Hace 130 años, el 22 de enero de 1891, nació Antonio Gramsci. Por una curiosidad cronológica, el 21 de enero de 1921 –hace exactamente un siglo– nació el Partido Comunista Italiano (PCI), surgido desde el Partido Socialista y uno de cuyos fundadores fue precisamente el pensador y político originario de Ghilarza, Cerdeña.
Gramsci es, sin duda alguna, una de las figuras fundamentales del comunismo en el siglo XX, destacando tanto en el ámbito de la las ideas como en la acción política. Existe una profusa bibliografía sobre el comunista italiano y, como señala Giuseppe Fiori en Antonio Gramsci. Vida de un revolucionario (Madrid, Capiptán Swing, 2015), para conocerlo bien conviene añadir “piernas y cuerpo” a la “cabeza”, considerando que era más conocido el intelectual que el personaje en su propia vida.
Fue parte de una familia de siete hermanos, empobrecida cuando su padre estuvo preso, lo que llevó al pequeño Antonio a trabajar desde los 11 años. Creció con una deformación en la espalda, que le generaba problemas de autoestima; esto se sumaba a que llegó a medir solo 1 metro 50 centímetros. No obstante, comenzó a destacar en otros planos, específicamente en el intelectual. Fue un muy buen estudiante, lo cual le permitió asistir becado a estudiar Filología en la Universidad de Turín. Esta experiencia fue valiosa en el plano formativo, pero también en materia política: fue ahí donde conoció a Palmiro Togliatti, otra de las grandes figuras del comunismo italiano en el siglo XX.
Como muchos en su generación, participó del Partido Socialista Italiano, que vivió un momento de cambios durante la Primera Guerra Mundial, en un mundo que se vio convulsionado por la Revolución Bolchevique, que Gramsci percibió como una transformación fundamental: “la revolución rusa no podía detenerse en la fase Kerenski”, señaló en un análisis del proceso que vivía el gran país bajo el liderazgo de Lenin. Por esos tiempos se consagró con gran dedicación de tiempo al periodismo de opinión, primero a través de las páginas de Avanti y luego mediante L’Ordine Nuovo, “reseña semanal de cultura socialista”, que el 1 de mayo de 1919 fundó junto a Angelo Tasca, Palmiro Togliatti y Umberto Terracini. Por su parte, Gramsci fue secretario de redacción y el alma de la publicación.
Dos años más tarde nació el Partido Comunista Italiano, que adhirió a la III Internacional y reconoció la autoridad de Moscú; el propio Gramsci viajó a conocer la “patria del proletariado”. El pensador y político italiano consagró al PCI los últimos años de su azarosa existencia, o –como él mismo señalaría en 1931– a su vida de “combatiente que no ha tenido éxito en la lucha inmediata”. Si bien había sido elegido diputado en 1924, esto coincidió con la consolidación del fascismo de Benito Mussolini en el poder en Italia y la desaparición de las libertades democráticas. En noviembre de 1926 Gramsci fue arrestado y llevado a la cárcel, donde pasaría prácticamente el resto de sus días, que por lo demás fueron muy productivos intelectualmente: de ahí nacieron los Cuadernos de la Cárcel y se conservan numerosas cartas. Una excelente exposición de su trabajo en estos años está contenido en Antonio Gramsci, Antología (Madrid, Akal, 2013, selección, traducción y notas de Manuel Sacristán).
La importancia histórica del ideólogo italiano es indudable. Fue un filósofo y teórico marxista, que complementó a Marx y Lenin e influyó considerablemente en el marxismo europeo aunque, como explica Eric Hobsbawm en “La recepción de Gramsci”, su impacto sufrió décadas de postergación, diferentes complejidades y estaba sujeta “a las fluctuantes vicisitudes de la izquierda política” (el artículo en Cómo cambiar el mundo, Buenos Aires, Crítica, 2011). En su relativamente corta vida fue periodista y propagandista; tomó clases particulares de filosofía, pero adoptó una posición que implicaba una cultura para la acción. Al igual que Lenin, combinó la teoría con la acción revolucionaria, si bien tuvo claramente menos éxito que el líder bolchevique. En sus ámbitos de acción estuvo presente en los consejos de fábrica (a la manera de los soviets, en 1919 y1920); en las huelgas de abril de 1920 y de 1921, y ciertamente en la fundación del Partido Comunista Italiano.
