El ataque de las fuerzas rusas contra Ucrania han llenado las noticias, con todo el impacto que significa seguir su desarrollo en tiempo real, de manera televisada en directo para todo el mundo.
Hace solo un par de años las autoridades de Europa conmemoraban los 75 años del fin de la Segunda Guerra Mundial, con el significado histórico que ello tiene. Hace cuatro años se cumplió el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial, ese drama que sacudió al viejo continente y que cambió su rostro para siempre. En el corto plazo, hace un par de décadas millones de personas se manifestaban en las calles de Inglaterra –también en España y en algún otro lugar– contra una eventual guerra en Irak. Muchas razones se invocaron para oponerse a esa acción conjunta, en un mundo que poco antes había observado con pavor el ataque terrorista contra las Torres Gemelas.
Llama la atención el contraste con la situación actual de la sociedad europea, cuya notoria pasividad muestra un cambio de actitud que merece una reflexión. Los gobiernos del continente tampoco han demostrado una capacidad de acción relevante, así como Estados Unidos, la gran potencia de las últimas décadas, parece estar condenado a una posición curiosa, más declarativa que dispuesta a cambiar el curso de los acontecimientos, con más historia que capacidad de acción presente, sin legitimidad aparente o real para definir el conflicto en una u otra dirección. Vladimir Putin, el inconmovible líder ruso, parece haber apreciado esta debilidad occidental antes de tomar su decisión de invadir Ucrania.
Veremos en qué quedan las sanciones económicas y las declaraciones retóricas sobre la prevalencia de la libertad, así como las condenas a las acciones de guerra de Putin y el análisis sobre la incapacidad del sistema internacional para detener la escalada del conflicto. Resulta evidente preferir la paz a la guerra y llamar al diálogo en vez de a resolver el conflicto por las armas. Sin embargo, todo indica que Ucrania se volverá a vivir una situación dramática como aquellas de las que hablaba Timothy Snyder en su excelente libro Tierras de sangre. Europa entre Hitler y Stalin (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2011). Con la gran diferencia de que hoy implica una regresión a ese pasado que parecía haber quedado atrás para siempre y que hoy vuelve no en forma de pesadilla sino de terrible realidad.
Coexisten en la crisis Rusia-Ucrania, más allá de los temas puntuales o las reivindicaciones específicas, ciertos problemas políticos e internacionales de larga duración: el imperialismo y la voluntad de dominio, el autoritarismo y los poderes que se vuelven incontrastables, las consecuencias de la independencia nacional y sus limitaciones, los problemas limítrofes o vecinales con décadas o incluso siglos de vigencia, así como los intereses económicos o geopolíticos que a veces se disfrazan de explicaciones más nobles. Eso y mucho más estará presente en esta historia que está recién comenzando –aunque se puede recordar la situación de Crimea, del 2014– y cuyo desenlace lo desconocemos.
A fines de febrero de 2022 han vuelto a caer sobre Rusia y sobre Ucrania los fantasmas del pasado. En su último libro, Keith Lowe insiste en una característica de las personas y las sociedades: nos acompaña “el peso de la historia”, no es fácil escapar del pasado, existe una “carga” histórica sobre los hombros de los pueblos o “la historia es una prisión de la que nadie puede escapar”. De ahí el título elegido para su inteligente libro: Prisioneros de la historia (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2021). Apropósito de crisis actual, Anne Applebaum ha afirmado que “ninguna nación está forzada a repetir su pasado. Pero algo familiar está ocurriendo en Ucrania” (“Calamity again”, The Atlaintic, 23 de febrero de 2022).
En parte, expresa la historiadora y analista política, cobran gran importancia los problemas internos y la política que se ha desarrollado en Ucrania en las últimas décadas (incluida la corrupción y la autocracia), así como también la percepción que tiene Putin sobre sus vecinos como una amenaza. Los acercamientos de Ucrania –país rico y relativamente populoso– hacia Europa y Occidente también desempeñan un papel, al que se suman los problemas pendientes de la disolución de la Unión Soviética, hace ya tres décadas. Como telón de fondo se puede apreciar la larga lucha entre la dictadura y la libertad, o entre la autocracia y la democracia.
La apuesta rusa podría ser, más que una difícil ocupación militar de todo el territorio de Ucrania con sus 40 millones de habitantes, una “estrangulación económica”, como ha afirmado Francis Fukuyama. Para el influyente pensador, el objetivo de Putin sería provocar el colapso del actual régimen democrático en Kiev, para instalar en su reemplazo un “gobierno marioneta” (ver “What next in Ukraine?”, American Purpose, 24 de febrero de 2022). En cualquier caso, la eventual guerra está recién comenzando y las primeras piezas comienzan a moverse, con bastante temor y poca resolución en realidad, a diferencia del atacante, que podrá no tener la razón, pero ha mostrado una determinación y liderazgo digna de mejor causa.
El problema actual es muy distinto al de hace unos días. Si los llamados a preservar la paz y a evitar los ataques rusos sobre Ucrania han fracasado, ahora toca enfrentar la nueva situación con realismo y decisión. El presidente Joe Biden ha declarado que la libertad prevalecerá, así como se han anunciado sanciones económicas contra Rusia. ¿Será suficiente? Putin no ha manifestado temor hasta ahora, tampoco observa un liderazgo fuerte al frente, ni como país ni una personalidad capaz. El presidente Volodimir Zelensky ha sostenido que han dejado a Ucrania sola y ha llamado a todos los europeos con preparación militar a sumarse a la defensa de su país.
Con razón en estos días muchos han recordado la situación que vivió Adolf Hitler en Europa en la década de 1930, con las diferencias históricas e ideológicas evidentes. Su determinación permitió al líder alemán vulnerar el tratado de Versalles, iniciar el desarme, ampliar su radio de influencia, anexar territorios, firmar pactos de agresión y llegar a la invasión a Polonia en septiembre de 1939. Durante todo ese tiempo los gobernantes europeos prefirieron mirar hacia el lado, procuraron el apaciguamiento y se negaron a confrontar directamente al dictador alemán. El resultado es conocido por todos, aunque debieron pasar muchas cosas –desde los liderazgos personales hasta el fortalecimiento de las potencias– para llegar finalmente a enfrentar a Hitler hasta derrotarlo ideológicamente y en los campos de batalla.
La inmensa destrucción de Europa, los millones de muertos y heridos, el paso del nazismo al comunismo en gran parte de los países de centro y oriente del continente, ciertamente dejaron secuelas que han perdurado. Quizá por eso se advierta una gran pasividad en los gobiernos y falta de solidaridad en los pueblos: la notable excepción es el grupo de rusos que se manifestó en San Petersburgo contra los ataques, con los correspondientes costos y detenciones. Sin embargo, lo que prima en la actualidad no es ese tipo de acciones casi heroicas, sino el temor a una nueva guerra, que involucre “a todos” los países, que haga salir a los europeos de la zona de confort para sumirse en un nuevo conflicto bélico de imprevisibles consecuencias. Con ello, Putin y Rusia tienen el camino abierto para seguir adelante. ¿Hasta dónde? ¿Hasta cuándo? Y lo más difícil de prever, ¿a qué costo?
Alejandro San Francisco
Director de Formación IRP