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OPINIÓN

El ataque a las Torres Gemelas (11 de septiembre de 2001)

En diversas partes del mundo, durante estos días hemos visto la repetición de las imágenes –a la vez dramáticas y mortales – de los ataques contra las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001.

Han pasado ya 20 años y mucha agua bajo el puente, y lo cierto es que las imágenes todavía aparecen impregnadas en nuestra memoria. Es posible que cada uno recuerde dónde estaba en esa oportunidad, cómo se informó de la noticia, el impacto que le produjo y la discusión que originó. El siglo XX había terminado, felizmente, dejando atrás la Guerra Fría y numerosos dolores. El siglo XXI comenzaba con un ataque terrorista sin parangón y los efectos de aquello no tardarían en quedar en evidencia.

Las consecuencias del ataque se manifestaron de inmediato y fueron desastrosas. En primer lugar, están las víctimas: casi 3 mil personas murieron en esa oportunidad. Por otra parte, se suma un aspecto material y simbólico a la vez, como fue la caída de las Torres Gemelas, transmitida en directo hacia el mundo. Desde el punto de vista histórico, el acontecimiento representaba un gran cambio, considerando que, durante el siglo XX, Estados Unidos libró sus guerras internacionales en territorio extranjero, con la excepción del ataque japonés a Pearl Harbor. Sin embargo, aquí la cuestión era diferente: el ataque se dirigió contra el territorio continental de la gran potencia, en el corazón de una de sus ciudades más icónicas y reconocidas del mundo, Nueva York.

Me parece que el presidente George W. Bush tuvo dos momentos relevantes después del ataque, que ciertamente cambió el tono y el sentido de su gobierno. En un primer instante, defendió a su país del ataque terrorista y declaró la guerra a quienes habían atacado el 11 de septiembre. Luego, extendió la amenaza contra Irak, dirigido entonces por Sadam Hussein, bajo el argumento de que tenía armas químicas de gran peligro; con el tiempo se probó que se trataba de una excusa para llevar adelante el ataque. En buena medida, fue la lógica de haber denunciado la existencia de un “eje del mal”, que debía ser combatido por los Estados Unidos como una nueva lucha propia del siglo XXI: la guerra contra el terrorismo.

Por lo mismo, el mundo adoptó dos posturas diferentes frente al ataque y sus consecuencias. En un primer momento, la reacción fue de completa solidaridad, considerando la gravedad del ataque, las muertes y el drama humano y político que significó. Sin embargo, no existió el mismo apoyo para cada actividad bélica que quisiera emprender la gran potencia, ni en su definición ni en sus formas, precisamente porque muchas veces superaban los límites de lo correcto –por la mantención de algunos centros de detención o por la falta de respaldo real para emprender una guerra– o la lógica de los conflictos contemporáneos. Así se pudo apreciar durante el ataque a Irak.

Hay otros aspectos que surgieron a propósito del ataque a las Torres Gemelas y las guerras de los Estados Unidos en Asia, que se han manifestado en cambios importantes a nivel mundial. Por ejemplo, resulta claro que en las últimas dos décadas Estados Unidos ha dejado de ser esa potencia prácticamente única que existía en el mundo unipolar con el cual concluyó el siglo XX: algunos argumentan que es precisamente por la actitud norteamericana posterior al 11 de septiembre. Como sabemos, China y Rusia se alzan como grandes fuerzas económicas y políticas, que pueden poner en tela de juicio el liderazgo norteamericano y cambiar el eje del poder internacional. No obstante, la razón del problema no es que Estados Unidos se haya involucrado en guerras lejanas y difíciles de justificar, que además han ido perdiendo respaldo en la opinión pública. Las razones son otras. En el caso de China, después de más de cuatro décadas de crecimiento económico ininterrumpido, el gigante asiático se ha levantado con fuerza como una potencia mundial, contando además con más de mil millones de habitantes. Rusia, por su parte, sufrió el desmembramiento del poder con la caída de la Unión Soviética en 1991, que fue parte de su derrota en la Guerra Fría, pero el liderazgo de Vladimir Putin y un nuevo escenario le han permitido levantarse nuevamente como una fuerza relevante y con vocación de ejercer una posición de poderío en el mundo.

Analizar la situación norteamericana implica comprender un tema adicional, de gran relevancia interna pero con repercusiones externas: se trata del liderazgo de los presidentes norteamericanos. Si analizamos algunos grandes momentos de Estados Unidos en el siglo XX –como la Segunda Guerra Mundial, la dinámica de la década de 1960 o el fin de la Guerra Fría– aparece claro que tuvo líderes decisivos, imponentes, incluso carismáticos y que tuvieron resultados: fueron los casos de Franklin D. Roosevelt, John F. Kennedy y Ronald Reagan. No ha ocurrido lo mismo en este siglo XXI, si consideramos la percepción existente sobre el propio George W. Bush, Donald Trump o incluso Joe Biden, en los pocos meses que lleva en la Casa Blanca. No se puede adjudicar a ello una pérdida relativa de relevancia norteamericana en el orden mundial, pero es indudable que existe algo en la política de los Estados Unidos que lleva al país a permanecer en una situación de menor influencia que la deseada o la previsible. Es probable que el deterioro en la percepción del liderazgo de la figura presidencial en Estados Unidos repercuta también, de manera directa, en su prestancia internacional, como ocurrió en aquellos años que comprenden los gobiernos sucesivos de Lyndon B. Johnson, Richard Nixon, Gerald Ford y Jimmy Carter, en la segunda mitad de la década de 1960 y toda la década de 1970. La similitud del momento actual con el clima doméstico y las crisis internacionales de entonces –y por cierto la posición relativa de los Estados Unidos en el mundo–son a lo menos, llamativas.

En cualquier caso, no hay que engañarse con Estados Unidos. La fortaleza histórica del gran país del norte, de la patria de Washington y Lincoln, no radica en un líder o en su relación con otros países. La vitalidad norteamericana se encuentra en la propia sociedad, en su gente, en la capacidad de reinvención, su creatividad, vitalidad y amor a la libertad; a su comprensión del valor de la democracia y de la economía libre; a su fidelidad a los padres fundadores y a su Constitución. Es lo que permite y ha facilitado a Estados Unidos a enfrentar grandes desafíos históricos, superar la adversidad y mirar el futuro con esperanzas. El terrorismo no puede destruir esa fuerza interior y corresponde a su pueblo comprender que ahí radica su mayor riqueza.


Alejandro San Francisco

Director de Formación IRP