Como asesor teológico, en un mundo en crisis y con una Iglesia sufriendo una gran transformación, Ratzinger despuntó como una figura que pasaría a ser decisiva el resto de su vida.
Este sábado 31 de diciembre de 2022 –el último día del año – ha fallecido en Roma el Papa Emérito Benedicto XVI. Desde hace algunos días el mundo católico estaba en alerta, ante el anuncio del deterioro de su salud y de la cercanía de su muerte. Con su partida, se marcha una de las figuras católicas más relevantes del último siglo, cuya contribución resulta invaluable al pensamiento, la difusión de la fe y la cultura en general.
El 16 de abril de 1927 nació con el nombre de Joseph Ratzinger, en Baviera, Alemania, e inmediatamente fue bautizado en la fe católica, a la que consagraría su vida. De hecho, en 1951 fue ordenado sacerdote, vocación que también compartió su hermano Georg. Estudió filosofía y teología, logrando adquirir una gran cultura en estos ámbitos, así como en la literatura.
Fue profesor en las universidades de Bonn y de Münster, si bien posteriormente se trasladaría a Tubinga. Durante la primera etapa de su pontificado recordaría con emoción esa experiencia universitaria, además de reflexionar sobre la importancia del acercamiento entre la fe y el pensamiento filosófico.
En ese famoso Discurso de Ratisbona (12 de septiembre de 2006) valoró las inmensas posibilidades de progreso que ofrecía el mundo actual, pero advirtiendo sobre sus peligros, reivindicando la importancia de la religión ,y alertando sobre la aversión de Occidente a las “interrogantes fundamentales de la razón”.
Como afirma su biógrafo Peter Seewald en su libro Benedicto XVI. Una vida (Bilbao, Ediciones Mensajero, 2020), un momento crucial en la trayectoria de Ratzinger se produjo con ocasión del Concilio Vaticano II (1962-1965).
No solo se transformó en una “eminencia gris”, sino que tuvo posturas relevantes en varios temas de interés: creía que faltaba “energía intelectual” en la Iglesia, estimaba que los documentos debían ser menos rígidos y estrechos, llamaba a considerar los sentimientos de “los hermanos separados” y valoraba que hubiera una renovación para que “el testimonio de la fe resplandezca con claridad nueva en medio de las oscuridades de este siglo”.
Como asesor teológico, en un mundo en crisis y con una Iglesia sufriendo una gran transformación, Ratzinger despuntó como una figura que pasaría a ser decisiva el resto de su vida.
En 1969 el propio Ratzinger pronunció una serie de conferencias que, felizmente, han aparecido en forma de libro: Fe & futuro (Bilbao, Desclée de Brouwer, 2007). La última de las conferencias presenta una proyección de la Iglesia hacia el año 2000, donde el sacerdote imaginaba a una institución más pequeña, donde sería central “la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe”.
Sería, sin duda, una Iglesia diferente: más pequeña y con menos fieles, que además perdería algunos privilegios en la sociedad. Advertía que vendrían tiempos difíciles, crisis y sacudidas, aunque volvería a florecer, “como la patria que les da vida y la esperanza más allá de la muerte”.
Posteriormente, en muchas ocasiones volvería sobre este tema crucial: “la persecución más grande a la Iglesia no procede de enemigos externos, sino que nace del pecado de la Iglesia”, como sostuvo en una oportunidad frente a la lamentable crisis debido a los inaceptables abusos de muchos sacerdotes y otras faltas de sus propios miembros.
La vida posterior de Ratzinger es más conocida: fue nombrado obispo y creado cardenal. Luego, el Papa Juan Pablo II lo designó Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, con lo cual se convirtió en una figura central del pontificado del polaco. A su vez, presidió la comisión redactora del nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, que de forma didáctica aunque extendida explicaba las verdades de la fe (el Credo), el auxilio de los sacramentos, la moral cristiana (los mandamientos) y la forma de dirigirse a Dios (la oración).
