevo liderazgo en Norteamericana, que despierta confianza y esperanza en todo el mundo libre” (Conferencia Defensa de la Libertad, en USA).
Esto implicaba dos tipos de acciones, algunas al interior de Gran Bretaña y otras en el plano internacional, donde Thatcher emergió activa y decidida, formando un gran equipo de trabajo con el presidente norteamericano Ronald Reagan.
Los años de Downing Street
En un voluminoso trabajo de casi 800 páginas, Margaret Thatcher narra en primera persona su experiencia de gobierno, sus logros y dificultades, así como algunos postulados de su proyecto y la conducción de las relaciones internacionales. El libro se titula Los años de Downing Street (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1993).
Es una obra fundamental, narrada por quien lideró a Inglaterra en esa década, si bien tiene esa misma limitación de la mirada de quien la escribe. Pero por otra parte, es un personaje principal, que como otras grandes figuras de su tiempo, decidió transmitir su experiencia de gobierno, que sin duda vale la pena conocer. Ahí aparecen la organización del gobierno, el desafío del terrorismo y los asuntos del mundo que preocupaban en aquellos años, especialmente la lucha entre la Unión Soviética y los Estados Unidos.
Sin embargo, hubo otros problemas sobrevinientes que no podrían haber sido imaginados –“no se podría haber previsto ni evitado”– por los gobernantes de entonces. Uno de ellos fue la Guerra de las Malvinas (o Falklands), que estalló en 1982, obligando a la señora Thatcher a demostrar su liderazgo y decisión: “Nada permanece con mayor viveza en mi memoria”, recordaría años más tarde, al recordar la victoria. Al finalizar esos dramáticos días, expresó en un discurso: “Gran Bretaña ha vuelto a encontrarse a sí misma en el Atlántico Sur y no retrocederá de su victoria”.
En el plano interno, una de las tareas principales fue la lucha contra el terrorismo del IRA (Ejército Revolucionario Irlandés), cuyos miembros en prisión realizaron numerosas huelgas de hambre, que se extendían en el tiempo, lo que aumentaba las posibilidades de que alguno muriera, así como crecían las presiones sobre el gobierno. Uno de los huelguistas, Bobby Sands, murió el 5 de mayo de 1981, tras 66 días de huelga de hambre, lo que convirtió a Thatcher en el principal objetivo del IRA. Así, en un momento especialmente notorio de la lucha, se produjo el atentado contra la propia Primera Ministra, mientras se realizaba la Convención Conservadora en el Grand Hotel de Brighton, en 1984. Thatcher se salvó, porque la bomba estuvo en el lugar equivocado, pero hubo muertos y heridos.
En el plano político, en su primer período la izquierda quedó prácticamente desarmada, frente a la recuperación económica liderada por el gobierno, la carencia de un proyecto político propio y los problemas que experimentaban los sindicatos, una de las bases del poder de los laboristas. En este ámbito también hubo huelgas de trabajadores (por el cierre de empresas del carbón), pero como contrapartida, en términos electorales los conservadores lograban victorias y consolidaban su poder: el 9 de junio de 1983 Thatcher logró una nueva victoria, que ratificó el 11 de junio de 1987, cuando fue reelegida para un tercer periodo, consolidando en las urnas lo que se había propuesto como candidata.
La victoria en la Guerra Fría
Casi al finalizar sus memorias, Margaret Thatcher veía con legítima satisfacción lo que habían logrado sus ideas durante los años 80: “Cuando miro hacia atrás, la evolución internacional de la última década parece abrumadoramente positiva: derrota del comunismo, restablecimiento de la libertad en sus antiguos países satélites, fin de la cruel división de Europa, la Unión Soviética recibiendo ayuda para emprender el camino de la reforma, la democracia y los derechos humanos; y Occidente, en concreto los Estados Unidos, dueños del campo, mientras sus valores políticos y su sistema económico van siendo asumidos tanto por sus antiguos adversarios como, cada vez más, por los países del Tercer Mundo”. En lugar de jactarse por la victoria, Thatcher concluía sin ambigüedades: “El mérito de estos logros históricos debe atribuirse principalmente a los Estados Unidos y en particular al presidente Reagan”.
