El tema no solo tiene una gran relevancia histórica, sino también ha sido parte de la disputa política en Chile en estos últimos años. Parece claro que la situación se ha extremado a partir de la Revolución de Octubre de 2019.
Por estos días termino de leer Terror en Lo Cañas. Violencia política tras la Guerra del Pacífico (Santiago, Taurus, 2021), un libro tan interesante como dramático. En este libro, los historiadores Carmen Mc Evoy y Gabriel Cid no solo se concentran en ese episodio cruento de la guerra civil de 1891 –precisamente la matanza de Lo Cañas– sino que miran el problema desde una perspectiva más amplia, analizando el problema de la guerra y la muerte, la civilización y la barbarie, en otros conflictos del siglo XIX chileno, como la violencia en la ocupación de la Araucanía y en la Guerra del Pacífico.
El suceso resulta espeluznante: un grupo de “montoneros”, jóvenes de la capital y trabajadores del campo, fueron detenidos cuando el conflicto fratricida ya culminaba, el 19 y 20 de agosto de 1891. Su tarea era realizar sabotaje contra las fuerzas balmacedistas, pero fueron descubiertos y luego juzgados sumariamente: la mayoría recibió la pena de muerte, a lo que se sumaron otros “castigos”. Entre ellos destaca la tortura sufrida por algunos y la incineración de los cuerpos de varios. En total hubo unas cuarenta víctimas fatales.
Por cierto, no era la primera vez que Chile había visto situaciones de esa naturaleza, ni tampoco sería la última: matanzas, crímenes, torturas o destrucción del adversario ocasional, se repetirían en diferentes momentos de la historia. Sin embargo, pocas veces se advierte un tema relevante, que aparece como telón de fondo de esas desgracias, y que merece más atención: es la dinámica del odio político asociado a los conflictos civiles, que genera una fuerza destructiva, con amenazas y con estallidos de violencia asociados a la voluntad de derrotar al enemigo sin contemplaciones.
Curiosamente, durante varias décadas Chile se había presentado y era reconocido como una excepción en el concierto sudamericano, por la estabilidad de sus instituciones y la sucesión regular de los gobiernos. Sin embargo, la guerra civil fue una manifestación de otra triste realidad: la división, el enfrentamiento más allá de la lógica de la política, la descomposición de la convivencia cívica, el odio entre compatriotas hasta llegar a matarse entre ellos. En mi propia revisión de la documentación y archivos internacionales que se refieren al conflicto chileno, hay algunas cosas que impresionan en este plano, y específicamente sobre la masacre de Lo Cañas. El representante norteamericano Patrick Egan sostuvo que en esa oportunidad los jóvenes habían sido asesinados “a sangre fría y en circunstancias de gran barbaridad”. John Gordon Kennedy, el diplomático británico, informó a su gobierno que el objetivo era “infundirles terror” a los grupos de guerrilleros, lo que si bien se había logrado, también logró despertar “sentimientos de odio contra Balmaceda y sus ministros”. La venganza llegaría a los pocos días, en las batallas decisivas de Concón y Placilla y, especialmente, tras esta última.
Kennedy, poco después de concluida la guerra y tras el suicidio del Presidente de la República, hizo una afirmación lapidaria: “En Chile el odio político es tal vez más intenso que en cualquier otro país”. Es evidente que la reflexión tiene el sesgo propio del momento en el cual escribe, pero también estaba marcado por la crueldad y ferocidad con la que ambos bandos habían enfrentado el conflicto, no solo en el plano armado, sino también en la lucha política. La prensa, durante 1890, había hecho gala de una virulencia en el lenguaje que ilustraba una gran vehemencia y representaba la guerra por otros medios; por otro lado, los políticos más relevantes también contribuyeron –en la tribuna parlamentaria y por otras vías– a la exacerbación de las pasiones.
El tema no solo tiene una gran relevancia histórica, sino también ha sido parte de la disputa política en Chile en estos últimos años. Parece claro que la situación se ha extremado a partir de la Revolución de Octubre de 2019, pero el tema tiene más larga data y probablemente se proyectará durante algún tiempo. Se ha vuelto habitual, en el “debate público”, dejar de oír al adversario y pasar derechamente a su descalificación; el concepto “cancelación” se ha transformado en parte del lenguaje habitual, que sufren diferentes políticos, parlamentarios, convencionales y líderes de opinión; incluso aparecen llamados públicos que promueven la violencia, que no tienen un origen político exclusivo ni un destinatario único. Sin embargo, las reacciones no son la condena unánime de esas amenazas, sino una aparente o real gradación de acuerdo a las propias posiciones y convicciones.
Lo mismo ocurre en el orden práctico, con las situaciones de destrucción, funas, ataques a autoridades y otros organizados contra algún personaje de relevancia pública, habitualmente mediante las redes sociales. Casi ha dejado de llamar la atención el surgimiento de verdaderas jaurías y barras bravas, que aparecen de un momento a otro para atacar a una persona ante cualquier posible error, diferencias de interpretación o posiciones políticas, que se suman a las condenas a priori y cierta radicalidad creciente en las posiciones. Muchas veces se argumenta que el problema estaría en las redes sociales y su lógica de funcionamiento, pero el problema de fondo, me parece, está en dos planos diferentes.
El primero es la descomposición de la convivencia democrática, que resulta bastante clara si observamos la evolución institucional y el uso y justificación de la violencia de los últimos años. A ello se suma un segundo factor: la polarización, la tendencia a privilegiar lo que nos distingue sobre lo que nos une, una negación al valor de los acuerdos y una tendencia a la autodestrucción de la clase política. Por cierto, estos no son problemas exclusivamente chilenos, ni tampoco propios de nuestro tiempo histórico, sino que han estado presentes en otras oportunidades. El problema es que sus momentos de mayor auge están asociados a dramas como las guerras civiles y los golpes de Estado, y momentos donde el adversario se transforma en un verdadero enemigo, rompiendo la lógica de la sociedad civilizada.
Por cierto, este clima actual no va a cambiar de un día para otro. Incluso es posible que la dinámica del odio político, de la división y descalificación de los adversarios, el uso de la violencia como método de acción política, así como la negación de las razones de quienes piensan distinto, tiendan a volverse contra el conjunto del sistema institucional y no solamente contra quienes piensan diferente. Las reacciones suelen llegar tarde frente a “la ola de malas pasiones” –como se decía en 1891–, o a la pendiente de decadencia y la vorágine de execraciones del presente. Por lo mismo, carecen de real capacidad para resolver los complejos asuntos derivados de estos problemas.
La política democrática es disputa, pero también acuerdos; es lucha por el poder, pero también comprensión de que este es y debe ser limitado; implica disputar las ideas y los cargos, pero también requiere comprender cuánto hay de patriotismo y buenas razones en aquellas que difieren de las nuestras ideas. Es difícil comprender todo ello en tiempos de polarización y lucha extrema. Pero ello no hace menos necesaria, urgente y posible esta tarea de elemental patriotismo.
*Alejandro San Francisco es académico de la Universidad San Sebastián y Universidad Católica de Chile. Director de Formación Instituto Res Publica.