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OPINIÓN

Alejandro San Francisco: El 18 de octubre de 2019, la revolución en perspectiva

El gobierno, los partidos y el Congreso parecen concentrados casi con exclusividad en la cuestión constituyente, lo que representa una gran incapacidad o miopía, y puede conducir a problemas aún mayores hacia el futuro.

Se cumplen ya tres años desde la revolución de octubre de 2019, quizá el momento político más importante de la historia de Chile en este siglo XXI. Efectivamente, después de días de protestas y evasiones –“evadir, no pagar, otra forma de luchar”–, el viernes 18 de octubre se transformó en un día violento que sorprendió a las autoridades y a la sociedad en general.

La manifestación más visible se expresó en el espíritu violento y destructor que significó la quema de muchas estaciones del Metro (cuyos autores y circunstancias todavía desconocemos), lo que dio inicio a un proceso más amplio de movilizaciones desde el retorno a la democracia y a un cambio general en la política nacional, de los más grandes en los dos siglos de vida republicana.

Con posterioridad hubo diversas formas de expresión política, movilizaciones pacíficas, sucesos de violencia, saqueos y los rituales de concentración cada viernes en la Plaza Baquedano, rebautizada como Plaza Dignidad. Se generalizó la idea que Chile había sufrido un “estallido social” de insospechada magnitud. Sin embargo, desde un comienzo el tema demostró ser mucho más amplio, y las protestas se dirigieron no solo contra el alza de los $30 en el precio del transporte público, sino también contra el sistema político en general y contra los últimos 30 años de la democracia. Es decir, no solo afectaban al gobierno de Sebastián Piñera, de la centroderecha, sino también al largo y exitoso ciclo de la Concertación.

Con el paso del tiempo, es posible realizar algunas reflexiones sobre el proceso que vivió y continúa viviendo el país desde entonces, con sus diversas consecuencias.

En primer lugar, en octubre de 2019 Chile experimentó una verdadera revolución, con todas sus implicancias: había una discrepancia ideológica fundamental entre quienes se rebelaron y la clase dirigente; existió una lucha por el poder y también una participación popular importante. Como es obvio, solo faltaba la consecuencia: el cambio radical del orden social existente por uno nuevo, diferente, un Chile distinto al heredado por Pinochet y la Constitución de 1980.

El cambio constitucional es una exigencia de las revoluciones populistas –o de radicalización de la democracia– del siglo XXI, y tiene valor tanto para las cartas fundamentales nacidas en dictaduras como para otras nacidas en democracia pero que parecen no ser adecuadas para el tiempo actual. En la práctica, responden no solo a problemas puntuales, sino también a discrepancias ideológicas de fondo. Por cierto, las revoluciones no son la respuesta ideológica a una situación, sino más bien una expresión de la realidad que puede explicarse intelectualmente: en ambos caso vale la pena tener presentes tanto las ideas como los hechos, se le denomine estallido, revolución, rebelión popular o de alguna otra forma.

En segundo lugar, resulta clave la irrupción del problema constitucional. En la elección de 2017 fueron derrotadas las candidaturas que proponían un cambio de constitución y el tema no estuvo presente en los días previos e inmediatamente posteriores al 18 de octubre. Sin embargo, pronto se instaló como uno de los problemas principales del país, un asunto crucial que debía enfrentar la sociedad chilena para superar las enormes dificultades en los ámbitos sociales más diversos.

Al respecto, me parece que hay dos elementos fundamentales para entender la evolución de las posiciones y las prioridades de la cuestión constitucional tras el 18 de octubre. El primero es el cambio que se produjo en la opinión pública, manifestado en la evolución de las encuestas, que en la primera quincena de noviembre comenzaron a expresar que el cambio de constitución era uno de los tres principales problemas de Chile. El segundo es la evolución de la oposición política, cuya postura queda claramente graficada en una Declaración Pública del 12 de noviembre, que suscribieron desde la Democracia Cristiana hasta el Partido Comunista: “La ciudadanía movilizada en todo Chile ha corrido el cerco de lo posible y ha realizado una interpelación a todas las fuerzas políticas del país”. El texto agregaba: “Es un hecho que la única posibilidad de abrir un camino para salir de la crisis pasa por una Nueva Constitución”, la que debía redactarse a través de una “Asamblea Constituyente”, como organismo que garantizaba la máxima participación de la ciudadanía y le daba la más amplia legitimidad al proceso.

