La elección presidencial en Colombia –que tuvo lugar el pasado el domingo 19 de junio– no solo tuvo un significado relevante para ese país, sino que de inmediato extendió su influencia hacia toda América Latina.
En la práctica, se trataba de unos comicios presidenciales que definían al gobernante de los próximos cuatro años, pero también permitían mostrar los nuevos colores del mapa político de la región. El tema adquiere mayor importancia si consideramos una novedad histórica: la izquierda tenía la posibilidad de llegar al gobierno, más aún después de la derrota de la derecha y de los partidos tradicionales en la primera vuelta. A esto se sumaba que el 29 de mayo pasado, el líder del Pacto Histórico Gustavo Petro había obtenido más del 40% de los votos, logrando el primer lugar, con más de doce puntos de distancia respecto de quien lo acompañaría en la segunda vuelta: Rodolfo Hernández, de la Liga de Gobernantes Anticorrupción, un líder populista que fue creciendo de forma imprevista durante la campaña.
La fórmula de Petro se completaba con Francia Márquez como candidata a la vicepresidencia, quien había sorprendido en las primarias y contaba con algunas condiciones especiales que perfilaban un liderazgo valioso electoralmente: mujer, afrocolombiana, feminista y con gran arraigo popular, con un marcado acento clasista en su discurso. Por otro lado, Petro enfrentaba su tercera candidatura presidencial –las anteriores habían sido en 2010 y 2018– por lo que ya era una figura reconocida a nivel nacional, quien además había ejercido cargos ejecutivos, como alcalde de Bogotá, y había sido miembro de la Cámara de Representantes y del Senado. Recibía críticas por su cercanía a Maduro y su soberbia.
Sin embargo, el tema más relevante no es de carácter político, sino que se refiere a la situación económica y social de Colombia, con indudables problemas en los últimos años, agravados por la pandemia del coronavirus. La pobreza y la extrema pobreza han aumentado en los últimos años, situación que se repite en muchas naciones del continente. En la práctica, esto se tradujo en una frustración y un deseo de cambio en la sociedad colombiana, que se reflejó en el auge de la izquierda y en la pérdida de influencia de los partidos tradicionales y del gobernante Centro Democrático, del expresidente Álvaro Uribe –el líder más importante del país en este siglo– y del propio Duque.
La victoria de Gustavo Petro sobre Rodolfo Hernández fue relativamente estrecha, pero nítida: 50,4% contra 47,3% de los votos, lo que muestra un país dividido, situación que suele repetirse en los últimos años. La entrega de los resultados fue impecable y rápida, como lo fue el reconocimiento del triunfo de Petro por parte de sus ocasionales rivales. Asimismo, el presidente Iván Duque entregó la inmediata seguridad de un traspaso de mando informado y bien hecho. Las primeras aproximaciones del vencedor han estado a la altura de quien procura dar señales de unidad y no se mantiene en la lógica de campaña ni en el divisionismo que ha primado durante mucho tiempo; igual comportamiento han tenido las autoridades salientes.
Analizado desde una perspectiva más amplia, la victoria de Petro consolida la presencia de la izquierda en los gobiernos de América Latina. Se puede decir que, desde hace muchas décadas, es el momento más sólido y exitoso de las ideas populistas, socialistas del siglo XXI, revolucionarias o que propician el cambio social en la región. Un mapa de la región muestra el continente más rojo en mucho tiempo, incluso superior a la primera década de este siglo y con perspectivas de crecimiento y consolidación, en caso de producirse un triunfo de Luis Inacio Lula da Silva en Brasil, según predicen algunas encuestas, en su histórico enfrentamiento presidencial con Jair Bolsonaro.
