La suspensión de las elecciones para la convención constituyente, alcaldes y concejales y gobernadores no significó la paralización de la vida política y parlamentaria. Por el contrario, diputados y senadores se han visto muy activos en la aprobación del tercer retiro del 10% de los fondos de pensiones, solución presentada en 2020 como una iniciativa por única vez, para ayudar a las personas que estaban teniendo dificultades y lo estaban pasando mal por las consecuencias económicas y sociales de la pandemia.
La situación no deja de ser curiosa. Los datos abundan en el sentido de que el gobierno de Chile ha sido uno de los más generosos en disponer de fondos y ayudas para su población, a mucha distancia de los demás países de América Latina. Sin embargo, se trata de una ayuda que muchas veces se percibe que llega tarde, en medio de discusiones políticas y acusaciones cruzadas, con una pésima comunicación y con escaso impacto sobre el Congreso Nacional, incluso respecto de sus propios parlamentarios.
La situación, a esta altura, es muy compleja, propia de la autodemolición institucional que han asumido en la práctica algunos actores políticos y parlamentarios desde fines de 2019. Vulnerar la Constitución y las leyes no tiene costo especial para los senadores y diputados; buscar el resquicio parece ser una obligación en estos tiempos de descomposición política, en tanto el “parlamentarismo de facto” que vivimos y la derogación de hecho de algunos aspectos de la Constitución representan claramente el momento que atraviesa Chile. No está de más recordar el primer punto del Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, según el cual los partidos firmantes no solo garantizaban su compromiso “con el restablecimiento de la paz y el orden público en Chile”, sino que también su total respeto a “la institucionalidad democrática vigente”. Es probable que triunfe la política de un nuevo 10%, que sería el tercero: eso no quita que la argumentación al respecto es de tanta pobreza como falsedad, en términos de quiénes son sus beneficiarios, lo que parece importar muy poco en el debate público.
En otro plano, el gobierno en general –y el presidente Sebastián Piñera en particular– se encuentran en una situación política peligrosa, casi inexplicable y con un final abierto pero que no se advierte positivo. En primer lugar, porque desde hace mucho tiempo ha perdido toda iniciativa y conducción política; numerosos ministros están enmudecidos o desaparecidos, en circunstancias que deberían estar recorriendo el país, región por región, explicando la agenda gubernativa y el sentido de las medidas del Ejecutivo; habitualmente el gobierno conversa o negocia temas que la oposición ha puesto sobre la mesa, como si careciera de proyecto propio o de capacidad para guiar la agenda.
No hay guerra civil o golpe de Estado a la vista, pero sí una crisis social que se extiende.
A eso se suma otro aspecto particularmente grave, como es la situación del propio Presidente de la República. A estas alturas Sebastián Piñera vive las horas duras de la soledad del poder, aquella en la cual los adversarios se vuelven más intransigentes e incluso los partidarios parecen hacerle la desconocida; los primeros sin respeto por la institución presidencial y los segundos con nula consideración por quien hasta hace algún tiempo era el líder indiscutido de la coalición Chile Vamos. La oposición amenaza con una acusación constitucional contra el presidente Piñera, aunque no existan los fundamentos jurídicos al respecto sino solo diferencias de carácter político, que suelen resolverse por la vía democrática y no por medio de ese recurso extremo pensado para otras circunstancias. Hay quienes dicen que ahora sí estarían los votos en la Cámara de Diputados, y aunque finalmente no consiguiera los dos tercios necesarios en el Senado para hacer prosperar la acusación, el golpe comunicacional y político sería contundente, como hasta este momento lo ha sido la sola amenaza de presentar la acusación. La defensa del gobierno es cada vez más silenciosa y oficial, radica en ministros y funcionarios, carece de mística política y respaldo popular, se siente el vacío de poder y todos parecen estar a la expectativa de la resolución del conflicto.
En buena medida, Sebastián Piñera vive una situación análoga a la que enfrentaron en otros momentos críticos los presidentes José Manuel Balmaceda y Salvador Allende, si bien de distinto carácter y circunstancias. En el caso del gobernante liberal, hacia la mitad de la administración perdió la mayoría parlamentaria que ostentaba al comenzar su gobierno en 1886, lo que llevó a incrementar sus choques con el Congreso Nacional, hasta que se produjo el punto de no retorno en 1890, cuando todo parecía anunciar un enfrentamiento y una ruptura del régimen constitucional. El caso del líder socialista también fue muy complejo, si bien nunca disfrutó de una mayoría en el Congreso ni tampoco tuvo defecciones parlamentarias. Sin embargo, es conocido el hecho de que no contó con el apoyo sostenido de los partidos de su coalición y que el Partido Socialista, particularmente, restó su respaldo en momentos muy importantes de la crisis en 1973.
Solo queda esperar el término de esta autodemolición institucional, para iniciar posteriormente la hora de la reconstrucción.
Hoy la situación es muy diferente, aunque con elementos análogos. No hay guerra civil o golpe de Estado a la vista, pero sí una crisis social que se extiende, sucesos de violencia que se han repetido y justificado en estos últimos dos años, en medio de un proceso constituyente en marcha y una descomposición institucional visible aunque parece no afectar la vida de la población, que ya tiene suficiente con sus propios problemas. Por lo mismo, el escenario no tiene el dramatismo ni el sonido castrense de 1891 y 1973, pero la crisis de los poderes del Estado parece haber ingresado a un punto de no retorno.
En la actualidad, el gobierno carece de conducción política incluso respecto de los partidos que teóricamente lo apoyan, y tiene un apoyo que no supera el 20% en las encuestas desde hace mucho tiempo. Para mayor complicación, la situación se da a pocas semanas de una elección decisiva para el futuro de Chile, que augura malos resultados para la coalición de gobierno. La oposición, por su parte, parece más interesada en generar daños al Presidente y a la derecha, en una verdadera obsesión por regresar a La Moneda a como dé lugar, sin ponderar que las crisis institucionales suelen tener consecuencias mucho más graves y amplias que el daño que se produce al adversario político. Para mayor problema, la polimorfa oposición está dominada políticamente por los sectores más izquierdistas, institucionalmente por los grupos más rupturistas y conceptualmente por aquellos que rechazan la era de la Concertación y el legado de las últimas décadas. Por último, carece de liderazgos potentes dispuestos a explicar, arriesgar y derrotar al populismo.
Quizá el gobierno y la oposición ya viven su punto de no retorno, tras haber arriesgado demasiado tiempo haciendo lo mismo, cuando era evidente que había que actuar distinto, ser más creativo y original, pensar y actuar políticamente (el gobierno), obrar constitucionalmente (la oposición), dejando de lado las fórmulas más convencionales, las zonas de confort y el triunfo fácil pero imprevisible en sus consecuencias. Solo queda esperar el término de esta autodemolición institucional, para iniciar posteriormente la hora de la reconstrucción, que probablemente tendrá muchos cambios, no solo en la letra de la constitución, sino tal vez en el cambio dentro del sector dirigente. Es hora de que los chilenos reflexionen con serenidad, pero también es el momento de actuar con decisión: después de todo destruir es más fácil que construir, en tanto recuperar las bases del progreso económico y social es un imperativo nacional en tiempos grises y contradictorios.