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OPINIÓN

Alejandro San Francisco: Boric y la hora fría de la revolución


He ahí una de las paradojas del gobierno de los jóvenes rebeldes del 2011: lograron encabezar el movimiento generacional más exitoso de las últimas décadas y probablemente sean también parte del mayor fracaso en el gobierno del país.


A comienzos de 2022, Gabriel Boric se encontraba en una inmejorable posición política. Unas semanas antes había sido elegido Presidente de Chile con una extraordinaria votación y estaba organizando los equipos que lo acompañarían desde el 11 de marzo en La Moneda. Además disfrutaba de gran popularidad tras la segunda vuelta presidencial y el movimiento generacional que encabezaba pronto tendría a su mando la conducción del futuro del país.

Ha pasado un año desde entonces y las cosas son bastantes diferentes. La dura realidad del poder se ha levantado con fuerza casi vengativa contra las jóvenes promesas de la política chilena. Izkia Siches abandonó el ministerio del Interior tras un ejercicio poco afortunado del cargo; el ministro Giorgio Jackson fue cambiado de cartera y enfrentó una acusación constitucional (si bien fue rechazada); el propio presidente Boric ha bajado del 30% en la aprobación popular en diferentes estudios de opinión. Solo Camila Vallejo parece librarse de la moledora de carne que es el palacio de gobierno, si bien en las últimas semanas la dirigenta comunista ha tenido intervenciones más equívocas y parece haberse visto sobrepasada en algunas circunstancias, particularmente en torno al tema de los indultos.

Desde una perspectiva de más largo plazo, se puede decir que Boric llegó a La Moneda en el contexto del último aire del ambiente revolucionario que se inició el 18 de octubre de 2019, que marcó la política nacional en los últimos tres años. Sin embargo, su administración ha tenido lugar en la hora del reflujo, como se aprecia claramente en la derrota del proyecto constituyente el pasado 4 de septiembre y en un evidente nuevo clima en la sociedad chilena. Adicionalmente, desde el punto de vista temporal, Gabriel Boric no es el líder político cuyas promesas de cambio social entusiasmaron a la población, sino que es el gobernante de Chile, que debe responder por las realidades de su gobierno, incluyendo numerosos errores, decepciones y desmesuras.

Hace exactamente un año -a comienzos de enero de 2022- el presidente electo tuiteó sobre una lectura que estaba realizando en ese momento de transición hacia el poder. Se trataba del libro del dirigente izquierdista español Iñigo Errejón, Con todo. De los años veloces al futuro (Barcelona, Planeta, 2021). Es una obra interesante, que mezcla autobiografía con pensamiento político, y sin duda contribuye a plantear la lucha política realizada en España, primero en Podemos y luego en Más País, con el objetivo transformador de las instituciones y de la cultura. Sin embargo, además tiene valor para las diferentes revoluciones que se hacen al calor del populismo o la radicalización de la democracia, cómo se le denomina.

Que decía el mensaje de Boric en esa ocasión: “Reflexión clave para los tiempos que vienen: la capacidad de construir un orden común”. Si bien la frase es breve, la clave está en la página específica que reproducía del libro de Errejón, que se refiere al momento en que los revolucionarios llegan a gobernar, lo que no había ocurrido en España pero que pronto pasaría a ser realidad en Chile: “Es un momento, en contra de lo que pudiera parecer, absolutamente crucial. Ya no hay efervescencia revolucionaria; ahora, tras el momento cálido, las mejores y más audaces ideas tienen que convertirse en políticas públicas, institucionalidad y vida cotidiana. No es el momento sobre el que se escriben más canciones o se hacen más camisetas, pero sí es el decisivo: los revolucionarios se prueban cuando son capaces de generar orden. Un orden nuevo, nuevo pero orden, que dé certezas y que incluya también a la mayor parte de quienes estaban en contra de él. Seguramente la prueba fundamental, lo más radical, no es asaltar el palacio, es garantizar que al día siguiente se recogen las basuras. Llegué buscando insurrecciones y mírame” (página 57).

El interés es doble: por lo que afirma Errejón y por lo que suscribe Boric. Ese momento decisivo no se juega en la calle y en las marchas -que caracterizaron la primera etapa de quienes hoy están en La Moneda- sino que se define en la realidad del poder, menos épica y mucho más exigente. Los objetivos son claros y contraintuitivos: “generar orden”, nada podría sonar más conservador. Además debe sumar a quienes piensan distinto. Y el resultado no se mide por la fiesta de la insurrección, sino por la capacidad de “recoger la basura”.

El político y pensador español habla fuerte y claro. Traducido a la política chilena, sería algo así como garantizar el orden y la seguridad pública, permitir condiciones efectivas para el crecimiento económico y para que la gente viva mejor, eficiencia del sector estatal en los más diversos niveles, la realidad cotidiana sobre la poesía política. Sin duda, se trata de exigencias casi obvias para cualquier gobierno, pero poco presentes en la mentalidad revolucionaria, cuyo eje central está en la narrativa de transformar el actual orden injusto por una sociedad donde la justicia sea realidad. En la práctica, el choque con la realidad pasa a ser el primer problema de los gobernantes y la prueba de fuego de los revolucionarios en el poder. Esta generación frenteamplista -y también los jóvenes comunistas- no han logrado tener las herramientas intelectuales y políticas para enfrentar estos desafíos. Parecen tener un complejo de realidad: obrar de la manera señalada podría ser una especie de renuncia a los sueños de juventud. Con ese criterio, la tríada de Errejón -“políticas públicas, institucionalidad y vida cotidiana”- son las que más sufren con esta contradicción no resuelta.

Es verdad que en todo esto también coexisten elementos prácticos: sistema institucional, mayorías parlamentarias, capacidad efectiva de los liderazgos y el clima muchas veces cambiante de la opinión pública. Pero gobernar nunca ha sido tarea fácil y mucho menos lo es en las democracias complejas de las que habla Daniel Innerarity. Lo que ocurre es que la transparencia de la información -por medios tradicionales o por redes sociales- hace más visible las contradicciones, más notorios los cambios de discurso y más exigente el control de gestión. La etapa más caliente de la revolución -con calle, canciones, masas y enemigos claros- da paso a una etapa fría, poco animante por sí misma y donde se nota más la decepción ciudadana que las marchas populares. En otras palabras, la educación gratuita y de calidad, la lucha contra la desigualdad o los salarios adecuados ya no pueden seguir siendo la expresión de un permanente reclamo político, sino las bases para el propio desencanto.

He ahí una de las paradojas del gobierno de los jóvenes rebeldes del 2011: lograron encabezar el movimiento generacional más exitoso de las últimas décadas y probablemente sean también parte del mayor fracaso en el gobierno del país. Por cierto, todavía es muy pronto para sacar conclusiones definitivas, pero al acercarse el primer año de gobierno comenzarán a abundar los análisis al respecto. Y en ese plano, quizá el presidente Boric recuerde la interesante lectura del verano de 2022, cuando pareció comprender que lo relevante no sería asaltar “el palacio”, sino recoger la basura. O, en términos chilenos, derrotar la delincuencia y procurar mejores condiciones de vida para la población que hoy mayoritariamente rechaza su gobierno.