Durante algún tiempo pareció existir la posibilidad de un florecimiento de las alternativas de derechas en América Latina, cuando triunfaron Sebastián Piñera en Chile, Mauricio Macri en Argentina, Pedro Pablo Kuczynski en Perú, Jair Bolsonaro en Brasil y sucesivos gobernantes en Colombia (Uribe, Santos y Duque). Sus pasos por el poder, sin embargo, resultaron efímeros. La situación hoy es muy diferente, a pesar de la victoria de Guillermo Lasso en Ecuador, quien hoy sufre protestas sociales y quizá insurreccionales, como él mismo ha denunciado. Quizá el único país estable y con gobierno sólido que representa estas ideas esté en Uruguay, bajo el liderazgo de Luis Lacalle Pou, aunque su influencia, e incluso ejemplo, no logra impactar mayormente en la región.
Tras conocerse los resultados en Colombia, el gobernante mexicano Andrés Manuel López Obrador pidió una cumbia y luego se refirió jocoso a lo que sería el carnaval de Río de Janeiro tras un eventual triunfo de Lula en Brasil. Tiene razón: con ello el país más grande del continente se sumará a la ola de rebeldía y cambios anunciados desde México hasta Argentina y Chile. No obstante este momento glorioso para las izquierdas, no es posible cantar victoria todavía, ni aun en caso de confirmarse la victoria del Partido de los Trabajadores en Brasil. Antes es necesario salvar algunas cuestiones fundamentales que no resultan claras todavía.
La primera es la necesidad de marcar una clara distancia con las dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela. La tarea no es fácil: hasta la primera década de este siglo los gobernantes izquierdistas de la región solían peregrinar hasta Caracas o La Habana para mostrar su admiración a Hugo Chávez o a Fidel Castro, cuyas dictaduras todavía mantenían cierta épica revolucionaria y recordaban sus sueños de juventud a Kirchner, Lula, Evo Morales, Correa, e incluso Bachelet, entre otros. Hoy las cosas han cambiado, pues Miguel Díaz-Canel no cuenta con el carisma de Fidel y su régimen causa más vergüenza que adhesión; algo similar ocurre con Nicolás Maduro, que parece un rústico sucesor del popular Chávez, decidido a aferrarse al poder a cualquier precio.
La segunda tarea es de carácter político: las izquierdas deben demostrar ahora en los palacios de gobierno lo que parecen conocer y dominar tan bien desde la oposición, donde la mayoría de las veces emergen implacables contra gobiernos derechistas o centristas. Sin embargo, administrar un país no es lo mismo que movilizar la calle y ejecutar un plan de gobierno no tiene nada que ver con prometer en forma altisonante durante la campaña. Por lo mismo, a los gobernantes de la región –Fernández, Boric, AMLO, Castillo y ahora Petro, entre otros– se les pedirán resultados y no promesas, capacidad real y no vaguedades. Muchas veces en la historia, la cruel realidad se vuelve un enemigo activo de la revolución, y esa dicotomía estará presente en el continente.
Finalmente, hay un tercer factor relevante. A diferencia de los Castro y Díaz-Canel, de Daniel Ortega y de Maduro, los demás gobernantes deben rendir cuentas ante el tribunal de la democracia. Por ello, más temprano o más tarde enfrentarán elecciones que definirán la continuidad o el fin de los gobiernos socialistas o de cambio social. La tarea no es imposible, pero tampoco resulta fácil. Ya lo experimentó Argentina, Ecuador, Perú e incluso Uruguay, con sendos líderes de izquierda que luego fueron derrotados en la sucesión presidencial. Es nueva ola roja podría revertirse en cualquier momento, porque la rueda de la historia es veleidosa y no tiene dirección unilateral.
Por ello la izquierda ha aprendido, y ha procurado imponer candados institucionales, principalmente a través de nuevas constituciones que permitan la perpetuación en el poder, de sus instituciones, sus ideas y eventualmente de sus líderes. Es lo que pasó de forma clara en la Venezuela chavista y en la Bolivia de Evo Morales, y de manera menos nítida en Ecuador. Es el proceso que se encuentra viviendo Chile, que librará el 4 de septiembre próximo la madre de todas las batallas: la aprobación o rechazo de la nueva constitución, muy proclive a los cambios populistas e indigenistas que han dominado la discusión pública en el último cuarto de siglo en América Latina.
Alejandro San Francisco,
Director de Formación IRP