No son tiempos fáciles en casi ningún país del mundo. La pandemia continúa presente en nuestras vidas, la crisis económica internacional se agrava y la democracia representativa liberal atraviesa una verdadera crisis, en palabras de Freedom House, se encuentra asediada. Ninguna de estas crisis es ajena a Chile y, por el contrario, se ven agudizadas por la incertidumbre constitucional y la errática conducción del gobierno.
Ante este panorama, conviene analizar el anuncio de una profunda reforma tributaria que, sin presentarse aún la totalidad de sus proyectos de ley, adolece en su conjunto de tres grandes debilidades:
La primera, es una reforma que peca de inoportuna. Se anuncia en un contexto económico adverso: alza del dólar a niveles históricos, caída en los salarios reales (2,3% en 12 meses), y una dificultad adicional para controlar la inflación como es el abundante circulante en las cuentas corrientes post retiros previsionales. Todo esto ha empobrecido a los chilenos y entorpecido la tan necesaria recuperación económica.
Una segunda debilidad, es que el supuesto “pacto tributario” pone toda la carga en las personas y sus emprendimientos, careciendo de esfuerzo alguno por parte del Estado, para hacer mejor su trabajo. Se trata de más impuestos con sus tradicionales consecuencias en materia de inflación, crecimiento o empleo, afectando a la clase media y a los más vulnerables, por más que se afirme lo contrario. Adicionalmente, nada hace prever una modernización del Estado, poner fin a la lógica del amiguismo en cargos públicos -gran promesa de campaña y traicionada desde los primeros anuncios de nombramientos- o la eliminación de programas mal evaluados (solo el 2021, el 64% de los programas estatales evaluados lograron un mal o bajo desempeño).
Por Julio Isamit. Director de Contenidos Instituto Res Publica y exministro