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OPINIÓN

Los límites de los programas presidenciales

A un mes de las primarias presidenciales de la izquierda (Frente Amplio y Partido Comunista) y de Chile Vamos, los candidatos de ambos conglomerados han presentado sus programas o propuestas programáticas, en parte por las exigencias legales y también por la necesidad de que la ciudadanía las conozca de cara a tan importante evento electoral.

No cabe duda que la mayor polémica se ha manifestado en torno a la propuesta programática de Daniel Jadue, lo cual era esperable considerando que se trata de un militante comunista, que presenta el proyecto de cambios más profundos entre los distintos candidatos. Rápidamente recibió críticas por la dificultada para financiar sus medidas, y porque junto con consagrar derechos, limita algunos otros (propiedad y libertad de prensa, por ejemplo), y por cierto por la historia de los países gobernados por regímenes comunistas. Como una curiosidad o ironía –en otros tiempos habría sido un insulto–, algunos de sus partidarios consideran que el programa de Jadue es simplemente socialdemócrata.

No obstante, es preciso observar el tema en su conjunto. Sin analizamos solamente el siglo XX, o incluso los programas presidenciales desde el retorno a la democracia, no cabe duda que Chile sería muy distinto si se hubieran cumplido todas y cada una de las propuestas de los distintos candidatos que resultaron ganadores en su momento. En el pasado no habría existido inflación y la vivienda para cada familia habría reemplazado la realidad de las “poblaciones callampa” y las tomas de terreno. En las últimas décadas Chile sería un país desarrollado, sin desigualdad, con “más y mejores pensiones”, mejor salud para todos y una educación de calidad que sería la envidia de las demás naciones. Y, sin embargo, el país vive una crisis que, entre otras cosas, ve una clara pugna entre las expectativas y la realidad.

El problema no es que Chile no ha progresado, porque los logros son evidentes en las más diversas áreas económico-sociales. El asunto es otro: las campañas desatan una dinámica a veces demagógica de promesas y ofertas que después es imposible de controlar y que genera malestar y decepciones. La mayor dificultad no radica en la elaboración de los programas, pues habitualmente los distintos candidatos tienen gente inteligente, preparada y con experiencia, que son capaces de levantar propuestas de gobierno que conducirán a un Chile mejor, cada uno desde sus respectivas veredas doctrinarias y partidistas. El verdadero problema radica en el cumplimiento de las propuestas, cuestión difícil y compleja, que cuenta con dificultades de origen –programa demagógico o populista en sí mismo difícil o imposible de cumplir– o bien de desarrollo, por los obstáculos prácticos, que no se consideraron al momento de elaborar el proyecto, olvidando que hacer política no es edificar sobre tierra arrasada, sino que es la difícil articulación de la vida y la libertad en la vida social, con todo lo que ello implica. En otras palabras, los programas en sí cuentan con límites que los perseguirán durante todo el periodo presidencial.

El primer límite de los programas de gobierno es la realidad social y económica. Se puede prometer cualquier cosa, pero no se puede hacer cualquier cosa. Esto, que es obvio, no lo entienden con facilidad todos los dirigentes políticos: las reformas tributarias siempre “recaudan” más durante la discusión legislativa o en los programas que en la realidad, lo que lleva a nuevas alzas tributarias, porque los recursos no alcanzan. Un cambio en el precio del cobre altera también la disponibilidad económica, así como ningún sistema educacional ha mejorado históricamente por decreto. Ciertamente, la Constitución y las leyes son un importante límite de realismo, particularmente para aquellos que quisieran violarlas sin tener consecuencias.

El segundo límite es de naturaleza política. En esto hay dos factores principales: la acción de la oposición y la actitud de los partidos de gobierno. Los presidentes Frei Montalva y Allende sufrieron con sus propias agrupaciones, el Partido Demócrata Cristiano y el Partido Socialista, respectivamente; otros gobernantes han preferido fórmulas más personalistas que una integración real de sus coaliciones. En cuanto a la oposición, podría existir mayor o menor colaboración, lo que eventualmente permitirá acuerdos relevantes y facilitará la gobernabilidad (ambas situaciones se han visto en los últimos tres años, desde mesas de trabajo hasta una intransigencia muchas veces incomprensible). A todo esto se suma otro problema, que también es de naturaleza política: es la correlación de fuerzas. El gobierno tiene el legítimo derecho a querer ver la realización de su programa, pero el mismo pueblo que elige al Presidente de la República también lo hace con el Congreso Nacional, que podría tener una mayoría opositora, por voluntad popular. Además, el Senado y la Cámara de Diputados son parte de un poder del Estado, no meros buzones de la voluntad presidencial, y bien podrían oponerse a uno o varios aspectos de un programa de gobierno: fue lo que ocurrió con la “vía chilena al socialismo”, en una disputa sin solución; lo mismo ha sucedido durante la administración el presidente Sebastián Piñera.

