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OPINIÓN

La caída de Carlos Ibáñez del Campo (26 de julio de 1931)

Carlos Ibáñez del Campo (1877-1960) fue uno de los personajes más importantes de la política chilena en el siglo XX. Militar, Presidente de la República y senador, marcó la vida pública del país entre 1924 –cuando irrumpió la juventud castrense con su famoso “ruido de sables”– y 1958, cuando terminó su segunda administración.

Efectivamente, en septiembre de 1924, tras cuatro años de gobierno de Arturo Alessandri Palma, la oficialidad joven del Ejército irrumpió en la sala del Senado haciendo sonar sus sables para protestar por la discusión de la dieta parlamentaria. En una semana la situación del país cambió radicalmente: se aprobaron leyes sociales y militares, luego Alessandri salió del país con permiso constitucional y el Congreso Nacional fue clausurado. El 11 de septiembre la Junta Militar publicó su Manifiesto, en el cual expresaba algunas ideas centrales, entre las que destacaba la convocatoria a una Asamblea Constituyente para dar vida a una nueva carta fundamental.

Uno de los cambios más decisivos que se produjo en la política chilena en aquel septiembre de 1924 fue la aparición de Carlos Ibáñez del Campo, personaje político influyente desde entonces casi hasta su muerte. El uniformado desarrolló una carrera meteórica hacia el poder, que ha sido muy bien narrada en el documentado estudio de Enrique Brahm, Carlos Ibáñez del Campo. El camino al poder de un caudillo revolucionario (Santiago, Centro de Estudios Bicentenario, 2020).

A Ibáñez le correspondió encabezar otro golpe de Estado, el 23 de enero de 1925, contra la Junta de Gobierno que lideraba el general Luis Altamirano, por considerar que esta administración no avanzaba en la dirección esperada y que había abandonado los objetivos de la revolución. “Mi general: el que habla, como jefe de los oficiales que me acompañan y en representación de la mayoría de los oficiales del Ejército, venimos a pedirle la inmediata entrega del Gobierno”, fueron las escuetas palabras del coronel Ibáñez al general Altamirano al tomar el gobierno, cuando nuevamente dio vuelta el curso de los acontecimientos.

La principal consecuencia del golpe de enero de 1925 fue la formación de una nueva Junta de Gobierno, ahora presidida por Emilio Bello Codesido, que pidió a Arturo Alessandri regresar a Chile. El León aceptó, pero exigió que los militares debían regresar a sus cuarteles y que había que convocar a la Asamblea Constituyente. Sin embargo, existía otra novedad: Ibáñez fue designado ministro de Guerra, y a su regreso a Chile el propio Alessandri lo mantuvo en su gabinete. En la práctica, el coronel Ibáñez se había transformado en el hombre indispensable, que había consolidado el soporte militar a su tarea, como el líder principal de la revolución, y a su vez ostentaba un apoyo creciente en los sectores civiles, graficado en su integración a las tareas de gobierno.

Incluso una vez aprobada la Constitución de 1925 se produjo una situación curiosa, que consolidó su presencia: Alessandri le pidió la renuncia a todos sus ministros, pero Ibáñez decidió permanecer en el cargo, lo que llevó al León a abandonar el poder. Las primeras elecciones bajo la nueva carta fundamental llevaron a La Moneda a Emiliano Figueroa Larraín, quien mantuvo a Ibáñez como ministro de Guerra. Había comenzado entonces el camino de Ibáñez hacia el gobierno de Chile.

Gobierno, éxitos, crisis y protestas

Entre 1925 y 1927 Chile vivió una situación excepcional. Aunque la Constitución de 1925 consagraba la vigencia de un régimen presidencial, en la práctica Figueroa Larraín administró el poder bajo una lógica parlamentaria. Sin embargo, el hombre fuerte del nuevo régimen continuaba siendo Carlos Ibáñez, y durante ese tiempo diversos elementos presentes en la realidad política chilena contribuyeron a pavimentar su camino al poder.

Por una parte, existía la percepción en las filas castrenses de que no habría depuración política o administrativa bajo las formas políticas tradicionales, que poco habían cambiado a pesar de la promulgación de la Constitución de 1925. Por otra parte, existía el deseo –o incluso la necesidad– de contar con un poder fuerte para llevar a cabo las reformas expresadas desde 1924 (a lo que se sumaba el ejemplo italiano y español de aquellos años). Finalmente, estaba presente el liderazgo indiscutido de Ibáñez a nivel de las Fuerzas Armadas y especialmente dentro del ejército, como intérpretes de los anhelos de cambio en el país.

