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OPINIÓN

Chile y la pobreza

Durante gran parte de su historia, Chile fue un país relativamente pobre con un pueblo también pobre. Sus riquezas más importantes fueron el salitre a fines del siglo XIX y comienzos del siguiente, en tanto el cobre se transformó en la principal fuente de recursos en el siglo XX. Hacia 1950, por mencionar una fecha cualquiera, el país se caracterizaba socialmente por tener grandes bolsones de pobreza, la creación de poblaciones “callampa” en los alrededores de las ciudades, la existencia de numerosas personas viviendo en condiciones miserables, una cantidad considerable de niños que padecían desnutrición y otros tantos factores que incidían en generar una situación social muchas veces lamentable y lamentada.

Por lo mismo, no es casualidad que una serie de autores del mundo social, cultural y político haya denunciado lo que podríamos llamar la “crisis chilena”. Entre muchos otros, se puede mencionar a Salvador Allende con La realidad médico-social chilena (1939), el padre Alberto Hurtado, y su vibrante libro ¿Es Chile un país católico? (1941), el doloroso análisis histórico de Julio César Jobet y su Ensayo crítico del desarrollo económico y social de Chile (1951), Jorge Ahumada y su reconocido trabajo En vez de la miseria (1958) y Aníbal Pinto, quien escribió Chile. Un caso de desarrollo frustrado (1959), título elocuente para un país que tenía una democracia relativamente sólida, pero con una sociedad sumida en el subdesarrollo.

Ese fue el contexto del surgimiento de algunos proyectos transformadores en la década de 1960, liderados por Eduardo Frei Montalva y la Democracia Cristiana –la “Revolución en Libertad”– y por Salvador Allende y la Unidad Popular, en la denominada “Vía chilena al socialismo”. En ambos casos no se trataba simplemente de cambiar a las autoridades del poder Ejecutivo, sino de acometer cambios estructurales, verdaderas revoluciones (el concepto mágico de la época), para darle a Chile un futuro diferente. En gran parte del análisis subyacía la situación de miseria en que vivían millones de compatriotas y la necesidad de revertir de manera urgente esa realidad.

La historia, compleja y veleidosa, marchó por un camino diferente. El régimen militar nacido en 1973 instaló cambios profundos en materia económico-social y política. Lo primero se expresó en la creación de un sistema económico de libre empresa, la vigencia de la propiedad privada sobre los medios de producción, la apertura al comercio exterior y el resguardo de los equilibrios macroeconómicos, así como en la focalización del gasto público en los sectores más pobres. En el orden político, una nueva Constitución pasó a regir los destinos del país, que estuvo vigente hasta el 2005, aunque muchas de sus características o principios extienden su vigencia hasta el presente. En buena medida, los gobiernos posteriores a 1990 conservaron las líneas fundamentales del sistema económico vigente, si bien realizaron cambios importantes en materia constitucional y apelaron a ciertas ideas que consideraban gravitantes, como “crecer con equidad” o “crecer con igualdad”. Esto último implicaba conservar el crecimiento económico –que desde 1984 se había consolidado con fuerza, iniciando una etapa inédita en la historia nacional– pero poniendo énfasis en que los beneficios del progreso alcanzaran a toda la población.

Uno de los aspectos más notorios del éxito proclamado por los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia fue su capacidad para reducir la pobreza y contribuir a crear una gran clase media en Chile. En realidad, la situación había comenzado un poco antes, según las mediciones de la Encuesta CASEN, que permiten comparar formas similares de medición. En 1987 había un 45% de pobreza en Chile, la que fue disminuyendo y tres años después –al momento de la restauración de la democracia– llegó al 38%. Esta cifra se encontró la Concertación y desde ahí en adelante, los éxitos siguieron mostrando los resultados en la lucha contra la pobreza, donde se podía apreciar una reducción sistemática, que permitió llegar en torno al 10% para el Bicentenario, en uno de los mayores logros económicos y sociales de la historia nacional. Para mayor claridad de lo anterior, no se trata simplemente de un tema económico o materialista, sino que es mucho más profundo: millones de personas mejoraron efectivamente sus condiciones de vida, pudieron asistir a la educación superior y pasaron a tener oportunidades que sus padres o abuelos nunca soñaron.