El tercer límite se refiere al liderazgo de quien asume la Presidencia de la República. Es probable que el régimen de gobierno experimente modificaciones en la eventual nueva constitución, pero la figura del Presidente tiene una trayectoria histórica y un poder presente que son indudables. Designa numerosas autoridades, guía el camino, concentra adhesiones y rechazos, lidera la coalición de gobierno y maneja gran parte del presupuesto nacional. Por lo mismo pasan a ser muy importantes la capacidad que tenga para mantener la unidad de su coalición y persuadir de sus decisiones, así como para ampliar la base de sustentación del gobierno y convencer a sus adversarios en temas relevantes. También podría ocurrir que se produzca un cambio de planes a mitad de camino, lo que ciertamente altera “el programa”, los afectos y la confianza: eso le ocurrió a Frei Montalva con la Reforma Agraria (prometía 100 mil nuevos propietarios) o a Piñera con el matrimonio igualitario (su cambio de opinión pasó a ser un factor político relevante). ¿Qué harán los futuros candidatos: respetarán sus programas o los modificarán en temas fundamentales? ¿Experimentarán cambios de opinión que traicionen la confianza de parte de su coalición? ¿Serán más consistentes o más volubles? Ciertamente, es un problema real de los programas presidenciales.

Por último, podríamos mencionar un cuarto límite importante, que se refiere a la comprensión del tiempo histórico. En las distintas coaliciones –más cuando se trata de grupos amplios que aspiran a la Presidencia de la República– hay distintas posturas, historias, ideologías, votos divergentes en el pasado y una visión parcialmente diferente sobre el futuro. Por lo mismo, es preciso entender esa realidad: en la derecha, la presencia de tradiciones liberales, socialcristianas, conservadoras, nacionalistas y gremialistas; algunos adhirieron a Pinochet y/o a Piñera, pero también hay concertacionistas desencantados y ciertamente nuevos votantes sin historia electoral. En la izquierda hay comunistas y socialistas, populistas y “progresistas”, ex Concertación y frenteamplistas, hay nostálgicos de la Unidad Popular y la Cuba revolucionaria de Fidel, pero también otros que miran al futuro con cierto aire mesiánico y fundacional. Un triunfo de Boric o de Jadue en noviembre necesariamente desatará una fiebre de rebeldía y ánimos revolucionarios, que rápidamente deberán ser contrastados con la realidad, las posibilidades, el carácter del gobernante y la correlación de fuerzas. Cualquiera sea el gobierno que comience en marzo de 2022 tendrá duros y blandos, reformistas y revolucionarios (en la izquierda), más inmovilistas o más reformistas (en la derecha), y en todos los sectores habrá algunos más estatistas y otros que manifiesten más confianza en la sociedad civil o la iniciativa de las personas. Por lo mismo, vivirán contradicciones internas, cada uno asumiendo que su interpretación del momento que vive Chile es la correcta, y quizá olvidando la importancia que tiene comprender la complejidad de la política y, por ende, la necesidad de combinar conservación y cambio, de articular Estado y sociedad civil y otras tantas fórmulas que definen los gobiernos reales y no los que circulan en los programas y en las fases de campaña.

Creo que es necesario leer los programas presidenciales, tanto de los candidatos que competirán en las primarias como de aquellos que resulten definitivamente inscritos para el 21 de noviembre próximo. Sin embargo, es necesario tener una cosa clara en la cabeza: no nacerá de ninguno de ellos el Chile del futuro. Una patria mejor, más humana, más unida, más libre y más justa, requiere de cambios políticos e institucionales, de reformas legales y acuerdos, incluso de cambios estructurales y modificaciones en el Estado. Los problemas más profundos de la sociedad van por otra parte y requieren cambios de actitudes más que de programas, un trabajo arduo, permanente y decidido por el bien del país, fortalecimiento de la familia, el desarrollo integral de los niños y adolescentes, y otros aspectos que deben poner a las personas y no al Estado o al dinero en el centro de las preocupaciones.

Una buena inspiración podría seguir la lógica de lo que Juan Pablo II denominó “las causas morales de la prosperidad”, en su visita a Chile en 1987. Si los programas presidenciales y los gobiernos contribuyen, tanto mejor.