En 1927 renunció el presidente Emiliano Figueroa, agotado por los problemas y disputas con el propio Ibáñez, ya ministro del Interior y luego vicepresidente de la República, y quien decidió postularse a la Presidencia de la República. Fueron unas curiosas elecciones, en las que prácticamente corrió solo, pues su desafiante Elías Lafferte se encontraba incluso deportado. En un discurso decisivo, Ibáñez manifestó: “Si intenciones aviesas pretendieran perturbar la obra honrada de un Gobierno cuya finalidad suprema y única es el bien de la Patria, no omitiré sacrificios propios ni ajenos para guiar al país por la senda justa, para mantener el orden, aunque al término de mi período, en vez de poder declarar que me he ceñido estrictamente a las leyes, sólo pudiera afirmar, repitiendo la frase histórica: ‘Juro que he salvado a la República’” (Mensaje de Carlos Ibáñez al Congreso Nacional, 21 de Mayo de 1927). Obtuvo el 98% de los votos.

Así llegó a La Moneda un hombre que en 1924 era prácticamente desconocido en Chile. El régimen que formó, sus apoyos y detractores, la vida política y económica de su tiempo, están bien explicadas en el completo tomo de la Historia de Chile 1891-1973, de Gonzalo Vial, cuyo Volumen IV está dedicado a La dictadura de Ibáñez (1925-1931) (Santiago, Editorial Zig Zag, 2001). Ahí se puede apreciar el trabajo de Pablo Ramírez, el influyente ministro; el crecimiento del aparato estatal y paraestatal; la importancia de conceptos como el estatismo y el nacionalismo; el Congreso Termal y la siempre vigente presencia de grupos opositores dentro y fuera del país; además de la intervención del Poder Judicial y la represión contra los opositores.

En la primera etapa de su gobierno, Ibáñez logró tener realizaciones y gozó de popularidad. Adicionalmente, logró dejar atrás la sensación de desgobierno y desorden que se había apoderado del país en los años siguientes, así como también pudo dejar atrás los resabios de parlamentarismo que aún subsistían. Alberto Edwards resume el significado profundo del gobierno de Ibáñez de la siguiente manera: “Por eso, en mi entender, el gran servicio que su actual Presidente ha tenido la fortuna de prestar a la República, es la reconstrucción radical del hecho de la autoridad. Sabemos que alguien gobierna al país y que éste le obedece. Ello es lo esencial. Como dice la Biblia, lo demás nos será dado por añadidura. Hay quienes no saben todavía ver los peligros que hemos evitado; pero estos idealistas van siendo pocos” (en La Fronda Aristocrática en Chile, Capítulo XLIII, “La reconstitución del poder”, Santiago, Imprenta Nacional, 1928).

Sin embargo, con el tiempo la situación comenzaría a cambiar y la popularidad del Presidente empezó a decaer. En esto se mezclaban aspectos internacionales, como la crisis económica mundial, con otros de carácter interno, como el deseo de mayores libertades públicas.

26 de julio: la hora de la despedida 

1931 comenzó con Ibáñez en el gobierno, en su cuarto año de mandato constitucional. El Presidente no pudo concluir regularmente su período, como tampoco lo había hecho su predecesor, Emiliano Figueroa Larraín. Chile tenía gobiernos, pero no existía un régimen que funcionara de manera adecuada.

Para entonces la oposición se manifestaba de diversas formas. Desde luego, había grupos organizados que incluso buscaban la caída de Ibáñez por la vía de los hechos, como lo declaró el propio Arturo Alessandri tiempo después: “Desde el primer momento nos reunimos los expatriados en afectuosa camaradería y concordamos en que no solamente podíamos, sino que debíamos gastar hasta el último de nuestros esfuerzos para derribar la dictadura y restablecer en el país el imperio de la ley” (Recuerdos de Gobierno, Tomo II, Santiago, Editorial Nascimento, 1967). Los esfuerzos opositores se dirigían al menos en cuatro sentidos: recaudar fondos; escribir en la prensa bonaerense (Galvarino Gallardo en La Crítica); tener reuniones con los expatriados; recabar informaciones y contactos en Chile. Por otra parte, se podían observar huelgas de profesionales y “fronda callejera”, como sintetiza Armando de Ramón en su interesante artículo “La caída de Ibáñez. 26 de julio de 1931” (revista Mensaje, N° 300, julio de 1981). Otras actividades surgían de la agitación estudiantil, tanto de la FECH como de estudiantes de la Universidad Católica, que se fueron haciendo cada vez más intensas. Entre los líderes juveniles se encontraban Julio Barrenechea (Presidente de la FECH en 1930 y que militó en el grupo socialista AVANCE) y Bernardo Leighton (futuro líder del Movimiento Nacional de la Juventud Conservador y fundador de la Falange Nacional). Ellos se parapetaron en la Universidad de Chile, con banderas que decían Lex y Libertad y no salieron pese a ser conminados por las autoridades. La muerte del joven Jaime Pinto a manos de la policía había encendido los ánimos y la situación podía desmadrarse en cualquier momento. Su funeral fue el 25 de julio.

