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OPINIÓN

Elecciones: La hora de la verdad

Finalmente, llegaron los días de las elecciones. Para ello, previamente hemos debido pasar largas campañas y cambios de fechas, en medio de una pandemia de dimensiones insospechadas, además de la crisis social, económica y política que ha acompañado a Chile desde octubre de 2019. Sin embargo, como ocurre cada cierto tiempo en las democracias del mundo, ha llegado la hora de la verdad: el resultado de las urnas.

El voto de los ciudadanos evoluciona a través del tiempo. Por ejemplo, en Chile se ha ampliado considerablemente el cuerpo electoral en el último siglo, con la incorporación del sufragio femenino universal y otras reformas que han democratizado el sistema político. También han cambiado los sistemas electorales, de binominal a proporcional; mientras los cargos unipersonales se definen en una elección (alcaldes) o bien tienen segunda vuelta (los gobernadores); hay comicios locales y nacionales, para el Congreso Nacional o para la Convención constituyente, con voto obligatorio o voluntario, con encuestas más o menos acertadas. No obstante, en todos los casos es posible advertir la adrenalina y el anhelo de victoria, las esperanzas de un futuro mejor, así como la sensación de tener una nueva oportunidad para cambiar el curso de la historia.

La democracia es, en buena medida, lo que son sus elecciones, aunque ellas no agoten el sistema. En el caso de Chile, como explica el excelente y completo trabajo reciente de Joaquín Fermandois, la democracia es el sistema que ha acompañado al país por casi un par de siglos. Lo ha hecho de manera progresiva y por cierto con dificultades, su desarrollo ha estado vinculado a la situación internacional y ha experimentado momentos difíciles en el último tiempo (en La democracia en Chile. Trayectoria de Sísifo, Santiago, Ediciones UC/CEP, 2020).

La sociedad chilena, en términos generales, tiene buenas expectativas sobre los resultados de la Convención Constituyente. No resulta claro de dónde deriva exactamente esta ilusión –seguramente del espíritu de octubre de 2019–, aunque sí se trata de una tendencia que se ha repetido en los diferentes procesos constituyentes que ha vivido Chile desde los lejanos comienzos de su vida republicana hasta hoy. Desde entonces era perceptible una ilusión constituyente muy clara, que muchas veces se vio frustrada en la realidad.

¿Qué puede ocurrir efectivamente en la Convención? El tema permanece abierto, y bien podría ser una gran victoria de la sociedad chilena como podría transformarse en una nueva decepción. Son varios los factores que podrían conducir a un fracaso del proceso constituyente y de la nueva carta fundamental. En primer lugar, está el riesgo del inmovilismo, o bien del gatopardismo: es decir, la vieja fórmula de que todo tiene que cambiar para que todo siga igual. En otras palabras, hacer algunos cambios cosméticos, sin que se modifiquen aquellos aspectos que causan molestias en la población, que impiden el desarrollo o engañan por sus promesas sin tener consecuencias en la realidad social. La educación es un ejemplo paradigmático al respecto: muchos recursos involucrados, aumentos millonarios de presupuestos, algunas reformas legales y la calidad sigue más o menos igual, muy al debe (especialmente en la enseñanza básica y media).

En segundo lugar, se mantiene el peligro de la incertidumbre. No se trata de tener dudas por unas semanas o meses, sino que la falta de certezas se mantenga por años, que haya constitución pero no régimen de gobierno estable, o que comience a regir pero sin estabilidad real, en medio de una caída en las inversiones y en la calidad de vida de las personas. Algunas de estas cosas ya las vivió Chile en el pasado, especialmente en el plano institucional: en la década de 1820, durante la denominada anarquía, y también entre 1925 y 1932, cuando la Constitución de 1925 estaba vigente pero no lograba asentarse. En ambos periodos caían diversos gobiernos, las leyes quedaban a medio camino y había administraciones de facto, todo en medio de un sistema que no lograba consolidarse a pesar de las promesas constituyentes.

En tercer lugar, existe la perspectiva cierta de chocar contra la realidad. La constitución, ilusamente, podría establecer una serie de mecanismos de poder y derechos de las personas muy bien descritos y atractivos para la opinión pública, pero poco practicables en la realidad, ajenos a las posibilidades de la economía o simplemente por establecidos por la demagogia reinante, como por lo demás ha ocurrido en algunos países latinoamericanos. Esto se podría hacer con buenas razones augurales, con promesas de seguir avanzando en un determinado camino o bien porque así lo señalan los “mínimos comunes” de los constituyentes. Pero otra cosa es transformar un derecho declarado en algo vivido, y las contradicciones al respecto pueden ser notorias, como mostraban algunos de los derechos proclamados en la Constitución de 1925. ¿Quién resolverá las contradicciones que se produzcan: el tiempo o los tribunales de justicia? ¿Permanecerán como engaños escritos constitucionalmente o serán borrados por falta de uso?

Finalmente, existe la posibilidad de que triunfen quienes desean que la Convención fracase en sus resultados, de manera de que la vía institucional parezca una quimera. Aquí podrían producirse negociaciones e incluso chantajes políticos para lograr los dos tercios en un determinado tema; también podría darse el caso de que un determinado grupo use su “tercio” como un derecho a veto para no avanzar, en vez de tener una fuerza política importante precisamente para lograr acuerdos y procurar la mejor constitución posible. Después de todo, la Convención constituyente, tal como fue concebida por el acuerdo del 15 de noviembre de 2019, no responde exactamente a la idea original de Asamblea constituyente (“sin partidos”, como decía muchas veces la voz de “la calle”). Por el contrario, es muy probable que esta Convención se parezca a una Cámara de Diputados 2.0, con las diferencias del caso: paridad, la integración prevista de los pueblos originarios y algún otro aspecto. Para que la nueva constitución sea aceptable, querida y de todos, requiere un acuerdo amplio y una votación muy contundente en el plebiscito de salida, y nada de eso está asegurado.

Seguramente, como en otras cosas, será necesario un nuevo aprendizaje político al respecto, el que deberá ser rápido y con resultados visibles. De lo contrario, Chile podría entrar en un proceso tan querido como poco comprendido, anhelado y execrado a la vez, atacado por los matinales y las redes sociales, con poca confianza en los inversionistas y que detenga por algún tiempo el crecimiento económico y el progreso social. Eso sería lamentable, un resultado no buscado pero posible y que conviene evitar con logros inmediatos y un claro sentido de futuro. Ha llegado la hora de la verdad con las elecciones, pero todavía queda camino para construir el éxito de la nueva constitución.