Hace medio siglo, el 10 de diciembre de 1970, el escritor ruso Alexander Solzhenitsyn (o Aleksandr) recibió el Premio Nobel de Literatura. La Academia Sueca señaló en esa ocasión que el galardón recaía en él “por la fuerza ética con la que ha continuado las fundamentales tradiciones de la literatura rusa”.
Solzhenitsyn había nacido el 11 de diciembre de 1918, en un momento de cambios en Rusia y en el mundo: un año antes había triunfado la Revolución Bolchevique y apenas unas semanas atrás la Primera Guerra Mundial había llegado a su fin. Era una primera señal: la vida del escritor estaría marcada indefectiblemente por la historia del siglo XX, y conocer su biografía nos ayuda a comprender mejor la trayectoria de Rusia y de los conflictos del tiempo histórico.
El escritor ruso, efectivamente, fue a la vez un legítimo y preclaro representante de la tradición literaria rusa –la de Dosteievski, Tolstoi y Pasternak, entre tantos otros– así como es hijo de la historia dramática del siglo XX, que afectó a su patria quizá más que a cualquier otra sociedad en el mundo. Ahí, precisamente, el escritor ruso vivió, sufrió y encontró las fuentes para su creación.
La obra de Solzhenitsyn contiene muchos textos de autoficción y, por lo mismo, transitan por ella los pesares de su vida, destacando su detención, la vida en el campo de concentración, la represión comunista y la persecución sufrida por décadas. Así se puede apreciar en varias de sus primeras novelas, como Un día en la vida de Ivan Denisovich, Pabellón de Cáncer y El Primer Círculo; igual cosa puede decirse de su monumental obra de investigación literaria: Archipiélago Gulag (hay edición reciente de Tusquets, en tres volúmenes). Tiempo después publicó sus obras sobre la Primera Guerra Mundial y la caída del zarismo, así como esos doloridos ensayos sobre Rusia al volver a su país tras la caída de la Unión Soviética. Su prolífica obra también incluye discursos memorables, poemas y cuentos.
En 1970 fue distinguido con el Premio Nobel de Literatura, reconocimiento de la Academia Sueca que no pudo recibir en persona, ante las amenazas del régimen. El discurso de presentación lo pronunció Karl Ragnar Gierow, de la Academia Sueca, quien destacó que las palabras de Solzhenitsyn “nos hablan de materias que necesitamos escuchar hoy más que nunca, de la indestructible dignidad del individuo”: la literatura del escritor era profundamente humanista, estaba focalizada en cada persona y su destino.
En la ceremonia estaban “presentes” los titanes del siglo XIX, Fiodor Dostoievski y Lev Tolstoi; otros laureados del XX, como Boris Pasternak, y escritores cuyas creación fue prohibida y que hemos venido a disfrutar solamente en el último tiempo, entre los que destaca Vasili Grossman, y aquellos que, como decía Solzhenitsyn, estaban “condenados a crear en silencio hasta su muerte, nunca escuchando el eco de sus palabras escritas”: Achmatova y Zamjatin.
En el discurso escrito para la ocasión, que versó sobre la responsabilidad del escritor y la literatura, Solzhenitysn aprovechó de pensar la tradición literaria de su país, en la enigmática frase de Dostoievski: “la belleza salvará al mundo”. No era una época cualquiera, como resulta fácil comprender: “Nuestro siglo XX ha demostrado ser más cruel que los siglos precedentes y los horrores de sus primeros cincuenta años no se han borrado. Nuestro mundo está siendo sojuzgado por las misma viejas pasiones de la época de las cavernas: codicia, envidia, descontrol, mutua hostilidad; pasiones todas ellas que, con el paso del tiempo, se han conseguido seudónimos respetables tales como lucha de clases, conflicto racial, disputas sindicales”.
Frente a ello, el escritor ruso estaba convencido que el arte y la literatura podían desempeñar una tarea decisiva, superando el aprendizaje limitado de las propias experiencias, ya que “el arte transfiere el peso completo de la experiencia ajena de toda una vida, con todas sus cargas, sus colores, sus jirones de vida; reencarna una experiencia desconocida y nos permite poseerla como si fuese nuestra”. Con ello, asumía una responsabilidad ante la humanidad y ante la historia: “Un escritor no es el juez independiente de sus compatriotas y contemporáneos; es un cómplice de todo el mal cometido es su país natal y por sus conciudadanos”. Por lo mismo, la salvación de la humanidad no estaría en la reproducción del egoísmo, sino “en que cada uno se haga cargo de todo; en que las personas del Este se involucren vitalmente con lo que se piensa en Occidente y en que las personas de Occidente se involucren vitalmente con lo que sucede en el Este”. Eso permitiría luchar, con coraje y haciendo sacrificios, contra dos grandes males que siempre actúan unidos, la mentira y la violencia.
La literatura ofrece algunas sorpresas que conviene tener en cuenta. Una de ellas es que pareciera florecer en medio del sufrimiento y la muerte, con la paradoja que muchas veces el mayor dolor humano es capaz de estimular creaciones de valor perenne. Así ha ocurrido con las guerras y los campos de concentración, como el último siglo mostró profusamente, que fueron fuentes de terror y destrucción, pero también de creación literaria y de heroísmo. Así lo demostró Alexander Solzhenitsyn con su vida y con su obra. Una vida sufrida, en que fue un exiliado dentro y fuera de Rusia, como señala Joseph Pearce en su biografía Solzhenitsyn. A soul in exile (Londres, Harper Collins, 1999).
Después de medio siglo de que recibiera el mayor galardón de la literatura mundial, vale la pena recordar a uno de los escritores más prominentes del mundo, que se transformó también en una de las autoridades morales más relevantes de su tiempo.