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OPINIÓN

Las razones del voto

Una de las características de la política actual es la repetición de los procesos electorales en diferentes países del mundo, precisamente por la consolidación de las democracias a fines del siglo XX. La situación resulta casi obvia, considerando que la elección y el sufragio libre son bases fundamentales de los regímenes democráticos que rigen en gran parte del orbe, que permiten que hombres y mujeres se dirijan a las urnas para apoyar a partidos y candidatos, para procurar un cambio de gobierno o la orientación de las políticas públicas en una determinada dirección.

¿Qué motiva a las personas a votar por una u otra propuesta política? ¿Por qué apoyar a socialistas o a conservadores, a las derechas o a proyectos de transformación? ¿Qué determina favorecer a figuras que llevan largos años en la primera fila o bien preferir a candidatos que recién asoman en la política? ¿Tiene sentido la discusión sobre votar por hombres o por mujeres? En fin, son muchas las disyuntivas que podrían plantearse para la definición de los votos en las más diversas luchas electorales y que nos llevan a plantearnos las razones que los motivan.

Hace algunas semanas, Mario Vargas Llosa escribió un interesante artículo, “Votar ‘bien’ y votar ‘mal’” (El País, 17 de octubre de 2021). Por su parte, Daniel Innerarity publicó en texto con un título similar: “Votar bien o mal” (El Correo, 17 de octubre de 2021). El escritor peruano resumía que la dicotomía era simple: “votar ‘bien’ es votar por la democracia; votar ‘mal’ es votar contra ella”. El problema, agregaba, es que la disyuntiva no siempre resulta tan clara o evidente. El filósofo español destacaba que la historia ha demostrado que los seres humanos cometemos errores, y que “el gran desafío de la democracia consiste en impedir esos errores colectivos sin menoscabar la calidad democrática de las decisiones”. Por cierto, no se trata de considerar como error cada resultado que es distinto a mis convicciones o se distancia de mi propia visión de las cosas.

Para confirmar estas convicciones o prevenciones existe mucha evidencia histórica. Probablemente no exista mejor antecedente que la victoria de Adolf Hitler y el nacionalsocialismo en la década de 1930, que permitió entregar el poder a la persona destruiría la democracia de Weimar, precisamente mediante los mecanismos establecidos en su Constitución. Algo similar había ocurrido en Italia, con el advenimiento de Benito Mussolini y el fascismo al gobierno del país. América Latina no ha estado exento de este drama, como prueba en este siglo el crecimiento y consolidación del Socialismo del siglo XXI, especialmente en su proyecto original, la Venezuela de Hugo Chávez. Desde su génesis hasta hoy, ese país ha experimentado una debacle económica y social, una crisis migratoria sin precedentes y, en el tema que comentamos, la autodestrucción de su democracia y la instalación de una dictadura. Ciertamente, hay muchos otros ejemplos y el tema no terminará, ni los errores del pasado impedirán los problemas hacia el futuro. En otras palabras, los “errores” de la democracia seguirán existiendo.

¿Cuál es la solución? ¿Qué significaría votar bien? ¿Hay que limitar o expandir la democracia? El tema está lejos de poder resolverse con facilidad y, por cierto, la democracia misma es una máquina de alternativas y no un seguro ante la incertidumbre. Por otro lado, los sistemas políticos –y los gobiernos en general– suelen generar demasiadas decepciones después de las promesas electorales, lo que lleva a sufrir caídas, decadencias y contradicciones. A la larga, la alternancia en el poder aparece como una fórmula para modificar las decisiones pasadas y producir nuevas opciones hacia adelante.

Las personas deciden su voto por diferentes razones. En cada país existe el llamado “voto duro”, que se repite de elección a elección por los mismos candidatos y partidos: es lo que ha permitido a los partidos Socialista Obrero Español y Popular conservar las mayorías durante décadas en España; o a los laboristas y conservadores a ser las dos fuerzas dominantes en Inglaterra; a republicanos y demócratas a consolidarse por más de un siglo como agrupaciones dominantes en Estados Unidos. Lo mismo ocurre en otros países. También existe el “voto útil”, que permite mover el deseo original hacia otro partido o candidato, para evitar el triunfo de una alternativa que consideramos peor.

