Este domingo 4 de julio se inauguran las sesiones de la Convención Constituyente, elegida el pasado 15 y 16 de mayo en comicios realizados a lo largo de todo el país. En la labor que se les ha encomendado comienzan a mezclarse las esperanzas y los temores, en un proceso inédito en la historia de Chile, que ha comenzado con algunas fricciones y amenazas.
Uno de los primeros problemas se manifestó a comienzos de junio, cuando la llamada “Vocería de los Pueblos de la revuelta popular” presentó una suerte de manifiesto con su postura sobre la Convención y la tarea que les asistía. En uno de los aspectos centrales de su declaración, los 34 convencionales expresaron: “Como constituyentes portadoras y portadores de mandatos colectivos que provienen de territorios, movimientos y organizaciones sociales, manifestamos nuestro compromiso democrático con el ejercicio soberano de los pueblos”. A continuación agregaba: “Nos llamamos a hacer efectiva la soberanía popular de la constituyente, expresada tanto en el reglamento como en las normativas que debe darse, sin subordinarnos a un Acuerdo por la Paz que nunca suscribieron los pueblos. Lo afirmamos también respecto de toda la institucionalidad de nuestro país, que habrá de someterse al fin a la deliberación popular”.
Esta afirmación causó de inmediato críticas cruzadas y debates, y es importante tenerla en mente porque resulta claro que seguirá en la discusión pública de los próximos meses y seguramente será uno de los temas centrales durante el trabajo de la Convención constituyente. El problema de fondo radica en la comprensión de un concepto clave, trabajado desde hace años por los movimientos sociales que gestaron la “rebelión popular” o “revolución” de octubre de 2019: el poder popular constituyente. Se refiere a aquel poder “que puede y debe ejercer el pueblo por sí mismo” para construir libremente el Estado que le parezca necesario para su mayor desarrollo y bienestar, como señala Gabriel Salazar en un difundido y breve texto En el nombre del poder popular constituyente (Chile, siglo XXI) (Santiago, LOM Ediciones, 2011). Una de las ideas fundamentales de esta visión es que una Asamblea Constituyente debe ser impuesta, ejecutada y fiscalizada por la misma ciudadanía, en la convicción de que es un error delegar esa tarea en la clase dirigente, pues esta no llevará adelante los cambios revolucionarios necesarios.
Desde la crisis del 2019 en adelante han surgido muchos libros y trabajos que analizan las posibilidades del nuevo texto constitucional, pero pocos se detienen en esta idea, que tampoco ha formado parte de la preocupación principal de la prensa y de la clase política, aunque continúa estando en el corazón de las demandas “de la calle” y de amplios sectores sociales que provocaron la ruptura más importante que ha tenido la democracia chilena desde 1990.
Los 34 convencionales entienden –como agregan en su documento de junio– que su “poder constituyente originario” es plenamente autónomo y puede “reordenar el cuerpo político” de la sociedad. Por lo mismo el proceso “debe ser expresivo de la voluntad popular, reafirmando su carácter constituyente sostenido en la amplia deliberación popular y la movilización social dentro y fuera de la convención”. Diversos intelectuales han sostenido esta concepción en los últimos años y vale la pena conocerlos, para entender una dimensión alternativa a la tradición chilena. De lo contrario, no podrán comprenderse las contradicciones presentes al interior de la Convención y, específicamente, con la Lista del Pueblo.
El propio Gabriel Salazar sostiene que en octubre de 2019 el pueblo mestizo y el pueblo ciudadano fueron protagonistas del “más grande y temible reventón social de toda la historia de Chile”. Uno de los problemas vigentes sería que los sistemas de mercado y las constituciones hechas a su medida no saben perder ni morir, por lo que “es preciso matarlos”, algo que solamente la ciudadanía “en posesión total de sus poderes soberanos, puede hacer”. El resultado debe ser “la imposición ciudadana de una nueva y esta vez legítima Constitución Política del Estado” (en Acción Constituyente. Un texto ciudadano y dos ensayos históricos, Santiago, Ediciones Tajamar, 2020. Los destacados en el original).