El gobernante de los Estados Unidos fue un gran amigo y compañero de ideas de Thatcher. Juntos compartían una visión del mundo, un estilo de hacer política y la capacidad para enfrentar al enemigo común durante la Guerra Fría: la Unión Soviética. Para la líder británica, la llegada de Reagan a la Casa Blanca, en enero de 1981, fue providencial, para los Estados Unidos y para las ideas de la libertad. En febrero Thatcher viajó a la potencia norteamericana, como primera invitada del nuevo gobernante. En Nueva York pronunció su conferencia en defensa de la libertad, donde habló de los difíciles años 80 y de la importancia del liderazgo norteamericano. La posterior visita de Reagan a Inglaterra tuvo el mismo sentido, y Reagan pronunció un discurso “espléndido”, en palabras de su anfitriona: no había que limitarse a contener al socialismo, sino que era necesario “desatar una ofensiva de la libertad”. Es lo que había planteado Reagan, al afirmar que la “revolución democrática estaba cobrando nuevas fuerzas”. Era el manifiesto de la doctrina Reagan y, se podría decir, de la doctrina Thatcher.
Todo esto no le impedía relacionarse con los líderes soviéticos, en una potencia que comenzaba a experimentar cambios que serían decisivos para el comunismo a nivel mundial. Thatcher pensaba, junto a Reagan, que “teníamos que ganar la Guerra Fría sin correr riesgos innecesarios”. El 8 de septiembre de 1983 la Primera Ministra organizó un seminario sobre la Unión Soviética, con expertos de verdad: quería “conocer al enemigo”. Para ello invitó a académicos y no solo a burócratas, para conocer mejor del sistema comunista.
En 1985 Mijail Gorbachov asumió el mando en la URSS, y su primer viaje internacional fue precisamente a la Inglaterra de Margaret Thatcher. En tanto se reunieron ambos líderes, llamó la atención la claridad de las posiciones y la forma de plantear sus puntos de vista: mientras el líder soviético reiteró la superioridad del régimen comunista, Thatcher planteó las limitaciones a la libertad que existía en la Unión Soviética. Tiempo después fue la Primera Ministra la que visitó el Kremlin, a fines de marzo de 1987, y tuvieron una entrevista que reproduce Gorbachov en su libro Memorias de los años decisivos (1985-1992) (Madrid, Acento Editorial, 1993). En esa ocasión Thatcher le recordó la doctrina Brezhnev y los deseos de dominación mundial del comunismo, así como reiteró que debían “mantener los combates ideológicos, es natural”, enfatizando que en Occidente existía “una sociedad abierta, una sociedad libre, que desata la iniciativa de los individuos”. Sin perjuicio de las diferencias, ambos reconocían que las conversaciones que tuvieron habían resultado provechosas y permitían resultados positivos para el mundo.
En cualquier caso, no sería adecuado juzgar al gobierno de Margaret Thatcher por determinados resultados puntuales, por un éxito en materia económica o algunos triunfos electorales. El mayor triunfo de Thatcher –y Reagan, ciertamente– fue de carácter cultural, al trasladar la lucha ideológica del mundo hacia sus propios conceptos y marcos de referencia, con ideas tales como la libertad, la democracia, los derechos humanos y la libertad económica. En la práctica, lograron mover el eje del debate, lo cual también se manifestó al interior de Gran Bretaña, que vio que el laborismo abandonaba sus ideas más estatistas y socializantes, para avanzar hacia una Tercera Vía que sería su carta de presentación al volver al poder con Tony Blair: eso podía considerarse un gran triunfo de la era Thatcher, como reconocerían incluso sus adversarios.