En los últimos años han comenzado a emerger fuerzas políticas nuevas en diferentes países del mundo. España ha sido un caso notable al respecto, como ha mostrado el surgimiento de Ciudadanos, Podemos y Vox. Muchos de los votantes de los conglomerados de centro y de derecha fueron desencantados de los populares, que optaron por una fórmula más renovada generacionalmente (Ciudadanos) o más nítida en las ideas (Vox); en el caso de Podemos, pasó a representar nuevas expresiones ciudadanas nacidas de las protestas sociales, que buscaban un referente distinto a los socialistas de la transición y la democracia española. En estos cinco años también ha quedado claro que los electores optaron por una renovación generacional, que se ha reflejado en los liderazgos de los diferentes partidos. Como resultado, el pluripartidismo ha reemplazado al bipartidismo. En Chile ha ocurrido algo parecido, y todo indica que en las elecciones del 21 de noviembre próximo pasarán a la segunda vuelta electoral dos candidatos de fuerzas nuevas: José Antonio Kast, del Partido Republicano, y Gabriel Boric, del Frente Amplio y el Partido Comunista. Con ello, las dos fuerzas políticas principales de la democracia chilena en los últimos treinta años –la Concertación de Partidos por la Democracia y la centroderecha agrupada en Chile Podemos Más– se quedarán fuera de la lucha por el gobierno de Chile, un hecho inédito en las últimas ocho elecciones.

Si analizamos las redes sociales y las declaraciones de los principales líderes de las fuerzas políticas en diferentes países, se puede observar que dedican más tiempo a criticar al adversario que a destacar las propias capacidades y potencialidades. De esta manera suele escucharse en los líderes de izquierda las críticas serias o destempladas ante el peligro “fascista” o conservador, representado por quienes compiten contra su proyecto político. Lo mismo ocurre de parte de las derechas, cuando advierten sobre el riesgo comunista que proviene de las candidaturas de izquierda. En todo ello, en general hay mucho más de exageración que de realidad, falta de creatividad y campañas del terror, que siempre encuentran seguidores en el voto duro, pero que no son tan útiles para convencer a los indecisos.

No cabe duda que, desde fines del siglo XX hasta hoy, los fenómenos identitarios han cobrado especial fuerza en las elecciones y adhesiones políticas. En su momento cobraron especial relevancia los movimientos o partidos verdes, que pusieron el tema ecológico en la primera línea de las preocupaciones, pero a ellos se deben sumar otros tantos: los grupos separatistas, que buscan la independencia de una zona dentro de un país, los movimientos de las minorías sexuales, los sectores evangélicos, los grupos animalistas, los pueblos originarios, las agrupaciones pro vida o las fuerzas asociadas a causas puntuales como la disminución de los impuestos, la promoción de la cultura o los deportes. Una de las tareas políticas relevantes en el presente es lograr cubrir intereses de minorías sin quedarse solo en ellas o bien transformarse en meras causas de reivindicación, sin lograr articular una visión de país.

Hay otros elementos que son valiosos a la hora de definir los votos: entre ellos cobra especial importancia el funcionamiento de los clivajes, es decir, de aquellos temas que dividen las posiciones y votos de los ciudadanos. De esta manera, en ocasiones la economía adopta un papel fundamental en las definiciones electorales, en otras ocasiones influyen más ciertos clivajes como la violencia/estado de derecho, el separatismo/unidad, conservador/liberal, pasado/futuro, dictadura/democracia y otros que forman parte de la discusión pública por diferentes razones. Una de las tareas de los candidatos y partidos es priorizar las discusiones favorables a sus posturas y no aquellas que podrían debilitar su posición.

En este siglo XXI las posiciones ideológicas más sólidas, integrales o consistentes parecen ser parte del pasado. Sin embargo, no han desaparecido las familias políticas, las “sensibilidades” ni los puntos de referencia. De esta manera, izquierdas y derechas siguen teniendo un bolsón de votos más o menos permanente a la hora de enfrentar un proceso electoral: sin embargo, ambas deben tener presente que ello representa el “desde” y no el resultado final. Para ganar, se requiere conquistar cabezas y corazones, personas que estén dispuestas a comprometerse con una causa y a mantener sus apoyos en los momentos de dificultad.


Alejandro San Francisco, Director de Formación IRP