La tarea fundamental del proceso constituyente debe recaer en el Congreso, y no en un órgano diferente, menos aún tras la fallida experiencia de la Convención.
Por: Alejandro San Francisco
Los problemas de Chile deben ser mirados desde una perspectiva amplia, con los ojos abiertos, sin esa tendencia a veces repetida de ser simplistas ante cosas complejas o de concentrarse exclusivamente en aquellos asuntos que más nos importan, como si otros no tuvieran relevancia. Es lo que ocurre en la discusión vigente sobre la constitución y la persistencia de numerosos y graves situaciones sociales, que afectan a millones de compatriotas.
¿Cómo enfrentar estas dificultades? ¿De qué manera avanzar en aquellos temas que nos aquejan y nos interpelan como sociedad? ¿Qué debe hacer la clase política a la hora de fijar sus objetivos y prioridades? Como es obvio, no se trata de recurrir a fórmulas fáciles o preestablecidas. Por el contrario, desde la revolución de octubre de 2019 Chile ha vivido con seguridad el momento más complejo desde el regreso a la democracia, que mostraba una crisis política e institucional profunda, pero también era consecuencia de problemas sociales acumulados y no resueltos.
Hace exactamente tres años –el 15 de noviembre de ese mismo año– diversos partidos representados en el Congreso confluyeron en el famoso Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, que en realidad se dirigía a dar vida a una nueva carta fundamental. Esa era una idea largamente acariciada por algunos grupos de la sociedad, y en noviembre de 2019 se volvió hegemónica. En realidad, surgió también desde la violencia, como reconocieron los partidos opositores al gobierno del presidente Sebastián Piñera, en un importante e ilustrativo documento del 12 de noviembre, que reconocía que la calle había iniciado el proceso constituyente “de hecho” y había corrido el cerco de lo posible.
Mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces. El fracaso de la Convención Constituyente modificó el escenario político y sin duda el lapidario triunfo del Rechazo sobre su propuesta de constitución parecía impensable en medio de la efervescencia revolucionaria de hace algún tiempo atrás. Adicionalmente, hoy plantea una curiosa contradicción, entre una amplia aprobación hacia una nueva carta fundamental en el plebiscito de entrada y los ocho millones de personas que rechazaron la propuesta específica el pasado 4 de septiembre.
Frente a esta realidad, me parece que hay dos riesgos que deben ser eliminados de manera inteligente y buscando un acuerdo político amplio: el primero es el espíritu refundacional o radicalizado, como el mostrado por la Convención, malo en su estilo y fracasado en los hechos; el segundo es el inmovilismo, que ante el contundente triunfo del Rechazo podría pensar que estamos en una situación de plena normalidad y solo queda seguir con la Constitución vigente, como si el problema hubiera sido resuelto (sin perjuicio del significado específico de la consulta hecha en el plebiscito de salida).
Por el contrario, Chile sigue enfrentando una discordia constitucional que debe ser solucionado, sin dilaciones torpes ni deseos de comenzar de cero, con una hoja en blanco. El país merece una buena constitución, legitimada por la sociedad y con instituciones sólidas, que dé progreso y estabilidad en el siglo XXI como lo tuvimos en las décadas pasadas. Asimismo, se requiere un orden político que recupere la iniciativa, con instituciones que tengan capacidad de acción y cumplan sus funciones. Por lo mismo, la tarea fundamental del proceso constituyente debe recaer en el Congreso, y no en un órgano diferente, menos aún tras la fallida experiencia de la Convención. Por cierto, se pueden admitir fórmulas diversas dentro de esta línea, pero la noción de Congreso constituyente tiene la ventaja de la institucionalización del proceso, de una forma que canaliza tanto los deseos de reforma como la necesaria estabilidad y legitimidad democrática.
Pero todo ello sigue siendo insuficiente. Junto con lo anterior, es preciso que tanto el gobierno del presidente Gabriel Boric como el Congreso aborden una agenda social que sea a la vez ambiciosa, posible y con sentido de urgencia. En otra oportunidad hemos planteado la necesidad de un gran Pacto Cívico Social, que convoque no solo a las agrupaciones políticas, sino también a la sociedad civil, al mundo empresarial, a los trabajadores y a todos los que puedan contribuir a enfrentar numerosos desafíos que tiene Chile en la actualidad. No está de más recordar que abordar estos temas también requiere de acuerdos amplios y decisión para rechazar cualquier voluntarismo o espíritu cerril.
Hay temas que están en la palestra y que son muy relevantes, pero cuya discusión no ha comenzado de buena manera. El más destacado en este plano es la llamada reforma previsional, tan necesaria como esperada, pero que en realidad ha sido presentada como una gran alza tributaria –un impuesto a los trabajadores de un 6%– cuyas consecuencias y resultado final no está claro. Pero hay otras cuestiones importantes y que no aparecen en las primeras planas. Entre ellos destaca el aumento de la pobreza y la miseria, así como el aumento de la cantidad de familias viviendo en campamentos; a eso se suma la alta deserción escolar y los niños y jóvenes que no están asistiendo a la enseñanza formal; las listas de espera en salud siguen siendo un problema grave para los sectores más postergados; numerosos niños nacen en condiciones que dificultan mucho el buen desarrollo de sus vidas y otros tantos asuntos que solemos olvidar y no enfrentamos como corresponde.
Como telón de fondo de la crisis social que aqueja al país podemos mencionar la pérdida de vitalidad de la economía, el bajo crecimiento que ha tenido el país en los últimos tres lustros y sus efectos negativos para las personas y sus familias. La retórica contraria al sistema económico, las leyes o proyectos regresivos, la discusión de las bases del progreso y del tema constitucional, así como el crecimiento de la violencia y la delincuencia son problemas en sí mismos, pero también terminan afectando la inversión, la creación de empleo, la superación de la pobreza y otros problemas sociales.
Es hora de administrar el resultado del 4 de septiembre con sentido de país. En política no bastan los discursos: las medidas y acciones deben ser coherentes con los diagnósticos, así como resulta necesario avanzar con decisión en la resolución de los problemas institucionales y sociales. Cualquier dilación o torpeza solo volverá a desacreditar a las instituciones políticas, en tanto una postergación de las soluciones seguirá condenando a millones de chilenos a malas condiciones de vida que pueden y deben mejorar.