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OPINIÓN

Alejandro San Francisco: Constitución, hegemonía y empate catastrófico

La Convención Constituyente avanza a pasos agigantados para consolidar uno de los cambios más relevantes en la historia institucional de Chile durante sus dos siglos de vida republicana. Mientras aparecen los primeros artículos aprobados por el pleno y después de conocer algunas de las propuestas de las comisiones, han surgido diversas reacciones: celebraciones de los avances, por parte de los grupos de izquierda y otros que promueven la agenda de la Convención; preocupación en los grupos de derecha y distintos sectores de la sociedad civil, que han visto poca influencia de sus iniciativas; la irrupción de los “amarillos”, como un grupo que se percibe distante de los extremos, cuyos miembros postulaban la necesidad de un cambio de constitución, pero que hoy, viendo que el camino seguido por la mayoría de los constituyentes no es hacia “la casa de todos”, sino que se presenta en una forma radicalizada y poco integradora, buscan moderar el debate y volver a lo que consideraban el cauce original. 

Sin perjuicio de ello, las primeras normas se han ido aprobando con los dos tercios exigidos, en una Convención que estudia una nueva Constitución, que recibió el respaldo del 78% de la ciudadanía en el plebiscito de entrada. Todo ello muestra una voluntad muy clara de la población para producir el cambio, que se da además en un contexto revolucionario, lo cual significa no solo un proceso, sino también la búsqueda de resultados transformadores, que encarnen un quiebre con el modelo vigente en Chile, en lo que la primera presidenta de la Convención denominó la “refundación del país”.

Por lo mismo, es legítimo pensar que podríamos estar frente a una nueva hegemonía, que estaría reemplazando a la que estuvo vigente en las últimas décadas, e incluso en el último medio siglo. En todo este tiempo rigió una democracia basada en la Constitución de 1980 y luego de 2005, pero sobre todo en una visión de la economía que se volvió omnipresente, que tiene como base de las reformas de la década de 1970 y 1980, que consagraron los principios de la propiedad privada, la libre iniciativa económica, la apertura al comercio exterior, la competencia, el Estado subsidiario y el resguardo de los equilibrios macroeconómicos. Como precisaron tempranamente Tomás Moulian y Pilar Vergara, esos cambios se desarrollaron en paralelo a un “proceso de hegemonía interna” y a un discurso con “eficacia ideológica” (en “Política económica y proceso de hegemonía”, incluido en el libro de Sergio Bitar, compilador, Chile: liberalismo económico y dictadura política, Instituto de Estudios Peruanos, 1980).

Antonio Gramsci, el brillante intelectual marxista italiano, dedicó importantes reflexiones al tema de la hegemonía en una sociedad, y su relación con el gobierno: implica el consentimiento “espontáneo” de la población a las orientaciones que el grupo dominante imprime a la vida social, consentimiento que nace “históricamente” del prestigio y confianza que ostenta el sector dominante. A esto se suma el aparato de coerción para asegurar legalmente la disciplina de los diferentes grupos. La noción está asociada a la necesaria penetración cultural que debe acompañar –e incluso preceder– a toda revolución, a través de la crítica y la difusión de ideas, con el consiguiente cambio en las ideas vitales de una sociedad (ver, por ejemplo, “La formación de los intelectuales” y “Socialismo y cultura”, en Antonio Gramsci, Antología, selección, traducción y notas de Manuel Sacristán, Madrid, Akal, 2013).

Esta concepción adquiere especial importancia en el Chile actual. Parece claro que la extensión del “modelo” o la aceptación de la economía libre a fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI fue más que una mera imposición dictatorial, pues luego se convirtió en un verdadero triunfo cultural, acompañado de éxitos económicos y de validación democrática, por parte de antiguos adversarios de ese modelo, aunque ciertamente con reformas y énfasis diferentes. Paralelamente, la cultura chilena adquirió una matriz “liberal”, incluso economicista en muchos aspectos, que fue horadando antiguas instituciones, criterios y culturas, afectando con ello ciertas ideologías y doctrinas, e incluso a la religión. No obstante, en estos últimos quince años –obviamente no existe una fecha exacta– se ha producido una crítica más o menos sistemática al modelo, cultural e intelectual, sin que haya existido una capacidad de promoción, defensa o renovación del otrora exitoso camino chileno de libertad económica. 

