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OPINIÓN

Alejandro San Francisco: Una educación fracasada

Es necesario cambiar la mirada, pasar de los puntajes a la relación profesor-alumno, de las brechas al deseo verdadero que todos aprendan, de las críticas torpes al trabajo serio por mejorar la educación chilena, que en muchos ámbitos se ve cada vez más mal.

Los resultados de la Prueba de Admisión a la Educación Superior (PAES) -que se dieron a conocer al comenzar este 2023- eran bastante previsibles, y pese a ello generaron decepción, rabia y controversias. Se podía adivinar el comportamiento de los estudiantes no solo por la fórmula de cálculo de los puntajes que se usan en este tipo de instrumentos, sino también por la persistencia de ciertos males en la enseñanza básica y media en el país. Los mejores resultados corresponden las personas con más recursos y que estudiaron en los colegios particulares pagados, pese a que estos representan apenas un 8% de la matrícula escolar. 

Las reacciones se han repetido en ciertos sentidos, cómo destacar los malos resultados de la enseñanza municipal frente a la particular pagada.

La brecha de los puntajes promedios es 138 puntos en la Prueba de Comprensión Lectora, en tanto se ensancha a 172 puntos en la de Matemáticas. A esto se suma el énfasis en la decadencia de los denominados liceos emblemáticos, antaño orgullo de la llamada “educación pública” y hoy con visibles muestras de decadencia: la violencia tantas veces hecha noticia, la pérdida de autoridad de los profesores y la falta de disciplina son solo algunas de las causas del problema, a lo que algunos agregan el fin del sistema de selección.

A ello se suma la pérdida de clases por las más diversas razones, que llevan a cada generación a perder entre un semestre y un año de su enseñanza media. El deterioro se desarrolló ante la indiferencia práctica y casi generalizada de las autoridades políticas, el Colegio de Profesores y la sociedad en su conjunto.

Lo anterior no es un quiebre respecto a los resultados de años anteriores, sino la consolidación de una lamentable tendencia, no por los buenos resultados de un grupo de estudiantes, sino por la constatación permanente de los malos resultados en el aprendizaje de la mayoría de los niños y jóvenes de Chile. Después de todo se pueden apreciar números análogos en evaluaciones como la Prueba SIMCE y en cualquier otro mecanismo que procure investigar seriamente lo que ocurre con los aprendizajes en la enseñanza básica y media del país. No es casualidad que algunas noticias adviertan la falta de comprensión lectora en los primeros años de la educación formal, que se arrastra durante el resto del proceso educativo como si fuera una condena sin vuelta atrás. 

Se ha repetido mucho que los liceos emblemáticos han ido desapareciendo de los rankings de los mejores colegios. Antes el Instituto Nacional aparecía habitualmente entre los diez o veinte mejores establecimientos de Chile -considerando los resultados de la PSU, por ejemplo- y otros tantos estaban entre los cien mejores: hoy la situación ha cambiado negativamente, y al parecer de modo irreversible. Ninguno de dichos liceos permanece bien ubicado, e incluso el histórico Instituto -tradicional motor de movilidad social- ha caído al lugar 201.

Sin embargo, se ha reparado poco en otras cuestiones relevantes. La primera son los resultados de los colegios particulares subvencionados, que tampoco aparecen bien ubicados en los rankings y cuyos números no generan impacto ni tantos comentarios.

La segunda es la relación de Santiago con las demás regiones del país, que muestra una extraordinaria distorsión que al menos merece una reflexión. Los diez primeros lugares son ocupados por establecimientos de la capital (cinco de Lo Barnechea, dos de Vitacura, dos de Las Condes y uno de La Reina).

Entre los 50 primeros lugares hay 37 de la Región Metropolitana; finalmente, de los 100 primeros 63 son de la RM. Podría ser impresionante, si no fuera por el centralismo repetido y asfixiante que afecta a Chile desde hace décadas, cada día peor y sin signos de cambio, tema absolutamente prescindible para los diferentes gobiernos. Considerando que en la capital viven 7 millones de personas (alrededor del 37% del población) el tema se vuelve todavía más delicado.