Renuncia, despedida y el fin de una era
Margaret Thatcher tenía claro que era una persona que generaba grandes afectos y también grandes contradicciones. Era inspiradora, una verdadera líder, convencida y convincente; sin embargo, también generaba animadversión, era clara y muchas veces dura en sus posiciones. En la Cámara sus actuaciones eran decididas, en ocasiones ridiculizaba a sus adversarios, utilizaba la ironía y su estilo era una mezcla de autoritarismo con participación de sus correligionarios. La llamaron la Dama de Hierro, quizá como una descalificación, pero terminó imponiéndose como un signo de liderazgo y capacidad personal.
Tras cumplir 10 años en Downing Street, se podría decir que comenzó la despedida de Margaret Thatcher del gobierno. Uno de los problemas que la afectaron fue su euroescepticismo, que tuvo consecuencias políticas con la renuncia de algunos miembros de su gabinete, porque la Primera Ministra se negó a sumarse a la moneda única europea, postura que se mantendría casi como política de estado en las décadas siguientes. También aparecieron algunas encuestas negativas, que podían haber significado el regreso de los socialistas al poder, aunque eso no era seguro.
Hacia 1990 no se podría decir que su liderazgo estaba gastado, pero ciertamente se había ido horadando al interior del Partido Conservador. Desde luego, ya el año anterior habían surgido los primeros desafíos a su liderazgo dentro de los conservadores, aunque ella se impuso en la interna por 314 votos contra Anthony Meyer, que apenas obtuvo 33 sufragios. Sin embargo, tiempo después fue desafiada por Michael Heseltine, quien logró 152 votos frente a los 204 de Thatcher, lo que mostraba una caída importante en el respaldo y también una división creciente. Esto llevó a una serie de consultas al interior del Partido, para tomar la mejor decisión.
La propia Primera Ministra sabía que “no permanecería ni una hora en el Número 10 de Downing Street de buena gana si no contara con una auténtica autoridad para gobernar”, como señalaría en sus memorias de aquellos años. Un momento decisivo se produjo cuando consultó al Consejo de ministros sobre la conveniencia de seguir como jefa de gobierno, pero la mayoría manifestó que debía retirarse del cargo, bajo los riesgos de que experimentara una derrota o que se produjera una división en el partido. “Me sentía descorazonada”, reconocería tiempo después, e incluso pensó dar batalla, pero finalmente decidió prepararse para la dimisión. La Dama de Hierro incluso debió secar algunas lágrimas.
Finalmente, el jueves 22 de noviembre se presentó para leer una breve declaración ante su Gabinete: “Tras efectuar extensas consultas entre mis colegas, he llegado a la conclusión de que la unidad del partido y las perspectivas de triunfo en unas elecciones generales se beneficiarían si yo me retirarse, con el fin de permitir que mis colegas del Gabinete presenten su candidatura a la jefatura del partido. Deseo dar las gracias a todas las personas de dentro y fuera del Gabinete que me han entregado su dedicación y su apoyo”. Se retiraba sin haber perdido una sola elección a la cabeza del Partido Conservador, a diferencia de otros líderes históricos como el propio Winston Churchill.
Después escribió algunas cartas, a Bush y a Gorbachov por ejemplo, y tuvo una audiencia con la Reina, así como preparó su discurso de despedida, que versó sobre su administración y los cambios de la década, con énfasis en el trabajo de los gobiernos occidentales que estuvieron “dispuestos a defender la libertad”. En las elecciones internas del Partido Conservador, John Major derrotó a Michael Heseltine y a Douglas Hurd, y con ello se convirtió en el nuevo Primer Ministro de Inglaterra.
“El miércoles 28 de noviembre fue mi último día como primera ministra”, señala en las páginas finales de Los años de Downing Street. Había llegado el fin de la era Thatcher, quien pasaría para siempre a la historia y cuya sombra se extendería largo tiempo.