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OPINIÓN

23F: el golpe de Estado en España (1981)

El 23 de febrero de 1981 fue uno de los días más importantes y dramáticos de la historia contemporánea de España. Después de casi cuatro décadas de régimen del general Francisco Franco y luego de una transición exitosa liderada por Adolfo Suárez, un grupo de uniformados realizó un intento para revertir el proceso político y cambiar el curso de la democracia.

Como ocurre en este tipo de sucesos, se mezclan las contradicciones políticas, la presencia de ciertos personajes, la dinámica de la ideas, así como la evaluación del momento que vive el país –y de su pasado–, lo que lleva a un replanteamiento del orden vigente y a un eventual giro de los acontecimientos. A comienzos de 1981 se dio una especie de tormenta perfecta en España, con un gobierno que había perdido fuerza y respaldo popular, una oposición creciente y un grupo de conspiradores militares dispuestos a realizar una involución política a través de un golpe de Estado. Se había preparado el camino para 23F.

Transcurridos cuarenta años de aquel acontecimiento, vale la pena volver a revisar algunos factores decisivos en la transición española y en la crisis de fines del gobierno de Adolfo Suárez.

La crisis del gobierno de Suárez

El 3 de julio de 1976, Adolfo Suárez (1932-2014) había recibido de parte del rey Juan Carlos el encargo de formar gobierno. Hombre talentoso, atractivo y con gran capacidad de persuasión, expresó desde el comienzo un mensaje sencillo pero lleno de significado, en una España que un año atrás era gobernada por el generalísimo Francisco Franco: “Que los gobiernos en el futuro sean el resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles”, es decir, “que el pueblo español sea dueño de su destino”. El afán democratizador estuvo presente desde el primer momento en los lineamientos de Suárez, quien junto al Rey pertenecía a la “generación silenciosa” –así la llamó The New York Times–, aquella que por su edad y trayectoria no había participado en la guerra civil (citado en Juan Francisco Fuentes, Adolfo Suárez. Biografía política, Barcelona, Planeta, 2014, 3ª edición).

A la hora de las elecciones, Suárez recibió un importante respaldo popular en diversos momentos decisivos, lo que era su gran soporte en momentos en que fallaban los apoyos de políticos relevantes y parecía naufragar su administración. Así, en el referéndum de la Ley de Reforma Política (a fines de 1976), con gran participación electoral, el “sí” logró un impresionante 94,2% de los votos, contra el 2,6% que se opuso, lo que ciertamente facilitó el camino de la transición y la tarea del propio Presidente de Gobierno, reforzado por su propia popularidad.

Eso mismo le permitía tomar ciertas decisiones que podían no ser compartidas por muchos de sus cercanos y partidarios o bien resultaban incomprensibles para muchos. Entre ellas se inscriben las medidas de gracia contra condenados (incluyendo a algunos que lo estaban por terrorismo), el decreto ley de libertad sindical y la supresión del partido único de la España franquista, paso obligado para la democracia pluripartidista que vendría.

A todo ello debe sumarse la legalización del Partido Comunista, en la Semana Santa de 1977, que procuraba incorporar a la histórica agrupación al nuevo régimen: previamente había sostenido horas de conversaciones con el líder del PC, Santiago Carrillo, quien recordaría algunos aspectos de la reunión con quien tenía una gran “habilidad política”: coincidieron en la necesidad de “un amplio pacto político, económico y social” para garantizar una transición que se veía difícil; se imponía “el realismo político”; “la memoria histórica de la guerra exigía evitar cualquier recurso a la violencia, rechazado por la inmensa mayoría de los españoles”, quienes aspiraban a la libertad; los comunistas no buscarían la República hasta “tornar imposible la democracia” y se fue sin que Suárez le pusiera condiciones. “El Sábado Santo Rojo tuve la prueba definitiva de que Suárez era un hombre de palabra y que estábamos en el camino de la democracia”, concluye Santiago Carrillo en Mi testamento político (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012).

Las elecciones generales del 15 de junio de 1977 confirmaron la popularidad del gobernante. Su partido, la Unión de Centro Democrático, logró el 34,4% de los votos, y eligió a 165 diputados, seguido por el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), con el 29,3% y 118 escaños, lo que lo ubicaba como la otra gran alternativa política. Mucho más abajo aparecían el Partido Comunista y Alianza Popular, además de algunos partidos locales. El 1 de marzo de 1979 revalidaría el respaldo popular, al lograr el 34,8% de los sufragios, que le permitió elegir 171 diputados, en unos comicios en que se estima que fue el propio Suárez quien logró inclinar el voto de los indecisos.