Al parecer solo Santiago tiene una oferta amplia de buenos colegios, al menos si los medimos en términos de preparación para los estudios universitarios. Es verdad que en los resultados debe considerarse un factor distorsionador que mueve los puntajes hacia arriba, como es esa verdadera industria de preuniversitarios y clases particulares de preparación para la PSU/PTU o PAES, que permite a algunos enfrentar el proceso con considerables mayores posibilidades de éxito.

Sin perjuicio de ello, el tema de fondo es qué sucede con la educación pública que recibe la mayoría de la población, sea en los establecimientos particulares subvencionados o en los de carácter estatal. ¿Por qué ella obtiene tan malos resultados? ¿Qué reformas han permitido o impedido cambiar la situación? ¿En qué medida el problema interesa realmente a la clase política? ¿Qué  se puede y se debe hacer al respecto?

La primera definición clave es la comprensión de las posibilidades reales de la enseñanza básica y media para entregar una serie de herramientas y conocimientos, para despertar el amor por las artes y las ciencias, por la lectura y otras dimensiones de la cultura. La respuesta debe ser positiva y es necesario obrar en consecuencia, para que los años de educación básica y media sean una verdadera experiencia espiritual y personal, que permita el mayor desarrollo posible de cada estudiante.

Ello exige buenos profesores, un ambiente positivo para el estudio, ciertas condiciones sociales básicas, medir los progresos así como corregir las desviaciones y problemas de aprendizaje. Requiere fijar la prioridad en la sala de clases y en todos y cada uno de los niños y jóvenes, más que en los cambios estructurales o administrativos, que han sido la tónica de las reformas educacionales chilenas. Y así otras tantas cosas.

Es verdad que el suicidio asistido de algunos liceos emblemáticos tiene relevancia y podemos discutir causas y culpables. Sin embargo, los resultados de las regiones nos muestran un problema mucho más amplio que no ha sido mirado con detención.

Hoy es necesario hacer en paralelo un diagnóstico adecuado de los efectos de las reformas de las últimas cuatro décadas, así como es preciso evaluar algunas decisiones.

Cuando se produjo el fin de la “selección” en los establecimientos educacionales se argumentó mucho -en los medios y en el Congreso- sobre los beneficios del efecto par en las salas de clases (de los mejores alumnos sobre los demás). ¿Ha sido realmente así? Tengo la impresión que muchas veces esos son argumentos de ocasión y que pronto se olvidan en la práctica. No sé si este sea el caso, pero basta que sea explicado y evaluado adecuadamente, al igual que otras tantas definiciones nacidas del sistema político pero que afectan directamente a los niños y jóvenes. El primero define, el segundo sufre los costos. 

Los recursos para educación han aumentado considerablemente en las últimas décadas: ¿están bien gastados? ¿Cuánto se va en burocracia o en cosas laterales y cuánto queda efectivamente en el trabajo profesor/alumno? El crecimiento inorgánico del Estado al menos da para dudar y exige revisar el gasto y, sobre todo, el malgasto público. No sería malo incluir en la ecuación que hoy tenemos más deserción escolar que hace algunos años y que Chile tiene más de medio millones de “ninis”, niños y jóvenes que no estudian ni trabajan, en medio de la indiferencia social y política.

Por último, resulta triste que la discusión de cada año sea sobre los resultados de la PSU/PTU/PAES, sobre los liceos emblemáticos y las brechas, sobre los eventuales culpables políticos del desastre educacional que mañana volverá a interesar realmente a muy pocos.

La verdadera educación, la vocación por la enseñanza, no se juega en una prueba final cuyos resultados -por muchas razones- son bastante previsibles. La educación tiene que ver con cuestiones más profundas, como adquirir el gusto por el estudio, comprender las posibilidades de la vida intelectual, lograr entusiasmarse con la lectura y la ciencia, así como comprender que si nos cultivamos de la mejor manera posible también podremos contribuir a un mundo mejor.

En otras palabras, es necesario cambiar la mirada, pasar de los puntajes a la relación profesor-alumno, de las brechas al deseo verdadero que todos aprendan, de las críticas torpes al trabajo serio por mejorar la educación chilena, que en muchos ámbitos se ve cada vez más mal.