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OPINIÓN

Violencia, Lastarria y Mandela

A partir del 18 de octubre del 2019, la violencia empezó a tener una relevancia política a la que no estábamos acostumbrados. Si bien, antes de esa fecha también habían existido actos importantes de violencia como en las manifestaciones, movilizaciones estudiantiles y en La Araucanía, ese día se marca un punto de inflexión respecto a la masividad de ésta, pero también de cierto apoyo ciudadano y político.

El proceso constituyente ha estado marcado por la violencia, tanto en su inicio, como -lamentablemente- en su desarrollo. No es casualidad que el acuerdo que dio el puntapié inicial al proceso se haya denominado “por la paz y la Nueva Constitución” y se haya firmado en horas de la madrugada de una de las noches con más hechos de violencia que ha vivido nuestro país.

En los días recientes hemos visto algunos hechos que dan cuenta del protagonismo que ha tenido este fenómeno en la discusión pública. En primer lugar, el recrudecimiento de los hechos violentos en la llamada “zona cero”, incluyendo los graves daños sufridos por los locatarios y clientes del popular barrio Lastarria en pleno centro de Santiago. En segundo lugar, la declaración de 105 constituyentes llamando a liberar a los “presos de la revuelta”, que son personas en prisión preventiva o condenados por los delitos violentos ocurridos desde el 18 de octubre. Además, quisieron agregar los detenidos por diversos delitos a propósito de la violencia en La Araucanía. Y, por último, las declaraciones de la presidenta de la Convención Constitucional respecto a que ella no era Mandela como para exigir el cese al fuego por parte de grupos terroristas en la Macrozona sur.

Lo anterior resulta particularmente grave, pero nos permite comprender el problema político a cabalidad. Algunos grupos o personeros políticos dicen condenar la violencia, pero en paralelo se oponen a la aplicación de las leyes contrarias a estos hechos y, también, al uso de las herramientas que tiene el estado de derecho para controlar los diversos atentados. Sin esto, la condena a la violencia queda en el mero campo de las buenas intenciones y no en la búsqueda activa de la paz social como garantía fundamental, necesaria y excluyente en una democracia.

A diferencia de lo que señala Elisa Loncón, todos los demócratas saben que el rechazo a la utilización de armas por parte de grupos particulares no es un estándar que solamente es exigible para grandes estadistas, sino que es el estándar mínimo para todo ciudadano y autoridad que cree que la democracia es el mejor sistema para resolver los conflictos del plano político. Si renunciamos a esto, lo que está en peligro no será solamente la integridad física de las víctimas de la violencia, sino también nuestra democracia y el estado de derecho.