Paralelamente, la transición avanzaba a pasos agigantados, conceptual e institucionalmente. En este último plano el aspecto más importante fue la aprobación de la Constitución de 1978, carta fundamental que señaló en su artículo 1 que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”, dentro de una monarquía parlamentaria y fundamentada en “la indisoluble unidad de la Nación española”. En otro plano, se produjo una transformación del lenguaje político, propio de los tiempos de cambio: conceptos como democracia, reconciliación y consenso pasaron a ser parte del escenario político cotidiano, lo que tenía un carácter operativo y no simplemente teórico. Así se puede apreciar con los Pactos de la Moncloa, la propia Constitución y otras circunstancias que facilitaron la consolidación del régimen democrático en la segunda mitad de la década de 1970.

¿Había problemas? Ciertamente, y muchos. Económicos, la irrupción del terrorismo separatista, divisiones internas en el gobierno, sectores que querían ir más lejos de lo que tal vez se podía frente a otros inmovilistas que parecían querer mantener la historia detenida. A ello se sumaban algunos sectores militares, especialmente molestos por el abandono histórico que percibían, el desorden, la violencia subversiva y el riesgo de división del país, entre otros factores. En 1978, la Operación Galaxia llevada a cabo por un grupo de uniformados, confirmó que dentro del estamento militar existía un rechazo que, en realidad, se dirigía contra el cambio político que vivía España. Las ridículas sanciones a los conspiradores tendrían un efecto negativo, como se mostraría en febrero de 1981.

Para entonces, la política había cambiado de manera decisiva, afectando especialmente a Adolfo Suárez, quien había comenzado a perder apoyo entre los suyos, también había manifestaciones de ruptura de los consensos, los socialistas estaban decididos a conquistar el gobierno y los problemas económicos comenzaban a afectar el prestigio de la transición. La escalada terrorista había cobrado 120 víctimas en ese año.

Adicionalmente, en 1980 hubo una moción de censura de parte del PSOE, una división interna en la UCD y presiones militares. “Nunca olvidaré el año ochenta”, recordaría años después Adolfo Suárez, como señala Fuentes en su biografía sobre el líder de la transición. Así lo resume el historiador Santos Juliá, enfatizando especialmente los problemas políticos: “Así estaban las cosas cuando comenzó 1981. Todo el mundo desencantado y Suárez, más que desprestigiado, acorralado, presenta su dimisión el 26 de enero mientras engorda la conspiración cívico-militar” (en Transición. Historia de una política española (1937-2017), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017). El 29 de enero, Adolfo Suárez presentó su renuncia, ocasión en la cual aprovechó de reflexionar: “Yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”

El 23F

El 23 de febrero correspondía el cambio de mando en España: Leopoldo Calvo-Sotelo asumiría en reemplazo de Adolfo Suárez. Sin embargo, esa instancia fue aprovechada por un grupo de uniformados, que procuraban revertir el orden de cosas que estaba teniendo lugar en España. Recientemente el propio Juan Francisco Fuentes ha publicado un breve e interesante libro sobre el acontecimiento, titulado 23 febrero 1981. El golpe que acabó con todos los golpes (Barcelona, Taurus, 2020).

A las 18:22 horas, el teniente coronel Antonio Tejero irrumpió en el Congreso de los Diputados, con su pistola en la mano, ante la conmoción general del hemiciclo. “¡Quieto todo el mundo!”, fue la frase que pronunció el uniformado, a quien algunos reconocieron por su actuación en la Operación Galaxia. Por esas curiosidades de la vida, aunque la investidura de Calvo-Sotelo no se transmitía en directo, sí se estaba grabando, por lo cual lo que sucedió posteriormente quedó registrado aunque los participantes de la jornada no sabían que habían seguido las grabaciones. “¡Al suelo todo el mundo!”, se escuchó a continuación, con una voz imperativa que prácticamente todos obedecieron, con tres notables excepciones. Uno fue el general Manuel Gutiérrez Mellado, quien forcejeó con algunos guardias e incluso con Tejero. Otro fue Carrillo, el mencionado líder comunista, que ante la súplica que se fuera al suelo contestó: “No me sale de los cojones”.

Finalmente, estuvo la figura de Adolfo Suárez, quien permaneció sentado en su lugar, casi inmóvil, desafiante, altivo y sin someterse a los rebeldes. Es la imagen que captura la atención –casi obsesiva y escrita con maestría– de Javier Cercas, cuya obra Anatomía de un instante (Barcelona, Mondadori, 2009) se ha convertido en un texto imprescindible para acercarse al golpe del 23 de febrero de 1981, desde una perspectiva que es literaria, periodística e histórica a la vez.