Había un problema mayor: Ibáñez no lograba controlar el orden público, que era una de las garantías que siempre había sido capaz de dar a la población. Por otra parte, los sucesivos cambios de gabinete no surtían efectos y el gobierno parecía desfondarse, a pesar del respaldo de algunos civiles leales y del apoyo de las Fuerzas Armadas y de Orden. “Los acontecimientos se precipitan”, le expresó Ibáñez a Juan Esteban Montero al invitarlo a formar un nuevo ministerio. La respuesta fue escueta y categórica: “No puedo aceptarle, Presidente, porque ya un gabinete no es solución: el país pide su retiro”. El Presidente estuvo de acuerdo, y ese 26 de julio su gobierno llegó a su fin. Algunos de estos diálogos y circunstancias aparecen reproducidos en el breve pero interesante libro de Raúl Marín B., La caída de un régimen (Santiago, Imprenta Nacional, 1933).

A las 15 horas el Congreso Nacional recibió la siguiente comunicación del presidente Carlos Ibáñez: “Fiel a mis procedimientos de inspirar todos mis actos en el bien de la patria y consciente de que mi permanencia en el poder es un obstáculo para la cooperación y concordia de todos los chilenos en las graves circunstancias que vive la República, he entregado el poder al Presidente del Honorable Senado, quien me subrogará con el carácter de Vicepresidente, en conformidad a lo dispuesto en el artículo 66 de la Constitución Política del Estado, y deseando quedar en situación de poder salir del territorio de la República, hasta por un año, vengo en solicitar la autorización constitucional correspondiente”. De esta manera, Pedro Opazo Letelier asumió el encargo, quien a su vez designó a Juan Esteban Montero como ministro del Interior, que luego asumiría como vicepresidente de la República. Se iniciaba una nueva etapa que –contra lo esperado– no fue de restauración constitucional o democrática, sino de una verdadera anarquía, con varios gobiernos en un año y medio, en un Chile incapaz de encontrar un régimen político civil y que garantizar la continuidad institucional.

¿Por qué cayó Ibáñez? ¿Qué lo llevó a renunciar en vez de procurar seguir en el poder? Veamos lo que dijo el propio Presidente a Luis Correa Prieto, en su larga entrevista aparecida como libro, titulado El presidente Ibáñez. La política y los políticos, apuntes para la historia (Santiago, Orbe, 1962). “Primero a que los grupos tradicionales no se conformaron jamás con perder su influencia”, lo cual los había llevado a conspirar y a intentar regresar al poder antes de la fecha prevista constitucionalmente, que era 1933. “Segundo, a los efectos de la crisis económica. Una catástrofe financiera mundial que provocó el más profundo desequilibrio que conocieron los pueblos. Esta situación fue bien aprovechada por mis enemigos”. A esto Ibáñez sumaba un tercer argumento: “Pero en aquellos días estaba cansado de luchar y me sentía físicamente decaído”, lo que indica que probablemente sufría alguna depresión. Más adelante agregó que era “un hecho casual, pero lamentable. Me hizo meditar”. “Puede Ud. tener la seguridad –señalaba a Correa Prieto– que si me hubiera sentido sano, no hubiera ocurrido lo del 26 de julio”. Por último, concluía Ibáñez, renunció porque “no deseaba que se repitieran derramamientos de sangre”.

Chile había tenido muchos años de desorden y búsqueda de organización constitucional. Desde 1920 en adelante hubo presidentes que no lograron terminar su periodo –Arturo Alessandri Palma, Emiliano Figueroa Larraín y Carlos Ibáñez del Campo–; existieron golpes de Estado y los militares pasaron a ser actores políticos relevantes. Murió un régimen institucional con varias décadas de duración, el parlamentarismo, y también se acabó la Constitución de 1833, que se había extendido por casi un siglo. En su reemplazo surgió la Constitución de 1925, pero que no estuvo realmente operativa hasta diciembre de 1932, cuando Alessandri regresó a La Moneda. No está de más señalar que desde la caída de Ibáñez, el 26 de julio de 1931, hasta fines de 1932, Chile tuvo en total nueve gobiernos, si contamos a los dos grandes “caudillos” del periodo: el León de Tarapacá y el coronel Ibáñez.