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OPINIÓN

Alejandro San Francisco: Presidente versus Congreso

El tiempo histórico y la realidad política muestran hoy, una vez más, la contradicción existente entre el Presidente de la República –elegido con amplia mayoría de votos en la segunda vuelta de diciembre de 2021– y el Congreso Nacional, de amplia mayoría opositora.


La política es búsqueda de acuerdos, necesidad de encontrar puntos en común, una agenda de unidad para avanzar como sociedad. Pero también es disputa, lucha por el poder, divisiones permanentes, procesos electorales donde hay ganadores y perdedores. Resulta obvio que se produzcan enfrentamientos entre los partidos, así como las elecciones son un momento propicio para poner frente a frente a los candidatos y sus respectivas posturas. Eso no es negativo, sino que son manifestaciones propias de un régimen democrático y una forma civilizada para definir las autoridades y resolver los conflictos.

El tema se vuelve más complejo y tiene otra connotación cuando chocan las instituciones, como son el Presidente de la República y el Congreso. En estas situaciones se produce una escalada que requiere soluciones oportunas, de lo contrario se podría profundizar el problema, al punto de llegar a fórmulas dramáticas en el plano institucional: así se pudo ver en el caso de Perú este miércoles 7 de diciembre. América Latina fue sorprendida con la decisión del gobernante Pedro Castillo de clausurar el Congreso, de manera inconstitucional, con todo lo que ello implica. Como contrapartida, el órgano legislativo declaró la vacancia del Presidente. A las pocas horas, Castillo dejó el cargo y fue detenido, y se designó a una nueva jefa del Ejecutivo, Dina Boluarte.

Es evidente que en este caso es posible apreciar diversas circunstancias que contribuyen a la crisis política. Desde luego, hay una cuestión de diseño institucional, que permite constitucionalmente tanto la vacancia anticipada del jefe del Poder Ejecutivo como la disolución de la Cámara (única en el caso de Perú). Además hay un problema político recurrente, como es la existencia de un gobierno con una clara minoría parlamentaria. Finalmente, se repite la lacra de la corrupción, que va destruyendo las confianzas públicas, el prestigio de las instituciones y de las autoridades. En cualquier caso, la falta de existencia de segunda Cámara es un problema, en tanto los regímenes parlamentarios definen mejor este tipo de problemas que el modelo establecido en el país vecino.

Chile no ha estado ausente de este tipo de experiencias. Históricamente, en especial en los momentos de crisis políticas más profundas, se han producido choques entre el Presidente de la República y el Congreso Nacional. Los casos más significativos y dolorosos han sido la disputa entre el presidente José Manuel Balmaceda (1886-1891) y la mayoría parlamentaria, que condujo a la guerra civil de 1891; la lucha “sin cuartel” entre el presidente Arturo Alessandri (1920-1925) y la mayoría del Senado; finalmente, el enfrentamiento entre el presidente Salvador Allende (1970-1973) y la oposición política que controlaba ambas cámaras durante la llamada “vía chilena al socialismo”.

El tema se volvió a poner en la agenda a raíz de la revolución de octubre de 2019, aunque tuvo connotaciones diferentes. Una manifestación inédita fue la solución del 15 de noviembre –el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución– que decidió la creación de un nuevo órgano llamado Convención Constitucional, que se encargaría de redactar el texto. Esa decisión, en la práctica, significó una especie de renuncia del gobierno y del Congreso al ejercicio de sus facultades, probablemente como una forma de salir de la crisis. Hay otro aspecto notable que se expresó con fuerza tras el 18 de octubre: fue el anuncio del “parlamentarismo de facto”, que se sumó al cambio en la forma de hacer política en Chile. El primer caso fue un reconocimiento del presidente del Senado de entonces, Jaime Quintana, quien señaló que si el presidente Piñera quería gobernar tranquilo debía aceptar que el país vivía de hecho en un sistema parlamentario, símbolo elocuente de la tensión institucional y la crisis profunda del sistema. Esa situación fáctica se expresó además en las normas que permitieron los retiros de los fondos previsionales, aprobados transversalmente en el Congreso en tres ocasiones, nueva expresión “de facto” de la política nacional en tiempos revolucionarios.

Tras el rechazo del proyecto de nueva constitución el pasado 4 de septiembre, sin duda se abrió un nuevo momento político en Chile. Podríamos decir que el resultado ofrecía una excelente oportunidad para el regreso de las instituciones en gloria y majestad, tanto de la Presidencia de la República como del Congreso Nacional. Aunque el presidente Gabriel Boric hubiera sido derrotado lapidariamente por la voluntad popular, la continuidad del sistema exige el respeto a las instituciones y dejar atrás el voluntarismo de los hechos que animó tantos desatinos y contradicciones. Por otra parte, el Congreso Nacional fue elegido recientemente, en noviembre de 2021, por lo cual goza de la legitimidad popular además de las prerrogativas constitucionales para desarrollar muchas tareas de bien público.

El tiempo histórico y la realidad política muestran hoy, una vez más, la contradicción existente entre el Presidente de la República –elegido con amplia mayoría de votos en la segunda vuelta de diciembre de 2021– y el Congreso Nacional, de amplia mayoría opositora. Se da la situación, similar a la que se dio en otros momentos de la historia, de un gobernante con minoría parlamentaria. En este caso, además, se da el caso que el presidente Gabriel Boric es el gobernante con menor respaldo en ambas cámaras desde 1990. Esto plantea, por definición, la necesidad de tomar ciertas definiciones políticas, como las que en el pasado adoptaron José Manuel Balmaceda, Arturo Alessandri y Salvador Allende, además de las respectivas oposiciones parlamentarias.

¿Qué alternativas tiene un gobernante con minoría en las cámaras? Me parece que básicamente tres. La primera es gobernar con las leyes que hay, no procurar mayores cambios en una u otra dirección, aprovechar la institucionalidad vigente para lograr ciertos aspectos del programa, renunciando a otros. La segunda alternativa es procurar acuerdos con la oposición, que ostenta la mayoría política y cuyo concurso es necesario para aprobar ciertas leyes: por lo mismo, se requiere una capacidad especial de persuasión y una voluntad política decidida para encontrar consensos relevantes para el país; por cierto, también implica un alto grado de madurez y capacidad de gestión. Finalmente, existe una tercera alternativa, que lamentablemente se ha expresado en el pasado con fuerza y dramatismo: chocar frontalmente, denunciar a la oposición obstruccionista y golpearse frente al muro cada vez que sea necesario (es necesario comprender que la mayoría parlamentaria también puede expresarse a través de una perpetua negativa al gobierno, intransigente o, derechamente, procurando establecer un parlamentarismo fáctico).

Resulta claro que no es una opción el choque de poderes, en momentos en los cuales Chile requiere una responsabilidad compartida para enfrentar a los verdaderos adversarios de la sociedad: la lucha contra la delincuencia y por la paz social, así como la necesidad de avanzar en la recuperación económica, derrotar la inflación y otros problemas que se van acumulando. Por cierto, también es necesario resolver la discordia constitucional, tema en el cual ha existido una notoria y lamentable dilación, así como una decisión de eludir las propias responsabilidades institucionales. Chile requiere unidad para el progreso social y, en este plano, las responsabilidades institucionales –del Presidente de la República y del Congreso Nacional– siguen estando en primer plano.