Tejero dio orden de no seguir disparando: “vais a dar a los nuestros”, fue su convincente argumento. Dicho sea de paso, todavía se encuentran las señales de los disparos en las paredes y el techo del Congreso de los Diputados, como una forma de mantener vivo en el recuerdo aquel acontecimiento crucial de la transición española. Una de las imágenes que también quedó registrada para la perpetuidad fue la de Tejero con la pistola en su mano derecha, mientras su brazo izquierdo se extiende hacia lo alto con la mano abierta.

El golpe, teóricamente, se hacía en nombre del rey Juan Carlos. Había que crear un vacío de poder, tras lo cual debía organizarse un nuevo gobierno, idealmente con un militar a la cabeza y manteniendo la monarquía. Era lo que había unido –al menos en teoría y de manera utilitaria– a los golpistas. Entre ellos se encontraban los generales Alfonso Armada y Jaime Milans del Bosch, quienes debían prestar diversos servicios en la jornada: el primero fue autorizado a negociar una eventual solución al golpe, cuando se desconocía su participación (Armada sería el eventual líder en la sucesión política, aunque propuso una fórmula amplia que no gustó a Tejero), en tanto el segundo llegó a decretar estado de excepción en Valencia, y sacó tanques a las calles. Era una movilización militar que podría ser clave en el caso de que las cosas marcharan por el camino previsto.

Paralelamente, las principales figuras del Congreso fueron trasladados desde el hemiciclo a la Sala de los Relojes: ahí estuvieron Felipe González, Santiago Carrillo, Alfonso Guerra, Agustín Rodríguez Sahagún (ministro de Defensa) y Gutiérrez Mellado. El primero en salir había sido el propio Adolfo Suárez, quien fue conducido a una sala en forma solitaria y en total aislamiento, procurando que no hablara. Sin embargo, en esa situación siguió mostrando su capacidad de persuasión y sentido de autoridad: cuando Tejero lo encañonó con su pistola, Suárez le contestó con un sencillo pero ilustrativo “Cuádrese”, a lo que el teniente coronel respondió dando la media vuelta marchándose del lugar. En la estética de los símbolos, era un triunfo para el Presidente.

Mientras ocurría todo eso en el Congreso, se formaban distintas iniciativas y surgían reacciones civiles y militares contra el golpe de Estado. La respuesta oficial estuvo a cargo de la Junta de Jefes de Estado Mayor, a cargo del general Ignacio Alfaro Arregui, la Comisión de secretarios de Estado su subsecretarios, que presidía Francisco Laína. El Poder Judicial también ratificó su lealtad al Rey y a la Constitución. Hacia el final de la jornada parecía claro que no había otra salida que someter a los sublevados y ratificar la plena vigencia del orden constitucional, cuestión que llevó al Rey Juan Carlos a tomar una decisión crucial para la resolución del conflicto.

El discurso del Rey Juan Carlos

Según algunos de los organizadores del intento golpista, el movimiento militar se realizaba “En nombre del Rey”. Algunos libros y narraciones sobre el 23F insinúan o señalan que Juan Carlos estaba implicado o sabía de la organización del golpe, fórmula que fue repetida por algunos contemporáneos y cronistas del suceso. Sin embargo, con el paso de las horas, don Juan Carlos y la Casa Real establecieron contactos con distintos sectores, para evaluar la acción a seguir y procurar un cambio en la situación, cuyo objetivo principal era la mantención del orden constitucional y de la democracia en España.

Para darle mayor fuerza a su acción, el Rey decidió pronunciar un discurso televisado. Se cuidaron los detalles formales, que reflejaban los galones y manifestaban con claridad el orden de mando, como resume Juan Francisco Fuentes, al recordar los gestos de Juan Carlos: “primero se señaló la bocamanga izquierda y luego la derecha, es decir, el lugar reservado en el uniforme militar a las divisas de la graduación de quien lo viste, en su caso, cuatro estrellas de cuatro puntas, junto a un bastón y un sable aspados y una corona real, atributos de su empleo de capitán general y jefe supremo de las Fuerzas Armadas”.

Con uniforme realizó la grabación de su discurso en La Zarzuela, que luego llevaron sigilosamente a los estudios de Radio Televisión Española, donde fue transmitido a la 1:14 horas del 24 de febrero de 1981.

“Al dirigirme a todos los españoles, con brevedad y concisión, en las circunstancias extraordinarias que en estos momentos estamos viviendo, pido a todos la mayor serenidad y confianza y les hago saber que he cursado a los Capitanes Generales de las Regiones Militares, Zonas Marítimas y Regiones Aéreas la orden siguiente:

Ante la situación creada por los sucesos desarrollados en el Palacio del Congreso y para evitar cualquier posible confusión, confirmo que he ordenado a las Autoridades Civiles y a la Junta de Jefes de Estado Mayor que tomen todas las medidas necesarias para mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente.

