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OPINIÓN

Alejandro San Francisco: Acuerdo constituyente: celebraciones y desafíos

La discordia constitucional que ha sufrido Chile expresa una crisis de legitimidad, que lleva a una permanente discusión sobre la carta fundamental y a una escasa adhesión política hacia ella. Esto genera un problema práctico permanente que debe ser resuelto y que la nueva fórmula debe solucionar mediante el trabajo interno del Consejo y una posterior aprobación mayoritaria de la población.

El acuerdo constituyente del lunes 12 de diciembre provocó reacciones inmediatas en el mundo político, frente a una apatía generalizada en la sociedad. Ambas cosas tienen explicación. Por una parte, es lógico que los partidos celebren su acuerdo, después de meses de negociaciones y de la posibilidad cierta de que se frustrara, por exigencias excesivas de algún grupo o por las mutuas desconfianzas que acompañaban a las reuniones de acercamiento. En el caso de la población, resulta claro que se ha producido un desgaste frente al proceso constituyente, que emergió con gran fuerza en noviembre de 2019, tuvo el apoyo mayoritario para una nueva constitución en el plebiscito de entrada, pero luego se experimentó un deterioro marcado por los excesos de la Convención, el fracaso de su texto y el rechazo ampliamente mayoritario en el plebiscito de salida.

El proceso ha pasado por varias etapas y ha tenido diversas posibilidades para generar la nueva carta fundamental. Se ha hablado indistintamente de Asamblea Constituyente, Convención, Congreso y ahora Consejo, conceptos que no significan lo mismo y que buscan enfatizar una u otra expresión de la voluntad ciudadana. Sin embargo, lo que parece claro después de más de tres años desde la revolución de octubre de 2019 es que –al menos parcialmente– el Congreso Nacional y los partidos políticos parecen haber recuperado la iniciativa y han dejado de lado las fórmulas más cercanas a los mecanismos populares “desde abajo”, favoreciendo otros con mayor participación institucional.

Sin perjuicio de ello, no deja de llamar la atención la excesiva concentración en los medios, como son los acuerdos, los porcentajes y los mecanismos de elección, y el escaso valor que se asigna a los contenidos, a los principios que deben orientar una nueva constitución y los objetivos que debe perseguir para el futuro de Chile, sin perjuicio de los llamados “bordes” o bases constitucionales. En otras palabras, las formas consumen a los contenidos de fondo. Por otra parte, se aprecian algunas contradicciones en el camino: el Congreso Nacional se negó a realizar los cambios a la constitución, sea porque pensaba carecer de legitimidad, sentía que no podía hacerlo o por presiones de algunos partidos ahí representados, que han exigido un órgano 100% elegido para este solo efecto. Sin embargo, los partidos no han tenido problemas para fijar bordes, establecer la designación de expertos o cambiar el nombre y criterio de elección de los constituyentes. Eso es propio de los tiempos confusos que vivimos, aunque vale la pena consignarlo.

Las explicaciones sobre el verdadero significado de la nueva fórmula no resultan claras. Desde ya algunos dirigentes se han apresurado a aclarar que el Acuerdo no es tan vinculante como parecía, que será necesario revisar algunas cosas, que la propuesta de los expertos será una especie de “minuta” sin mayor relevancia legal y que puede ser desechada de inmediato por los consejeros. En otras palabras, es necesario leer la letra chica y los añadidos que emerjan del proceso legislativo. Otros grupos han reclamado que se trata de un acuerdo cupular, que deja afuera a los sectores populares y se aleja de las expectativas contenidas en la revolución de octubre. En fin, ya se ha comenzado a preguntar sobre qué sucederá en caso que la nueva propuesta sea rechazada por la ciudadanía: ¿se repetirá el proceso, y así sucesivamente hasta que resulte aprobada una propuesta constitucional? ¿se mantendrá la constitución vigente, con todo lo que ello implica? Las respuestas, nuevamente, son contradictorias: el presidente Gabriel Boric ha sido claro en decir que el proceso debería repetirse por el mandato del plebiscito de entrada, mientras dirigentes opositores han señalado que en caso de un nuevo Rechazo el proceso llega hasta aquí, y que así lo habrían conversado al interior de los grupos negociadores.