Un tercer elemento clave es el uso de la violencia. De hecho, el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, del 15 de noviembre, que inició formalmente el proceso constituyente, expresó en su primer punto: “Los partidos que suscriben este acuerdo vienen a garantizar su compromiso con el restablecimiento de la paz y el orden público en Chile y el total respeto de los derechos humanos y la institucionalidad democrática vigente”.

La lucha en las calles, los daños oculares y otros problemas emergían en la declaración, destacando la necesidad de restablecer un clima de paz y el cese de la violencia. Era un hecho que la revolución se había iniciado con la violencia y que días antes de dicho acuerdo el país había sufrido la jornada más destructiva desde el inicio de la crisis. Uno de los problemas más delicados de entonces –y continuó siendo en los meses y años siguientes– fue la tolerancia o validación de la violencia como método de acción política, e incluso en muchos casos la mera acción delictual de muchos manifestantes. En parte esto se debía, como reconocerían muchos algún tiempo después, a que fueron los actores de octubre quienes permitieron el inicio del cambio constitucional en Chile, por lo que incluso merecerían el indulto.

Otro factor que es necesario considerar, que agrega complejidad a la evolución de todo el proceso, se refiere a las posturas de la ciudadanía, difíciles de encasillar, y que muestran ideas y vueltas, avances hacia los cambios estructurales y retornos hacia posiciones de mayor seguridad para conservar los logros alcanzados.

La manifestación más visible al respecto se observa en los resultados de los plebiscitos: un amplio apoyo al cambio constitucional en la consulta de entrada y un rechazo masivo al texto propuesto por la Convención el pasado 4 de septiembre. Esto mismo hace imposible predecir el resultado final, que incluye negociaciones entre los partidos, la eventualidad de iniciar de nuevo el proceso y cierto hastío que se puede apreciar en parte de la ciudadanía. En el camino, varias veces han mutado los apoyos a los partidos y las posiciones de dirigentes y ciudadanos.

Un último aspecto que es preciso mencionar se refiere a la incapacidad del sistema político de procesar los graves problemas sociales que vive Chile en la actualidad, así como la necesidad de dar vida a una economía que genere progreso y prosperidad. El gobierno, los partidos y el Congreso parecen concentrados casi con exclusividad en la cuestión constituyente, lo que representa una gran incapacidad o miopía, y puede conducir a problemas aún mayores hacia el futuro.

Las revoluciones o los procesos como el que ha vivido Chile desde el 2019 no son gratis, tienen consecuencias y generan costos sociales, que se pueden apreciar con toda claridad en nuestra sociedad: hoy en el país hay más pobreza y miseria que hace cinco años; los problemas sociales no se han solucionado; han aumentado las familias viviendo en campamentos y las personas con trabajo son menos que antes del 18 de octubre. Y así podríamos seguir. En otras palabras, los problemas sociales se han agudizado.

Todavía es muy temprano para tener una visión de conjunto, tanto de la revolución de octubre de 2019 como del proceso constituyente iniciado inmediatamente después. Del fanatismo se pasa a los acuerdos y de estos a la intransigencia; el octubrismo y el noviembrismo son dos expresiones del mismo proceso revolucionario, aunque con evidentes diferencias en métodos, objetivos y grados; los aires refundacionales crecen y se hunden, por convicciones o por su choque con la realidad.

Por otro lado, la formación de la Convención fue, en buena medida, una reacción frente al fracaso de la clase política: la situación actual más bien parte de la base del fracaso de la propia Convención, aunque todavía no esté claro cuál será el resultado de ello. Ciertamente, faltan cosas por interpretar y comprender: por ejemplo, el significado del septembrismo, si seguimos el mismo modelo descriptivo, es decir cómo se debe conducir el resultado lapidario que favoreció al Rechazo y qué debería derivarse de esa expresión ciudadana. Y así hay muchos otros temas y problemas que, a tres años de la revolución de octubre, continúan afectando a Chile y dejan abierta las dudas e incertidumbres hacia el futuro.

*Alejandro San Francisco es académico Universidad San Sebastián y Universidad Católica de Chile. Director de Formación Instituto Res Pública.