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OPINIÓN

Educación y libertad de enseñanza

La educación suele estar en la palestra de la discusión pública, habitualmente con ribetes polémicos y en general sin que los temas del debate se concentren efectivamente en la enseñanza y el aprendizaje.

Las últimas semanas han sido claras en este ámbito. Por ejemplo, este miércoles 18 de agosto se cumplieron 10 años desde la marcha de los paraguas, que se desarrolló en el contexto de las movilizaciones estudiantiles universitarias de 2011 y que ha sido especialmente reivindicada por sus promotores. Por otra parte, el pasado 12 de agosto se realizó la sesión de la Cámara de Diputados para debatir la acusación constitucional contra el ministro de Educación Raúl Figueroa, que finalmente fue rechazada. Las razones de las supuestas faltas de Figueroa parecían forzadas y curiosas, en medio del esfuerzo de la cartera por procurar el regreso a clases de los niños y jóvenes de Chile, especialmente de los sectores más vulnerables.

Es evidente que ambas situaciones son diferentes, pero transcurren por el mismo carril lateral de la educación: el de la batalla política, en un caso por las protestas para conseguir ciertos cambios legales o institucionales, como la denominada educación “gratuita y de calidad” o el fortalecimiento de las universidades estatales y de la enseñanza del Estado en general. El segundo caso mezcla los temas de la enseñanza con aquellos vinculados a la pandemia del coronavirus y la posibilidad de provocarle algún daño al gobierno.

El tema de fondo, según me parece, debería incluir dos áreas fundamentales si en realidad queremos mejorar la educación chilena. La primera se refiere a los medios y los objetivos que permiten una mejor enseñanza y un aprendizaje más completo y valioso, que potencie la formación intelectual e integral de los estudiantes. La segunda corresponde a aspectos institucionales de carácter nacional, entre los cuales destacan dos principios fundamentales: el derecho a la educación y la libertad de enseñanza. Y estos dos aspectos, el de la enseñanza y el aprendizaje, así como el de los criterios básicos de la organización del sistema, resultan fundamentales a la hora de proyectar la educación chilena del futuro.

Sería una gran noticia que Chile se convirtiera en un país donde la educación fuera una prioridad nacional de verdad, no en la dimensión de la discusión ideológica o de las campañas políticas, sino en la realidad. Hoy claramente no lo es, como puede apreciarse por muchas razones: la pedagogía no es –ni de lejos– una actividad que goce de gran prestigio social, como tampoco postulan a ella los mejores puntajes en las pruebas para ingresar a las universidades; los establecimientos educacionales no han regresado a la normalidad desde hace 18 meses, a pesar de los esfuerzos que se han realizado en materia sanitaria y la favorable experiencia de otros países; no hay una prioridad real sobre la calidad de la enseñanza, tema del que se ha hablado por años; el aprendizaje de miles de niños no es el adecuado en distintos niveles, como prueban tanto las pruebas nacionales como las internacionales; la deserción escolar ha aumentado e incluso se ha instalado la violencia en muchos establecimientos. Demasiadas notas negativas en un tema que debería ser fundamental.

La educación debería ser un motor de realización personal y el corazón del progreso futuro del país. Para ello se requiere una concentración especial en la sala de clases, en el aprendizaje efectivo, en procurar que nadie se quede atrás. Lamentablemente, sabemos que todavía existe un porcentaje muy alto de niños que no entiende lo que lee incluso en cuarto básico. Algo que debería haberse solucionado en primero básico se posterga sin solución, sin planes remediales suficientes y con predecibles malos números hacia el futuro, en la enseñanza media o en las pruebas de selección universitaria. El problema no es de puntajes o de ponderar las pruebas estandarizadas más de lo que corresponde, sino de comprobar la triste noticia que se repite cada año: los peores resultados están en los establecimientos educacionales a los que asiste la mayoría de los chilenos, mientras que los mejores resultados se concentran en la enseñanza particular pagada. Es evidente que ahí se está perdiendo mucho talento y capacidades, lo que exige un esfuerzo multiplicado de mejoramiento de las escuelas, los profesores y el aprendizaje de los estudiantes. El proyecto “Escuelas arriba” del Ministerio de Educación va en la dirección correcta –por cuanto procura recuperar y nivelar aprendizajes–, pero es evidente que se requiere un trabajo mucho más intenso y sistemático al respecto, en el sector estatal y en la sociedad civil.

Por su parte, en el plano institucional, hay dos criterios que resultan fundamentales. El primero es el derecho a la educación, cuyas manifestaciones prácticas se han expresado de manera progresiva en la historia de Chile. A partir de 1920 hubo enseñanza primaria obligatoria (que se extendía por seis años y se amplió a ocho en el gobierno de Eduardo Frei Montalva). Fue el presidente Ricardo Lagos quien extendió la obligatoriedad y gratuidad hasta la enseñanza media. Asimismo la educación superior se ha ampliado considerablemente en las últimas décadas: si a mediados del siglo XX apenas unas decenas de miles de personas estudiaba en las universidades, desde hace algunos años las cifras superan el millón de jóvenes en la enseñanza superior universitaria y técnica, con todo lo que ello significa (entre otras cosas, que muchos son los primeros de su familia en llegar a las universidades).

El segundo criterio es la libertad de enseñanza, que se manifiesta en los distintos niveles: parvularia, básica, media y superior. Ella implica el derecho preferente de los padres y de las propias personas a decidir el sistema de enseñanza que prefieran, así como el derecho a abrir y a organizar establecimientos educacionales. En esto es importante comprender el valor de la libertad y la realidad de la diversidad de la sociedad chilena, que ha permitido el nacimiento de distintos proyectos educativos. En la enseñanza escolar hay establecimientos con y sin religión (y en este caso de diversas confesiones); de enseñanza básica, media o de ambas; de hombres, mujeres y mixtos; humanistas y técnicos; particulares pagados, y subvencionados estatales o particulares; centrados en algún idioma especial, en la música o en el deporte.

Lo mismo ocurre en materia universitaria. Hay instituciones estatales, privadas y tradicionales no estatales; con Investigación consolidada o más incipiente; centrada en las ciencias, en algunas carreras profesionales o cubriendo un arco más o menos completo de las disciplinas; con una historia larga o breve; en la capital o en regiones; pertenecientes al Consejo de Rectores o no. En fin, nuevamente emerge aquí la diversidad de Chile y su expresión en el ámbito educativo.

¿Qué consecuencias debe tener la combinación del derecho a la educación con la libertad de enseñanza? Una de carácter institucional: es conveniente que la constitución y las leyes reconozcan estos principios y los potencien, para el mejor desarrollo de la educación y el progreso de la sociedad. Luego, exige una consecuencia práctica: un Estado comprometido en los diferentes niveles para ampliar el acceso a la educación y para financiar al mayor nivel posible un sistema de efectiva calidad. Asimismo, un compromiso efectivo con las personas, especialmente con las de menos recursos, para que puedan acceder a la mejor enseñanza posible en las instituciones que elijan, a nivel escolar (mediante la subvención) o superior (a través de gratuidad, becas o créditos). En esto debería existir un criterio de justicia general, que es la no discriminación hacia las personas, de manera que puedan hacer efectiva su libertad y el Estado no se convierta en un obstáculo para las familias y las personas.

La educación podría ser en el futuro una prioridad nacional, pero para eso se requiere mucho trabajo y convicción, una verdadera “cruzada” por la enseñanza, como la que existió en otros momentos de la historia.

Alejandro San Francisco 

Director de Formación IRP