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OPINIÓN

Leer, pensar, vivir otras vidas

Leer un libro se puede realizar por razones profesionales, por obligación académica, por alguna necesidad inmediata o por otra razón más o menos elevada. Sin embargo, pocas cosas pueden reemplazar a leer por gusto, a la alegría personal de acercarse a una obra y seguir una historia, al deseo adentrarse en la mente de un escritor y renovar el gozo de una pasión adquirida con el paso del tiempo, al ritmo de numerosos y valiosos libros devorados.

Algunas obras nos llegaron por la recomendación de un amigo, las leímos en el colegio o en la universidad, otros libros aparecieron comentados en algún periódico o revista, quizá algún escritor deslizó sus preferencias en una entrevista o simplemente la casualidad nos llevó hasta narraciones que luego disfrutamos. Un buen librero, un profesor, una nota a pie de página o un recuerdo borroso también pueden conducirnos a una lectura provechosa, como puede servir un ranking o las noticias de premios nacionales y del Premio Nobel de Literatura. En definitiva, muchos caminos pueden conducir a la Roma literaria.

El verano es un buen momento para leer, tradicionalmente, aunque este 2021 sea más curioso por la continuidad del coronavirus, la persistencia de las restricciones de movimiento y las vacaciones interrumpidas o difíciles de organizar. Sin perjuicio de todo eso, es posible que este verano nuevamente tengamos más horas libres que durante un momento cualquiera del año laboral o educacional, por lo que se abren espacios para pasarlo bien, compartir más tiempo con los amigos y con la familia, ver una buena película y también para leer buenos libros.

En un excelente catálogo de lecturas, Clásicos para la vida. Una pequeña biblioteca ideal (Barcelona, Acantilado, 2017), Nuccio Ordine sostiene de forma convincente que “las grandes obras literarias o filosóficas no deberían leerse para aprobar una examen, sino ante todo por el placer que producen en sí mismas y para tratar de entendernos y de entender el mundo que nos rodea”. Por supuesto el listado de libros sugeridos es discutible, podrían sobrar algunos y faltar otros, dependiendo de los gustos y experiencias personales, pero el concepto fundamental se mantiene: el gusto es definitivo para adquirir y continuar con el hábito de la lectura.

Clásicos no son exclusivamente los autores extraordinarios de la Grecia o la Roma antiguas, sino que también otros escritores posteriores cuyas obras podemos leer nuevamente con valor, que no pasan de moda porque no son una moda. En lo personal, creo que La verdad de las mentiras (Madrid, Alfaguara, 2002) de Mario Vargas Llosa, es una excelente selección de ensayos sobre novelas y relatos que aparecieron en el siglo XX, de autores brillantes y diversos, como Thomas Mann, James Joyce, William Faulkner, George Orwell, Virginia Woolf y los rusos Boris Pasternak y Alexander Solzhenitsyn, entre tantos otros. El libro termina con un ensayo titulado “La literatura y la vida”, que contiene una sugerente reflexión: “Hay que leer los buenos libros, e incitar y enseñar a leer a los que vienen detrás –en las familias y en las aulas, en los medios y en todas las instancias de la vida común–, como un quehacer imprescindible, porque él impregna y enriquece a todos los demás”.

Recuerdo una anécdota que me contó una vez Juan de Dios Vial Correa a propósito de una enfermedad que tuvo en su juventud, cuando era estudiante, que lo dejó seis meses en cama o fuera de actividades normales. Ahí pensó de inmediato qué iba a leer en ese tiempo y decidió concentrarse en una sola área del conocimiento, por lo que se concentró en leer historia. Con el paso de los años aún recordaba la provechosa lectura de El otoño de la Edad Media, de Johann Huizinga, libro hermoso y ciertamente muy desconocido entre quienes no se dedican a la historia. La enseñanza que podemos sacar de esta decisión del futuro rector de la Pontificia Universidad Católica de Chile es que puede resultar mejor en un momento determinado elegir un área, un autor, algún tema o una época que nos permitan adentrarnos con más consistencia en una determinada línea de lecturas, profundizar en algún área y consolidar una determinada preferencia.

En lo personal, y fuera de lo que podrían ser consideradas obras de carácter más profesional –en mi caso, la historia contemporánea de Chile– tengo anotadas dos obras para las próximas semanas. La primera narra el dramático conflicto que ha sufrido España en el País Vasco en las últimas décadas, a través del libro de Fernando Aramburu, Patria (Barcelona, Tusquets, 2017, 9ª edición). El otro, en la misma línea, se refiere la historia del Irlanda del Norte y los efectos de la acción del IRA: se trata del libro de Patrick Radden Keefe, No digas nada (Barcelona, Reservoir Books, 2020). Ambos me interesan por las excelentes críticas literarias que han tenido, pero además influye sin duda el deseo de comprender mejor la dinámica del odio político, la división social y sus efectos sobre las sociedades donde se desarrollan.

Al observar esos terrenos tan duros –donde el horror inunda las vidas cotidianas– podemos recrear vidas ajenas, sufrir, empatizar, aprender, disfrutar y adentrarnos en los dramas humanos recientes, de los que ninguna sociedad está libre, bajo diversas circunstancias. Ciertamente, parte de eso se podría reproducir en la propia trayectoria de Chile, en la revolución de octubre de 2019, o en los quiebres institucionales de 1891 o 1973, con sus respectivos estudios y secuelas. Así como el amor y la entrega son fuentes de inspiración literaria, también lo son la violencia y el enfrentamiento. Después de todo, la filosofía, la historia y la literatura tienen en común el interés y la pasión por lo humano, con sus grandezas y contradicciones. Cuando se trasladan a los libros, ahí aparecen entrecruzadas la vida y la muerte, el amor y el odio, la creación y la destrucción, la armonía y la división. Es decir, la vida misma, a través de la riqueza de la literatura.