Con todo, es necesario partir de la realidad que el nuevo proceso constituyente es un hecho, que como tal involucra a la sociedad en su conjunto y que es necesario procurar el mejor resultado posible, aunque las posturas de entrada hayan sido diversas. En el plano de los fundamentos y del bien común, la nueva constitución tiene tres desafíos fundamentales, según alcanzo a comprender: uno de legitimidad, otro de calidad y un tercero sobre su capacidad de abrir el camino hacia un futuro de progreso. La discordia constitucional que ha sufrido Chile expresa una crisis de legitimidad, que lleva a una permanente discusión sobre la carta fundamental y a una escasa adhesión política hacia ella. Esto genera un problema práctico permanente que debe ser resuelto y que la nueva fórmula debe solucionar mediante el trabajo interno del Consejo y una posterior aprobación mayoritaria de la población. El segundo tema se refiere al contenido de la nueva carta. El problema de la Convención fue que su propuesta fue rechazada precisamente porque el pueblo consideró que era mala para Chile, contraria a la tradición constitucional del país y con una serie de conceptos novedosos que la ciudadanía rechazó, como la plurinacionalidad, el sello indigenista, el aborto amplio y el cambio del régimen político, entre otros. Finalmente hay un aspecto futuro de la mayor relevancia: si la nueva constitución permitirá o no que Chile tenga una continuidad democrática, un crecimiento económico y un progreso social acorde a lo que se requiere para una mejor calidad de vida de la población. Después de todo, con la Constitución que hoy se está desechando el país obtuvo en las últimas décadas logros que eran impensables a mediados del siglo XX. Por lo mismo, no podemos volver a caer en la mediocridad que aleja a la sociedad del desarrollo, condena a la pobreza y la falta de oportunidades, deja a muchos compatriotas en la marginalidad e impide el desarrollo de las verdaderas potencialidades de la gente, el territorio y la cultura.

Uno de los grandes males que ha provocado la extensión de la discusión constituyente es revelar la incapacidad o miopía de la clase política para enfrentar los grandes problemas sociales pendientes. Y una de las causas del tedio ciudadano sobre la nueva constitución radica precisamente en que el gobierno y el Congreso Nacional parecen ajenos a los dramas cotidianos de la sociedad. La delincuencia y la falta de seguridad no son meras noticias, sino una realidad que sufren diariamente los chilenos, que se ha agravado e impide vivir en paz y libertad. Una inflación tan alta, la falta de inversión y de creación de empleo deterioran las condiciones materiales de las familias, pero también retrasan sus sueños de vivienda propia y tantos otros anhelos legítimos. Las cifras también han empeorado en muchos índices sociales: hay aumento de gente viviendo en campamentos, la deserción escolar ha crecido a niveles intolerables y los índices de miseria y pobreza lamentablemente también se han deteriorado.

El tema no es lateral ni corre por un camino aparte, sino que se ubica en el corazón de las necesidades sociales. Primero, por una responsabilidad moral y política, de generar las condiciones que permitan el mayor desarrollo espiritual y material de las personas; en segundo lugar, por una cuestión de sobrevivencia y continuidad del proceso. En efecto, la perpetuación y eventual agravamiento de los problemas sociales revertirá directamente contra el sistema político, con todo lo que ello significa: desprestigio de las instituciones, pasto fértil para el populismo y el eventual fracaso del nuevo proceso constituyente. Dejar los problemas sociales para cuando esté resuelto el tema constitucional no solo es una gran irresponsabilidad, sino que puede ser el camino corto a la demostración de la propia incapacidad política, con todas sus consecuencias.