Una de las tantas cosas que debatió la fallida Convención fue el reconocimiento que debía tener el 18 de octubre en la vida nacional. Por ejemplo, un preámbulo propuesto consideraba al 18-0 como un día en que el “pueblo se reencontró con su lucha histórica en búsqueda de igualdad y justicia social” y afirmando que las calles fueron copadas “con sus banderas y cantos de esperanza”.
Más allá de que el 18 de octubre de 2019 fuera difícil identificar las banderas y escuchar los cantos de esperanza en medio de la ola de violencia y saqueos que azotó nuestras ciudades, lo cierto es que existen diagnósticos diferentes de lo ocurrido y que tienen innegables consecuencias políticas.
Para la izquierda extrema, Chile vivió (o vive) una revuelta popular, que comenzando en los 30 pesos se amplió a un cuestionamiento total del pacto transicional entre la Concertación y la que consideran una “Derecha Golpista”. Para ellos, la conciencia social de las masas y su movilización pusieron en jaque al gobierno y acabaron con el resguardo de la propiedad privada (cuestión fundamental en una interpretación propiamente marxista).
Por eso, no es casualidad que la primera acción de la extinta Convención fue, al igual que cientos de rayados callejeros, pedir la libertad para los “presos de la revuelta”, verdaderos héroes (homenajeados en el Congreso y hasta romantizados en el Festival de Viña del Mar) que enfrentaron al gobierno electo democráticamente, una temible “dictadura” a la que se debía derrocar.
La centroizquierda autodenominada como “socialismo democrático” (la crítica más dura y elegante que alguien puede hacer a sus colegas en el gobierno) y parte de la centroderecha han hecho suya la interpretación más extendida. El 18-0 como un estallido social que sintetizó años de manifiestas injusticias de la sociedad chilena. Este fenómeno convivió con la realidad innegable de la violencia que asoló nuestras calles y que solo tuvo una amplia participación ciudadana y social, una semana después.
Miran el 18-0 como el punto de partida de un proceso de cambios sociales y estructurales que se mira con ilusión. A veces con tanta ilusión o voluntarismo, que llega a obviar las innegables debilidades y contradicciones internas del proceso constituyente recientemente rechazado y busca repetirlo con una fe que ya se la quisiera el mayor de los devotos.
Por último, crece la interpretación de quienes vemos en el 18-0 el punto de partida de una verdadera revolución, una acción violenta que busca la transformación del orden político. Más que un hito, un proceso revolucionario cuyo punto cúlmine es el cambio constitucional (meta distanciada, más no olvidada). Una revolución populista que se da en el contexto de un país que puede enorgullecerse de una democracia consolidada y contundentes progresos sociales pero con un notable y persistente deterioro de la calidad de su política y el desprestigio de sus instituciones.
Una visión consciente de que el país vive problemas sociales agudos en materia de salud, pensiones, seguridad o educación, entre otras cosas, pero también sabe que más allá de pretender resolver esos desafíos, la izquierda busca implantar un proyecto refundacional del país, que expresado en el borrador constitucional, fue rechazado amplia y categóricamente por millones de chilenos.
Nuestro país debe superar la discordia constitucional existente y responder a las urgencias sociales que afligen y dificultan la vida de millones de compatriotas. Para esto, urge un diagnóstico propio del 18 de octubre y cómo los ciudadanos valoraron ese proceso el 4 de septiembre. De lo contrario seguiremos buscando la legitimidad política en la aquiescencia de la izquierda, capturados por su diagnóstico, y no en uno propio que interprete y de sentido a los millones de compatriotas que se han expresado libre y soberanamente en las urnas.
Por Julio Isamit, exministro y director de contenidos Instituto Res Publica