En 2019 la izquierda, y ciertamente el propio diputado Boric, estaban en la calle alentando las protestas, en el Congreso acusando constitucionalmente al Presidente de la República y en los medios de comunicación en una línea diferente a la que hoy explica el gobernante.
Uno de los grandes derrotados en el plebiscito del 4 de septiembre fue el llamado octubrismo, debido al aplastante triunfo del Rechazo contra la propuesta de constitución hecha por la Convención, con un gobierno desplegado por el Apruebo y bajo el espíritu revolucionario y refundacional que animó los últimos tres años de vida del país. Por lo mismo, se podría pensar que el octubrismo está viviendo su momento de agonía, la etapa que precede a la su muerte.
Aunque se trata de un concepto que todavía está en etapa de definición y disputa, su esencia incluye una crítica radical al orden establecido en Chile, tanto en lo político como en lo económico social, y los medios utilizados para ello incluyen la violencia y la destrucción, a lo que se suma la justificación de sus acciones debido a la imposibilidad de generar cambios al interior del sistema vigente. La dinámica incluía terminar con la Constitución de 1980 (o 2005) y contra el sistema económico (capitalista, neoliberal, de libre mercado o como se le denomine); no solo contra el legado de Pinochet, sino también contra los “30 años”.
De esta manera, el octubrismo estaría marcado por la primacía de la calle sobre las instituciones, una valoración positiva de la “primera línea” y la comprensión o apoyo a la destrucción de negocios, bienes públicos y privados, el incendio de iglesias y otras formas de furia revolucionaria. La violencia y la vía de los hechos había permitido correr el cerco de lo posible, cuestión que debía admitir y apreciar la clase política, como apareció claramente en el manifiesto de los partidos opositores del 12 de noviembre de 2019. Es interesante constatar que estos sentimientos y convicciones –y su expresión como acción política– no se restringieron a un grupo de jóvenes radicalizados, sino que tuvo una expresión más amplia en los medios de comunicación, el mundo político y la sociedad en su conjunto, según mostraron diversas encuestas.
En materia política, la izquierda frenteamplista y comunista basculó entre el octubrismo y el novembrismo. Este último ilustraría una actitud abierta a los acuerdos políticos, como el que adoptaron los partidos el 15 de noviembre, sobre La Paz y la Nueva Constitución, que a su vez pretendía una solución institucional y no fáctica al difícil momento que enfrentaba la sociedad, si bien presionado por la violencia octubrista y la vía fáctica impuesta por la calle. A dicho acuerdo se sumó Boric, pero no el PC ni algunos grupos de izquierda. De ahí en adelante las actitudes fueron mixtas, algunas en el límite (buscar la salida del presidente Piñera) y otras en la línea de conducir el proceso de manera legal, ciertamente orientada a grandes transformaciones. En el orden discursivo había momentos más radicales, como aquel del candidato Gabriel Boric anunciando que Chile, que fue la cuna del neoliberalismo, “será también su tumba”, en tanto el líder de la segunda vuelta apareció como una figura más abierta a levantarse sobre los hombros de la historia reciente, incluyendo los éxitos de la Concertación.
Me parece que la esencia del octubrismo estuvo muy bien representada por la Convención constituyente, cuyos grupos mayoritarios desde un comienzo mostraron una voluntad de avanzar hacia un cambio radical, sin acuerdos con la centroderecha, en claro quiebre con el constitucionalismo chileno de dos siglos y en un ambiente que hacía ver un microclima refundacional, con escasas capacidades para comprender la evolución y los anhelos de la sociedad. De alguna manera, la Convención instaló un modelo de entrada, que fueron las demandas del octubrismo, con sus aspectos indigenistas, su ruptura con el pasado reciente e incluso con la validación de los métodos violentos de lucha política. En ese plano se inscribe el llamado a indultar a los presos de la revuelta –sin los cuales no habría existido proceso constituyente, como argumentaron algunos convencionales en su momento-. Por cierto, lo mismo ocurre con la autoproclamación de ser un poder constituyente originario, como aseguraron algunos de los elegidos para la Convención, sosteniendo que su labor no tenía límites en el poder constituido.
Finalmente, en esa misma línea se inscribe el resultado de su trabajo: una constitución con un marcado sello indigenista, de carácter plurinacional, que representaba un profundo cambio en el sistema político del país también en las bases de su desarrollo económico social. Eso, a juicio de la mayoría de los convencionales y del gobierno, era lo que Chile necesitaba para un futuro mejor, por lo cual era necesario votar Apruebo el 4 de septiembre: los ciudadanos dijeron exactamente lo contrario.
Precisamente tras haberse cumplido tres años del 18 de octubre de 2019, las cosas han cambiado bastante y el estado de la opinión pública es muy diferente al de entonces, en los más diversos aspectos. Las encuestas muestran una desilusión de la población sobre lo que se generó en el país después del estallido social; los números advierten un deterioro económico y social en los más diversos aspectos; los resultados electorales de septiembre fueron tan nítidos como contundentes contra la refundación de Chile. A ello se suman algunas señales recientes, como la reorganización del gabinete, con un comité político con mayor presencia del socialismo democrático. La vorágine revolucionaria y la ilusión que una nueva constitución podría solucionar los males del país ha chocado con la dura realidad de la inflación y la delincuencia, temas que aparecen de mayor urgencia para la población.