Como sabemos, esto trajo aparejados otros problemas, propios de las sociedades de ingresos medios o de las clases medias, a veces olvidadas en las políticas sociales. Ahí está radicado en parte el origen del desencanto de la última década, algunas bases del estallido social del 2019 y ciertamente del cambio político que se ha producido en Chile. Sin embargo, es preciso analizar un problema en su dimensión más amplia. Junto con enfrentar una revolución social como la de octubre de 2019, Chile ha tenido desde entonces una crisis institucional muy profunda, que ha llevado al estudio de una nueva Constitución. Quizá por lo mismo ha permanecido opacado un factor de gran relevancia y enorme urgencia presente: el regreso de la pobreza, tema tan olvidado que prácticamente ha desaparecido de las noticias en los últimos meses, a pesar de las preocupantes informaciones que nos han llegado. La pobreza ha aumentado en Chile, muchas personas han caído o han vuelto a vivir en la pobreza: de acuerdo a la encuesta CASEN –conocida hace pocas semanas– entre el 2017 y el 2020 los números experimentaron una dolorosa noticia, al aumentar la pobreza del 8,6% al 10,8% y la extrema pobreza del 2,3% al 4,3%. En términos personales, esto significa que hoy hay más de dos millones cien mil personas en condiciones de pobreza y 800 mil en extrema pobreza. Adicionalmente, numerosas manifestaciones sociales acompañan esta mala nueva. Por ejemplo, hoy más familias viven en campamentos que hace diez años, así como ha aumentado la deserción escolar, lo que se suma a otros fenómenos preocupantes como la existencia de más de 500 mil “ni-ni” (jóvenes que no estudian ni trabajan), en el contexto de un mercado laboral que hoy ofrece menos oportunidades.

Como es obvio, podríamos considerar que gran parte de este problema se debe a una coyuntura específica, marcada por la pandemia del coronavirus y sus efectos económicos y sociales. Sin embargo, el tema es mucho más profundo y se arrastra por más tiempo, quizá por unos tres lustros. Efectivamente, en los últimos quince años se ha producido un evidente deterioro en la economía, con números más bien mediocres observados en conjunto, pérdida de dinamismo y de ciertos consensos económicos y sociales básicos. Las grandes razones para la superación de la pobreza en las últimas cuatro décadas han sido el crecimiento económico (sin duda el factor más decisivo) y las políticas sociales (también relevantes, complementarias del tema central). Como contrapartida, podríamos decir que la pobreza aumenta cuando hay crisis económicas (1982, 1998, 2008 y 2020), así como no disminuye por políticas públicas inadecuadas.

Todo esto plantea un gran desafío inmediato y hacia el futuro. Creo que la clave está en instalar nuevamente a la pobreza como una prioridad nacional, para concentrarnos en que nadie en Chile viva en estas condiciones, con todas sus consecuencias. Por lo mismo, la tarea principal vuelve a ser la creación de trabajo, que permita a las personas no solo aportar sus talentos y capacidades a la sociedad, sino también llevar dinero a sus respectivas familias, que les permita salir adelante. A ello se deben sumar políticas públicas adecuadas, algunas de las cuales deben ser particularmente urgentes (por ejemplo, terminar con los campamentos y facilitar que cada familia tenga una vivienda digna), en tanto otras deben ser consistentes en el tiempo (mejorar sustancialmente la atención de salud para los sectores más vulnerables, las pensiones para aquellos que están en situación de pobreza o extrema pobreza y aumentar los índices de retención escolar, así como la inserción temprana de los niños más pobres dentro del sistema escolar formal).

Por cierto, el tema es mucho más amplio y complejo, así como hay elementos que están fuera del alcance de las personas o las autoridades. También es verdad que el coronavirus ha sido un golpe devastador para la economía y para los empleos. Sin perjuicio de ello, es hora de abordar el problema de la pobreza de manera integral y con mentalidad ganadora, para generar las condiciones que permitan un crecimiento económico efectivo, un Estado al servicio de las personas y sus familias, la creación de fuentes de trabajo y el apoyo a quienes lo han perdido, así como persistir la convicción de que un país que funciona requiere que todos sus miembros salgan adelante y tengan el mayor desarrollo material y espiritual posible. Para todo ello, derrotar la pobreza sigue siendo una prioridad fundamental.