Sin embargo, sabemos que su aporte principal y más reconocido está en el plano del pensamiento político, pues se trata de una de las figuras intelectuales más relevantes del siglo XX, que logró instalar varios conceptos que han tenido continuidad. Me parece que el libro de Diego Fusaro, Antonio Gramsci. La pasión de estar en el mundo (Madrid, Siglo XXI, 2015), es una excelente introducción –benévola y favorable, ciertamente– para conocer al intelectual italiano. Ahí aparecen tratados aspectos centrales del pensamiento gramsciano, y se asigna especial importancia a la “filosofía de la praxis”.
Gran relevancia cobra el problema de hegemonía, que existe cuando el grupo social dominante ejerce poder, dominio. Sin embargo, no se trata simplemente de un ejercicio político, sino que el grupo social dominante ejerce una dirección intelectual y moral: por lo mismo, quien aspire al poder debe disputar y dirigir antes de llegar al poder. En otras palabras, la clase subalterna puede incrementar su visión y dejar de obedecer al sector dirigente, debe ser capaz de disputar la hegemonía.
Hay muchos aspectos del pensamiento de Antonio Gramsci que vale la pena estudiar y conocer, para lo cual es insustituible leer sus trabajos o las obras sobre su pensamiento. Al respecto, se pueden nombrar algunos ejes que comenzaron a tener gran relevancia en la década de 1970 y que conservan vigencia. Entre ellos se puede señalar que toda revolución ha sido precedida de una auténtica penetración cultural; la importancia que asigna a los conceptos pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad –fórmula de Romain Rolland–, es decir la combinación del realismo con la decisión de cambiar el orden social existente; la noción de que una “emancipación” verdadera solo llegará a través de una combinación entre autoconsciencia, cultura y praxis transformadora.
Por otra parte, hay otras ideas y acciones que no solo son valiosas para los seguidores de Gramsci, sino que son interesantes para quienes se dedican a la vida política, cualquiera sea su postura o vinculación partidista: nos referimos especialmente a la importancia de la formación cultural e intelectual para actuar en la política práctica, idea que ha penetrado ciertamente más en las izquierdas que en las derechas. A modo de ejemplo, llama la atención que en los duros días finales de la Primera Guerra Mundial, con una intensa actividad periodística y política, dedicaba “todas las noches” varias horas a la formación política de los jóvenes, para comentar lecturas, encuadrar problemas y corregir errores (en Giuseppe Fiori, Antonio Gramsci). En otro plano, estando en la cárcel tomó la decisión de no ser un mero “devorador de libros”, sino que debía “leer según un plan y profundizar determinados temas”, manifestación extraordinaria de aprovechamiento del tiempo en circunstancias adversas y de profundización del pensamiento y la propia formación (en Diego Fusaro, Antonio Gramsci). Lo mismo podría decirse al reflexionar sobre la importancia del papel de los intelectuales y otros tantos temas.
Perry Anderson sostiene que la recepción del pensador comunista años después de su muerte se debe en parte a dos características de su obra y legado, que lo ponen muy encima de otros revolucionarios de la primera mitad del siglo XX. La primera es la multidimensionalidad, el amplio abanico de temas tratados, que en realidad parecen interminables; la segunda característica “que hace que estos escritos ejerzan sobre nosotros una atracción magnética, es su naturaleza fragmentaria” (en Las antinomias de Antonio Gramsci, Madrid, Akal, 2018).
A lo señalado por el historiador británico se puede añadir otro factor, referido a las lecturas e interpretaciones de su obra, así como a las formulaciones que podía tener el pensamiento gramsciano a fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI. En este plano, podría servir tanto a quienes han procurado seguir la línea del comunismo histórico de la centuria de su éxito y caída, como a quienes se distancien de esa forma de ver los procesos históricos, prefiriendo desafiar el orden liberal dominante pero sin una revolución marxista-leninista como proyecto político, sino sobre todo mediante una disputa cultural de fondo. Por lo mismo, podría servir para consolidar el proyecto comunista así como para avanzar en otras alternativas desde la izquierda.
Es evidente que el pensamiento político –cualquiera que sea– no comienza ni termina con Antonio Gramsci. Sin embargo, parece claro que el intelectual italiano se ha ubicado con justicia entre los pensadores fundamentales del siglo XX, aquellos clásicos que deben ser leídos y conocidos por partidarios y detractores, y sobre todo por quienes aspiren a una comprensión adecuada de un siglo tan inconstante, veleidoso y contradictorio como fue el que se desarrolló al alero de guerras mundiales, genocidios y bombas atómicas, pero también de un notable desarrollo tecnológico y progreso social. El propio Gramsci vivió y murió bajo esas contradicciones, en la lucha entre los grandes totalitarismos –el fascismo que sufría y el comunismo que apoyaba–, que por esos años parecían haber llegado para reemplazar las fórmulas liberales heredadas del siglo anterior.