Este 14 de febrero se cumple un cuarto de siglo desde el asesinato de Francisco Tomás y Valiente, por parte de la ETA (Euskadi Ta Askatasuna, es decir, País Vasco y Libertad). Entre los numerosos actos criminales e irracionales que perpetró el terrorismo separatista vasco, no cabe duda que el crimen del prestigioso catedrático fue uno particularmente absurdo y odioso. Solo unos días antes, el 6 de febrero, había sido asesinado por los etarras el abogado y destacado dirigente socialista Fernando Múgica, en San Sebastián.
Escuché hablar de Tomás y Valiente en mi primer año de Derecho en la Pontifica Universidad Católica de Chile, carrera que más tarde abandonaría para estudiar Historia en la misma casa de estudios. El profesor de Historia del Derecho había citado en alguna oportunidad al jurista español, que tenía una importante y voluminosa obra en la disciplina.
Nacido en diciembre de 1932, cuando los odios comenzaban a enquistarse en la España de la Segunda República, desarrolló una brillante carrera académica desde muy joven; posteriormente fue elegido miembro del Tribunal Constitucional –llegando a ser elegido como su Presidente entre 1986 y 1992–, fue académico de la Real Academia de la Historia y autor de numerosos libros y artículos que están reunidos en los seis volúmenes de sus Obras Completas, editadas por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
El 18 de diciembre de 1995, diez días después de cumplir 63 años, publicó un artículo en El País, titulado “ETA y nosotros”. En esas líneas expresó algunas ideas que vale la pena recordar: habló de “los muertos inocentes, y todos los muertos a sus manos lo son”; denunció que “cada silencio, cada desequilibrio condenatorio, ha sido un balón de oxígeno para ETA, una forma de legitimación indirecta, involuntaria pero eficaz”. Además, aseguraba que si alguien decía que “los etarras son presos políticos, nuevas formas de legitimación indirecta y no querida benefician a los asesinos”, porque “el término de preso político debe quedar restringido para aquellos que expresan sus ideas diferentes a las del poder político antidemocrático que sufren y por las que son encarcelados. A nadie le ocurre tal cosa hoy en España”. Había que evitar los eufemismos, pero también los usos indebidos de los conceptos políticos y jurídicos. Por lo mismo advertía, seguramente a los dirigentes políticos, periodistas y líderes de opinión: “Cuidado con las palabras porque ellas preparan el camino de las balas y de las bombas”.
Tomás y Valiente pensaba que los tribunales debían hacer su tarea, pero que no se resolvería el problema de la ETA en sede judicial. El drama político y social, humano y cultural que significó el terrorismo desatado, las agresiones puntuales o los ataques más indiscriminados de los etarras, debían resolverlo “todos los demás, quienes no somos etarras, ni coreamos con alborozo las juveniles quemas de autobuses, ni queremos ser tolerantes con torpes desmanes callejeros de los alevines de asesinos; quienes pensamos que los asesinos son sólo asesinos; quienes creemos en la racionalidad de la disputa democrática y no en la violencia en cualquiera de sus formas”.
El catedrático estimaba que era necesario fijar una línea divisoria muy clara que pusiera en el bando “de acá” a quienes quisieran enfrentar a la ETA, lucha que no debían debilitar “ni con crímenes injustificables ni con operaciones autodestructivas, ni con palabras irresponsables, ni con negociaciones precipitadas”. De lo contrario, los errores serían cobrados en vidas humanas, “única moneda de cambio que conocen los terroristas”, que lo llevaba a concluir con la “verdadera división bipartita, la única dicotomía clara”: “O ETA o nosotros, espectadores atónitos de sus crímenes, parientes o amigos de alguno de sus cadáveres, y posibles víctimas futuras de la muerte que ellos administran” (la cursiva es mía). Sus últimas palabras fueron autobiográficamente proféticas: “ETA seguirá matando, porque ésa es su única forma de vivir”.
El 14 de febrero de 1996, en la mañana, Francisco Tomás y Valiente se encontraba en su despacho en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid. Hasta ahí llegó Jon Bienzobas Arretxe, alias Karaka, de 25 años, miembro del comando Madrid de la ETA, quien había ingresado haciéndose pasar por un estudiante más. Mientras el profesor preparaba unos exámenes, ingresó a su oficina –eran las 10.48 horas– y lo encontró detrás de una mesa, conversando por teléfono con el catedrático Elías Díaz, de Filosofía del Derecho: el joven etarra le disparó tres balas a pocos metros, tras lo cual escapó en un automóvil que lo esperaba. Se alcanzaron a mirar: el profesor, Valiente como su apellido, el etarra, cobarde y listo para asesinar y huir.
Francisco Tomás y Valiente recibió un funeral impresionante y fue despedido como un verdadero hombre de Estado. Hubo oficios religiosos celebrados por el arzobispo de Madrid Antonio María Rouco; por cierto estuvo presente el presidente del gobierno Felipe González –en sus últimos meses en La Moncloa–; también asistieron seis presidentes de comunidades autónomas; el líder del Partido Popular José María Aznar; los presidentes del Congreso Félix Pons y del Senado Juan José Laborda. Por supuesto, estuvieron la viuda Carmen Lanuza y sus cuatro hijos. El funeral, que se realizó días después del asesinato, fue presidido por el entonces príncipe Felipe, quien había sido alumno de Tomás y Valiente, y también participaron los expresidentes de Gobierno Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo, entre muchas otras figuras del mundo político.
Quienes han estudiado o han vivido y sufrido el drama de la historia de la ETA y su tarea destructiva seguramente tienen muchos recuerdos en la cabeza. Decenas, cientos de atentados y muertes que conmovieron a la opinión pública, hicieron llorar y protestar en silencio o en las calles, tuvieron a familias padeciendo y esperando el rescate de los secuestrados, mientras otros vivían amenazados, extorsionados y perseguidos. Sin embargo, me parece que el asesinato de Francisco Tomás y Valiente marcó un momento especial –no porque su vida valga más o su muerte sea más injusta– sino porque tuvo algo que transparenta muy bien el odio irracional del terrorismo. Quizá podría haber callado o haberse negado a escribir su artículo “ETA y nosotros” y con ello salvar su existencia, pero al precio de “vivir sin dignidad”, como señaló un artículo escrito poco después de su asesinato. Ese 14 de febrero de 1996 le correspondió morir como sabemos –y tal vez como supo que podría ocurrir–, pero con ello dejó un poderoso testimonio de vida y una muerte que tuvo sentido dentro de la insensatez y sevicia del extremismo. Por eso vale la pena recordar y conocer un momento triste y gris de una historia que aún tiene vida y actualidad, aunque en formas distintas a las que conoció España durante décadas.