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OPINIÓN

George Steiner, humanista de Europa

George Steiner nació en París en 1929, luego de que su familia abandonara “la Viena antisemita” cinco años antes. En esa hermosa e histórica ciudad, su padre había presentido “la catástrofe”, un odio creciente contra los judíos, “doctrinal y sistemático”, que circulaba en torno a una deslumbrante cultura liberal, como describe en Errata. El examen de una vida (Madrid, Siruela, 2009).

Desde pequeño Steiner tuvo una formación privilegiada, en lo que también llamó un “festival de exigencias”: el inglés, el francés y el alemán eran para él lenguas maternas y ese rasgo políglota –que describía como “mi mayor fortuna”– se amplió durante su larga vida. Además, siendo niño tuvo clases de latín y griego, y si bien apreció las matemáticas y la música con un gusto que conservaría por siempre, consagró su vida a las humanidades, a la filosofía, la crítica literaria y la literatura.

Al momento de su muerte, el 3 de febrero de 2020, era reconocido como uno de los intelectuales europeos más destacados e influyentes, por sus libros y conferencias, por sus críticas en The New Yorker, sus ensayos y una larga vida dedicada a la enseñanza. Al cumplirse un año de su partida, vale la pena recordar –aunque sea solo parcialmente– su figura, una obra prolífica y un pensamiento fecundo que, en muchos ámbitos, conserva vigencia.

Steiner era un enamorado de los clásicos, incluso hablaba de la “veneración (la palabra no es exagerada) por lo clásico”. Al respecto cuenta cómo su padre leía con él a Homero, lo animaba a que ambos aprendieran de memoria algunos versos de la Ilíada y la Odisea, y siguió escribiendo al respecto toda su vida. El amor por los clásicos significaba querer aquello donde existe un espacio que es “perennemente fructífero”. Las lecturas sobre los clásicos, a su juicio, no son definitivas, ni siempre iguales, sino que son provisionales e incompletas y ofrecen diversas posibilidades.

George Steiner valoraba especialmente sus labores de enseñanza, aunque reconocía que para muchas personas en el mundo universitario y en los centros de estudio hacer clases era perder el tiempo, alejarse de sus verdaderos intereses, centrados casi exclusivamente en la investigación. Quizá por lo mismo no solo dedica un capítulo de sus memorias a recordar a sus profesores, a quienes lo influyeron, lo marcaron e hicieron de él quién fue: además tiene un notable libro dedicado específicamente al tema, titulado Lecciones de los maestros (Madrid, Siruela/FCE, 2007). En Errata reconoce haber tenido “suerte con mis maestros”, quienes lo persuadieron que la relación profesor-alumno era “una alegoría del amor desinteresado”. Con su exigencia y ejemplo descubrió la importancia de estudiar con tesón, de aprender y luego su vocación por enseñar, o “amor por la enseñanza”, como la llama. “Enseñar con seriedad es poner las manos en lo que tiene de más vital un ser humano”, reflexionaba en Lecciones de maestros, donde advertía también: “La mala enseñanza es casi, literalmente, asesina y, metafóricamente, un pecado”. El resultado de “una enseñanza muerta” y de la “vengativa mediocridad” de unos “pedagogos frustrados” ha sido matar en millones de personas las matemáticas, el pensamiento lógico o la poesía. Lamentable.

En general rehuía de la política activa, partidista, contingente. Sin perjuicio de ello, reiteraba su convicción en el valor de la democracia y los derechos de las personas, así como condenaba los totalitarismos. No obstante estimaba que desde el comunismo se había producido mejor arte y literatura que desde el fascismo, porque este último era “una ideología demasiado vil y grosera para originar esas caridades de la imaginación que son esenciales para el arte culto” (en “El escritor y el comunismo”). Con todo, condenaba “el muro del silencio y vituperio” de Alemania Oriental, donde “la mayor parte de sus estudiantes permanecen mudos o en prisión” (en “De Europa Central”. Ambos artículos contenidos en George Steiner, Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano, Barcelona, Gedisa, 2013). Además, en numerosos trabajos y conferencias se encuentran reflexiones sobre los campos de concentración y el Gulag, como grandes manifestaciones de inhumanidad nazi y comunista en el siglo XX.

En su conferencia “La idea de Europa”, Steiner destaca cinco características que distinguen al Viejo Continente: la existencia de los cafés, donde la gente conversa, conspira y realiza debates intelectuales; es un continente –a diferencia de otros– que es caminable, que se recorre con los pies; sus calles y plazas tienen nombres de estadistas, artistas, científicos, militares y filósofos; tiene un origen dual en Atenas y Jerusalén, en la razón griega y en la religión; finalmente, destaca como quinto criterio una “consciencia escatológica”, es decir, de mortalidad de la propia civilización.

Este último tema es recurrente en George Steiner en distintos planos. La decadencia de la civilización occidental ya había sido advertida por pensadores como Oswald Spengler, que las guerras mundiales y los genocidios parecieron poner a primera vista entre las posibilidades próximas. En otras partes se ha referido a la “regresión radical” de la humanidad en el siglo XX, así como ha lamentado las humanidades que no humanizan, la pérdida de la calidad en la enseñanza pública, la pobreza cultural y otros males que parecen enquistarse en la cultura europea y que podrían destruirla: la influencia angloamericana, la uniformización tecnológica de la vida, la cultura del populismo y el mercado de masas.

Por otra parte, el abandono de Dios y de la práctica religiosa podría abrir un espacio a la formación de un “humanismo secular”, que sobre la base de la cultura tradicional de Europa y la dignidad del Homo sapiens, permita “la realización de la sabiduría, la búsqueda del conocimiento desinteresado, la creación de belleza”. Ello exigiría, entre otras cosas, detener la fuga de cerebros hacia Estados Unidos y permitir que en las ciencias y las humanidades florezca lo mejor de la milenaria cultura surgida de la razón y la fe. Cuestión, sin duda, difícil, en medio del abandono religioso, la decadencia educacional y una alta cultura venida a menos.

Quizá Steiner sea demasiado exigente o pesimista en su visión sobre la Europa reciente, de fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI. Sus palabras bien pueden tomarse como una sólida advertencia de uno de sus hijos más dotados y que quiso pensar la vida y cultura europeas más allá de los lugares comunes, la dictadura de la actualidad y la presión de las mayorías. Su elitismo –el concepto lo ocupaba él mismo en muchas oportunidades– tenía un claro sentido de aspirar a las más altas cumbres del pensamiento, el amor por la música, la pasión por los clásicos y el aprovechamiento de una rica tradición milenaria. Volver a Steiner es regresar a esa Europa cristiana y griega, judía y romana, unificada y políglota, capaz de las mayores grandezas culturales y los mayores horrores de la historia.