La misma idea está presente en un libro de Sergio Grez, Asamblea Constituyente. La alternativa democrática para Chile, que cuenta con anexo documental del “Foro por la Asamblea Constituyente” (Santiago, América en Movimiento, 2019, 3ª edición corregida y aumentada [Primera edición, 2015]). Grez sostiene que “la rebelión de los pueblos de Chile” planteó con más fuerza que nunca “las cuestiones constitucionales y constituyentes”. Junto con criticar las limitaciones del acuerdo del 15 de noviembre, afirma que “una verdadera Asamblea Constituyente es un organismo soberano, libre, autónomo, no sujeto a poder alguno”. Una Declaración Pública del Foro incluida en el libro precisó sin ambigüedades: “solo aceptaremos una Asamblea Constituyente soberana, libre y democrática”.
Un tercer ejemplo lo otorga Mario Garcés, quien afirmó tras los acontecimientos de octubre de 2019 que “el horizonte más ‘revolucionario’, más político y más transformador de la actual coyuntura de movilización social es la posibilidad de avanzar hacia una Asamblea Constituyente”. Entre las tesis o explicaciones de la “revolución democrática” que viviría Chile está que “la mayor disputa política del tiempo venidero será la capacidad del pueblo movilizado por imponer su voluntad democrática a la clase política”, eventualmente presionando a los “constituyentes oficiales”. En otras palabras, concluye, “en rigor, el pueblo puede actuar dentro de la legalidad preestablecida, pero también de manera fáctica” (en Estallido social y una Nueva Constitución para Chile, Santiago, LOM Ediciones, 2020).
Por cierto hay otras referencias y análisis, pensadores y actores del movimiento político que vive Chile, que comparten de manera parcial si bien amplia los postulados de la Lista del Pueblo y la reivindicación de un poder soberano, un poder constituyente originario, popular y con voluntad transformadora, que se daría de manera única en la historia de Chile. El candidato del Partido Comunista ha abogado por eliminar las barreras y limitaciones de la Convención; el académico de la Universidad de Chile Eric Palma se ha preguntado “¿Por qué le tienen miedo a un poder constituyente originario que se va a ejercer para una república democrática?” (El Mercurio, jueves 1 de julio de 2021). En otras palabras, el tema está instalado y no tiene visos de desaparecer de la agenda pública, política y constitucional.
El tema de fondo, me parece, es doble. Primero, porque existe una evidente contradicción de visiones sobre la naturaleza, funciones y límites del órgano constituyente, cuestión que precedió al 18 de octubre, se mantuvo tras el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución y ha reemergido con más fuerza en los últimos meses a raíz de la instalación inminente de la Convención. La disputa emana de la disputa –muchas veces académica, hoy práctica– entre el poder constituyente originario y el poder constituyente derivado, lo que implica plenas facultades o bien atribuciones limitadas, lo cual ciertamente representa alternativas muy disímiles.
La segunda discrepancia de fondo radica en si habrá pleno respeto a las reglas acordadas y a la Constitución vigente o bien se dará la posibilidad de acudir a las vías de hecho, eventualmente el uso de la violencia y la posibilidad de saltarse las normas vigentes, corriendo el cerco de lo posible. Todo indica que los 34 voceros continuarán con su postura, que incluso ha ido creciendo dentro de la Convención, para lograr algo lo más parecido posible a la Asamblea Constituyente que esperaban tener en algún momento de la “revolución de octubre”, antes de que los sectores políticos llegaran a un acuerdo político que “la calle” rechazó y de la cual el Partido Comunista se restó.
En momentos de disputa por la hegemonía, de debates sobre conceptos políticos fundamentales y en un momento constituyente decisivo en la historia de Chile, la comprensión de nociones como el poder constituyente popular –“movimiento social de intención revolucionaria” en palabras de Salazar– se vuelve una necesidad permanente. Ahí radicarán parte de los problemas y contradicciones del proceso constituyente en marcha. Después de todo, como entendería seguramente la voz de la calle, los partidos podrían estar planificando una maquillaje constitucional en vez de una verdadera revolución, con lo cual la rebelión popular de octubre terminaría nuevamente frustrada y traicionada. Por otra parte, vulnerar los acuerdos de noviembre de 2019 y las reglas por las cuales fueron elegidos los convencionales sería una clara violación del estado de derecho y de la propia Constitución. Ahí está el nudo de la cuestión: hay una contradicción de fondo, que algunos supusieron zanjada con el acuerdo del 15 de noviembre, pero en un proceso que claramente sigue siendo amenazado por la fuerza de los hechos y los debates ideológicos vigentes.