Cualquier medida de carácter militar que en su caso hubiera de tomarse deberá contar con la aprobación de la Junta de Jefes de Estado Mayor.

La Corona, símbolo de la permanencia y unidad de la patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum”.

El discurso fue un verdadero golpe político, que tuvo un efecto inmediato y decisivo, cambió el escenario y determinó el fracaso del 23F. Desde luego, impactó sobre la población, que comprendió que la democracia había triunfado sobre el golpismo; pero también sobre los uniformados que se habían sublevado, que perdían cualquier posibilidad de éxito tras horas de decreciente impacto de su irrupción en el Congreso de los Diputados: el Rey había desmontado el supuesto apoyo de la monarquía al golpe del 23 de febrero y aislaba al núcleo duro que permanecía en el Congreso, como resume Fuentes. Con la llegada del día, también se produciría la evacuación del Congreso, la rendición de Tejero y el regreso a la normalidad. Leopoldo Calvo-Sotelo tuvo la sesión de investidura el 25 de febrero, sin mayores sorpresas.

El significado histórico del 23F

Después de los sucesos hubo un juicio a los responsables que fue relativamente breve. Había 33 procesados, de los cuales 17 fueron absueltos y 16 recibieron condena: los más afectados fueron Milans del Bosch y Tejero, con 30 años de cárcel cada uno, por delito de rebelión militar. El resto recibió penas entre tres y seis años. Resultó especialmente polémica la leve sanción a Armada (seis años de cárcel por conspiración) y de José Luis Cortina, comandante del CESID, que fue absuelto.

El ahora expresidente Adolfo Suárez escribió un artículo en El País (3 de junio de 1982) titulado simplemente “Yo disiento”, en el cual expresaba su disconformidad con las sentencias del Tribunal Supremo de Justicia Militar: “Entiendo que las sentencias no protegen de manera suficiente los derechos del pueblo español”, precisando como uno de los puntos delicados “la absolución de algunos oficiales que ejercieron violencia física contra los representantes del pueblo y actuaron con sus armas en contra del poder civil, encarnado en el Gobierno y en el Congreso de los Diputados”. No correspondía apelar a la confusión entre la noche del 23 y la mañana del 24 de febrero para argumentar obediencia debida, considerando que “la actitud del Rey hizo imposible que jugara este engaño”. Quizá no hubo mayor debate ni consecuencias, en un ambiente que se acercaba a vivir un mes de Mundial de Fútbol, España 82.

En otro plano, existe un consenso en que el 23 de febrero de 1981 produjo una doble consolidación en España: por una parte, de la democracia, y por otra parte, de la monarquía, ambas establecidas en la Constitución española de 1978. La transición, con sus altibajos, terminó por consolidarse y ya no habría vuelta atrás, más todavía cuando comenzaron a gobernar tiempo después los socialistas de Felipe González, sin traumas y en plena continuidad institucional.

Por otra parte, el Rey Juan Carlos consolidó su posición, pasó a ser un monarca popular, respetado y querido, para muchos el artífice de la consolidación democrática. Eso provocó que la izquierda –o al menos parte de ella– poco evocadora de la tradición real, se volviera juancarlista al menos, lo que marchaba en paralelo a la consolidación de la monarquía parlamentaria. En realidad, era un sentimiento colectivo el que había triunfado, que resumió muy bien la edición especial del diario El País, que expresaba a página completa: “Golpe de Estado. El País con la Constitución”, juego de palabras que sintetizaba el sentimiento nacional.

Santiago Carrillo evaluó los efectos del golpe del 23 de febrero, asegurando que había producido un debilitamiento del Partido Comunista y el traspaso de su voto hacia el Partido Socialista; por otra parte implicó el desmoronamiento de la UCD y el crecimiento de Fraga, que subió de 8 a 105 diputados (en Mi testamento político). Otros han realizado análisis que destacan algún aspecto específico del suceso: fue “el golpe que acabó con todos los golpes” (Fuentes), permitió que España fuera mejor que en el pasado, fortaleció las instituciones (incluidas las Fuerzas Armadas), facilitó la inserción del país en Europa. Algo hay de cada una de esas cosas. Después de todo, el 23F sigue siendo un acontecimiento central en la historia de España contemporánea, momento en el cual se reunieron “todos los demonios de nuestra historia reciente”, como señaló Javier Cercas en una conferencia el 24 de octubre de 2013.

Era otra España, pero también la misma de siempre, con sus veleidades, crisis y capacidad de salir adelante.