No estamos frente a un asunto meramente intelectual o cultural de disputa por la hegemonía, sino a un debate de amplia repercusión política. La “calle” ha tenido una labor decisiva en el cambio de percepciones y lealtades, a lo que se ha sumado la modificación del mapa política, con la muerte de la Concertación, la irrupción del Frente Amplio y –en los últimos tres años– la revolución de octubre de 2019, el desarrollo del proceso constituyente y la llegada de Gabriel Boric a La Moneda. Por lo mismo, no es de extrañar que Chile viva un momento de cambios radicales, la incorporación de nuevos conceptos políticos, la muerte de algunas tradiciones y la lenta desaparición de la hasta hace poco exitosa historia reciente del país.

De esta manera se puede comprender mejor la introducción de ideas como Estado plurinacional y regional, las autonomías, los conceptos asociados al feminismo o los pueblos originarios, las redefiniciones del pueblo y la democracia, la relativización de ciertos derechos “individuales”, la irrupción de los distintos sistemas de justicia y los nuevos ejes de la separación de poderes. En la práctica, un constitucionalismo menos respetuoso de la tradición y más volcado a la transformación histórica. ¿Estamos ante una nueva hegemonía? ¿Tiene vuelta el proceso o es un camino sin retorno, destinado a consolidar el triunfo de la revolución?

El tema no tiene respuesta unívoca ni definitiva, aunque hay algunas señales. A nivel político las sensaciones parecen claras y unidireccionales: todos los sectores (con la excepción del Partido Comunista) se sumaron a la vorágine constituyente, las distintas normas aprobadas han contado con los dos tercios e incluso dirigentes de partidos de derecha ya han llamado a aprobar el plebiscito de salida. A pesar de ello, me parece que todavía no es claro que se haya impuesto una nueva hegemonía en Chile, sino que todavía estamos en una fase de disputa entre una economía libre que rigió durante muchos años de manera casi omnipotente y una democracia de matriz occidental con instituciones tradicionales que tenían décadas de vigencia. Los conceptos políticos y culturales que avanzan con fuerza en la Convención y en el mundo político y los grupos de interés no tienen un correlato exacto y matemático en la sociedad, y muchas definiciones parecen contraintuitivas, interesadas, eventualmente antidemocráticas y que podrían ser regresivas en términos de desarrollo económico y de progreso social. Así se puede advertir en algunas encuestas, en las cuales aumenta el apoyo al rechazo en el plebiscito de salida y se manifiesta cierta oposición a algunas normas celebradas por los convencionales. En otras palabras, el proceso sigue en marcha, la revolución no ha terminado, y aunque persiste la pasividad de los adversarios del proceso o del contenido de los cambios, la verdad es que muchas reformas –por su radicalidad o incluso la percepción de injusticia que contienen– comienzan a alentar resistencia y oposición.

Eventualmente podría producirse lo que el vicepresidente boliviano Álvaro García Linera (acompañó a Evo Morales entre 2006 y 2019) denominaba con un interesante concepto: el “empate catastrófico”. Esto significa que “las fuerzas de cambio no están en posición de dominar el nuevo marco político y cultural, y el régimen no puede funcionar bajo el viejo marco. Las dos cosas operan a la vez con múltiples contradicciones. No puede haber, por ahora, ni restauración ni cambio” (así lo explica Iñigo Errejón en Con todo, Barcelona, Planeta, 2021). ¿Y cómo se resuelven estos procesos, este “empate catastrófico”? No es claro, depende de muchos factores, errores y aciertos, de los actores políticos y sociales, de la voluntad de lucha y la correlación de fuerzas.

Por mientras, seguiremos viendo semana a semana el avance constitucional de la revolución, la lenta demolición institucional del régimen de la transición y de la democracia chilena. Habrá celebraciones parciales y múltiples manifestaciones de preocupación. El problema podría ser que Chile pase de un empate catastrófico, no a la resolución de la crisis, sino a un desenlace peor que el esperado por la sociedad en sus momentos de mayor ilusión constituyente.


Alejandro San Francisco

Director de Formación IRP