Asimismo, Ratzinger contribuyó en muchas otras ocasiones con los múltiples encargos que le pedía el Vaticano, que se transformó en su casa durante la segunda mitad de su larga vida.
Precisamente con ocasión de la muerte de Juan Pablo II, Ratzinger estuvo nuevamente en las cámaras y en las noticias. Particularmente notoria fue su Homilía en la Misa “Pro Eligendo Pontifice”, que pronunció como Decano del Colegio Cardenalicio el lunes 18 de abril de 2005. Especial polémica causó su reflexión sobre que en el mundo se iba “constituyendo una dictadura del relativismo”.
Las críticas y elucubraciones mundanas –era una forma de señalar que no quería ser Papa– oscurecieron la explicación (el relativismo “no reconoce nada como definitivo y deja como última medida solo el propio yo y sus antojos”), así como la comprensión de fondo (la amistad con Cristo, que “nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad”).
Sin embargo, una vez que salió humo blanco, el mundo se informó que el cardenal Ratzinger había pasado a ser el papa Benedicto XVI: “los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador en la viña del Señor”, fueron las emotivas y sencillas palabras del nuevo pastor de la Iglesia universal.
Curiosamente, se trató de un pontificado breve, no por la edad del Papa (78 años recién cumplidos), sino porque en 2013 –de manera imprevisible– el Papa renunció, ante la certeza, después de haberlo considerado reiteradamente, que no tenía las fuerzas para seguir ejerciendo el ministerio de Pedro.
En esos ocho años realizó muchas cosas, viajó por muchos países y predicó incansablemente. Contra lo esperado –si bien él mismo ya lo había advertido– publicó solo tres encíclicas: Deus caritas est (25 de enero de 2006), Spe salvi (30 de noviembre de 2007) y Caritas in veritate (29 de junio de 2009).
Las tres tienen gran valor doctrinal y vale la pena leerlas; son profundas pero sencillas a la vez; contienen mucha doctrina, pero para ser vivida; la tercera, además, realiza una actualización de la doctrina social de la Iglesia en tiempo de crisis económica, en la búsqueda de “un desarrollo humano integral”.
Debemos considerar una contribución adicional: cuando el Papa Francisco, su sucesor, publicó Lumen Fidei (29 de junio de 2013), afirmó que el Papa Benedicto XVI “ya había completado prácticamente una primera redacción de esta Carta encíclica sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones” (n. 7).
Joseph Ratzinger y el Papa Benedicto escribieron mucho y muy valioso. Se puede leer con especial atención su obra Jesús de Nazaret, que cuenta con diversas ediciones. No se trata, como se puede apreciar a través de las páginas, de una figura para ver de lejos, ni siquiera para admirar o cuyas lecciones debemos conocer. Sus enseñanzas no son meramente humanas, sino que nacen del “contacto inmediato con el Padre”.
El objetivo no debe ser otro que conocerlo y amarlo, aunque ello no basta: “No se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás. No se guarden a Cristo para ustedes mismos”, recomendaría en alguna ocasión.
La partida de Benedicto XVI, de Ratzinger o del Papa Emérito, era previsible, pero no por ello deja de ser triste. En un notable libro de entrevistas titulado Dios y el mundo. Una conversación con Peter Seewald (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2005), el entonces cardenal Ratzinger hace una afirmación que vale la pena considerar en estos momentos: “Jesús muere rezando, cumpliendo el primer mandamiento de adorar a Dios, y solo a Él”.
Me imagino que así fueron los últimos días del Papa: rezando, como predicó, como iniciaba sus días, como los terminaba. Preparándose una vez más para la vida eterna. Quizá por eso el cardenal R. Sarah, al pedir que el alma de Benedicto XVI descanse en paz, ha recordado una parte de las palabras de San Pablo en una de sus cartas a Timoteo: “He combatido el buen combate, he terminado la carrera, he conservado la fe”.
Podríamos agregar la frase con la que termina esa reflexión: ahora podrá recibir “la corona” que el Señor le tenía reservada para este día.