Finalmente, debemos mencionar un importante cambio en el mundo político, presente en el reciente discurso del presidente Gabriel Boric, con ocasión de cumplirse los tres años del estallido, que el gobernante caracterizó de la siguiente manera: “Hace tres años miles de personas se manifestaron expresando un malestar acumulado por largo tiempo, que clamaba por mayor justicia, igualdad y el fin de los abusos. Se manifestaron para que ni el tamaño de la billetera, ni el lugar de nacimiento fueran condición para acceder a una vida segura, salud digna, educación de calidad, y pensiones que garanticen jubilaciones dignas tras una vida de esfuerzos”. Es decir, una interpretación muy lejana a lo que se percibió entonces y con una serie de esperanzas que la gran mayoría de los chilenos puede compartir, asegurando que “no fue una revolución anticapitalista” ni tampoco “una pura ola de delincuencia”: “fue una expresión de dolores y fracturas de nuestra sociedad que la política, de la cual somos parte, no ha sabido interpretar ni dar respuestas”. Con todo, el Presidente reconoció ciertos elementos propios del octubrismo, sin llamarlo así: “En esos días del estallido se dijeron y se hicieron cosas excesivas. Nos agredimos unos a otros, y creo que somos muchos los que sentimos que en ese periodo las cosas llegaron a un extremo que no debieran haber llegado”. Por cierto, toda esta interpretación está marcada por un presentismo que debemos mirar con reservas.
Una de las conclusiones del Presidente Boric es ilustrativa de la agonía del octubrismo: “Hoy vemos que las personas que tienen exigencias materiales, del día a día, están, muchas veces, alejadas de las recetas políticas de unos y de otros. Quieren derechos sociales garantizados, pero también quieren defender su autonomía y su posibilidad de elección. Quieren un Estado que proteja, pero no que ahogue. Quieren igualdad y reivindican, a su vez, su libertad. El desafío, entonces, es político y nos plantea un desafío tremendo. Yo creo que esto es el mandato más elocuente del Estallido Social, salir, justamente, de estas trincheras”. Es decir, una fórmula opuesta a lo que demandaban las trincheras de octubre. Lo que ocurre es que Chile ha cambiado en tres años y, efectivamente, la sociedad no está dispuesta a perder lo ganado, la demanda constitucional que se impuso en noviembre de 2019 no tiene el mismo respaldo en la actualidad, en la cual la ciudadanía exige mejorar la situación económica y las condiciones de seguridad, gravemente afectadas en la vida cotidiana. Así lo empiezan a reconocer algunas autoridades de gobierno.
La fuerte autocrítica gubernativa, si bien tardía, es indicativa de la apreciación que hoy existe sobre el octubrismo y la dinámica revolucionaria de fines de 2019: “El Estallido Social fue un campo fértil para la expansión de conductas violentas destructivas, que también han dejado víctimas y secuelas, y desde todas las posiciones políticas tenemos que decirlo con claridad. Esa violencia se volvió contra las propias causas del Estallido al producir una creciente ola de rechazo en la sociedad, cansada de ver cómo el vandalismo destruye los barrios, el comercio y el patrimonio, abriéndole paso a acciones que son delictuales. Este tipo de violencia no es inocente. Causa daño. Alienta el odio, genera inseguridad y termina fomentando regresiones políticas antidemocráticas que no queremos para Chile”. La izquierda, asegura el Presidente, debe poner un dique a esas conductas, “enfrentarlas sin complejos, denunciarlas y castigarlas”.
Es verdad que –en el caso de Gabriel Boric– no solo hay una diferencia de perspectiva, sino también de ubicación en el mapa político. En 2019 esa izquierda, y ciertamente el propio diputado Boric, estaban en la calle alentando las protestas, en el Congreso acusando constitucionalmente al Presidente de la República y en los medios de comunicación en una línea diferente a la que hoy explica el gobernante. Hoy habla el Presidente Gabriel Boric, desde La Moneda, con toda su carga simbólica y sus consecuencias, con sus responsabilidades de Estado y una perspectiva diferente de las dificultades de gobernar, que a él mismo le significan acusaciones de traidor y amarillo. ¿Cuál es el verdadero Boric?, se preguntan muchos: ¿El de la primera o el de la segunda vuelta? ¿El de octubre o el de noviembre de 2019? ¿El de las acusaciones constitucionales o el de la visión de Estado? ¿El del ascenso del octubrismo o el de su agonía?
Con todo, es preciso considerar que agonía tiene otra definición importante, que nunca debe dejarse de lado. Significa “ansia, deseo vehemente” o “lucha, contienda”. Por lo mismo, mientras algunos advierten que el octubrismo se acerca a la muerte, sus defensores y partidarios saben que viven un momento de decadencia que puede llevarlos al ostracismo político por largas décadas o, peor aún, los conduciría a desaprovechar el momento más épico de la historia, el que los tuvo más cerca de la victoria, a un paso del poder, con esperanza revolucionaria y respaldo popular. Por ello, es necesario recuperar “la iniciativa política”, como enuncian con claridad las “Resoluciones del X Pleno del Comité Central del Partido Comunista de Chile”, del 16 de octubre pasado. Por cierto, el documento plantea una visión muy distinta a la del Presidente Boric sobre el significado del “estallido”. Por lo mismo, seguramente mantendrán la lucha, ciertamente desde más abajo y con menos respaldo, pero sin abandonar su deseo de cambiar radicalmente el orden existente, desde el poder político y desde la calle.
Es preciso observar con atención si el septembrismo, la multitudinaria manifestación popular del plebiscito de salida del 4 de septiembre pasado, tendrá la fuerza y la decisión para orientar el futuro de Chile en una dirección diferente.
*Alejandro San Francisco es académico de la Universidad San Sebastián y la Universidad Católica de Chile. Director de Formación Instituto Res Pública.