Chile necesita una constitución –nueva o menos nueva– que no solo debe ser buena, sino que también debe sentar las bases que permitan el progreso económico y social, como lo ha hecho la actual carta fundamental.
En relación con el proceso constituyente en marcha, me parece que hay algunas perspectivas que es necesario comprender. La primera es que no se trata –como repiten algunos críticos– de una simple repetición de la fórmula anterior, fracasada y rechazada por el pueblo el 4 de septiembre.
La segunda es que tampoco es una fórmula cerrada, una verdadera “dictadura de los partidos, como ha manifestado Gabriel Salazar, con todo lo que ello representa en el contexto que ha vivido Chile en los últimos años. El problema admite matices y posiciones intermedias, que requiere un análisis amplio.
Como suele ocurrir en política, el tiempo es un factor muy decisivo. En el plano referido, resulta claro que en noviembre de 2019 el país vivió un verdadero momento constituyente, tras el estallido de la revolución de octubre. Fue entonces cuando, en palabras de la oposición al gobierno del Presidente Sebastián Piñera, la ciudadanía movilizada estableció corrió “el cerco de lo posible” e inició “por la vía de los hechos, un ‘proceso constituyente’ en todo el país”.
El sentido era muy claro: “La necesidad de una Nueva Constitución –emanada de la propia ciudadanía– que permita establecer un nuevo modelo político, económico y social”. En ese tiempo, además, las encuestas fijaban que una nueva carta fundamental era uno de los tres problemas principales de Chile, lo que reconocieron transversalmente los partidos políticos al firmar el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución.
Durante dos años el país vivió un plebiscito de entrada, la elección de convencionales, el trabajo de doce meses del órgano establecido y un plebiscito de salida que rechazó la propuesta de la Convención.
Por lo mismo, tras todo ello, es evidente que el clima nacional ha cambiado: ni la constitución es prioridad ni el fervor revolucionario subsiste en la forma que conocimos. En la práctica, tras el fracaso de la Convención, los partidos y el Congreso retomaron la agenda constituyente, organizando un nuevo proceso, más controlado, con una fórmula electoral distinta, bordes, expertos y otras consideraciones que claramente se proponían evitar el desmadre que tuvo la anterior fallida experiencia y dar un mayor control institucional sobre el desarrollo del nuevo experimento constituyente.
En síntesis, podríamos resumirlo así: si el proceso constituyente de 2021-2022 se caracterizó por su desconfianza hacia los partidos y la clase política gobernante, el que está en desarrollo este 2023 tiene más bien un claro recelo hacia el pueblo, que hace algún tiempo aparecía como el gran actor del acontecimiento histórico nacional.
Todo esto no está exento de problemas, como podemos imaginar, y vale la pena referirse a esto. La Convención fracasó por diversas razones: por su radicalización ideológica, su proyecto excéntrico y contrario a la tradición constitucional del país e incluso por la mala evaluación que ha tenido el gobierno del presidente Gabriel Boric.
A ello se puede sumar la evolución de la experiencia revolucionaria, que durante el 2022 se encontraba a la baja. Sin embargo, es preciso hacer otra consideración, aparentemente contradictoria. Muchas veces se dijo que la Convención Constituyente tenía la virtud de ser representativa de Chile: era paritaria, tenía una amplia representación de los pueblos originarios, incluía a personas que nunca habían estado en la política tradicional, logró romper la lógica de las dos grandes fuerzas políticas que regían desde la transición y además era social y culturalmente más amplia.
Los orígenes educacionales de sus miembros eran muy diversos (no era una Convención “de abogados”, lo que era visto como una virtud), así como también tenía una amplia representación de las personas provenientes de regiones. En síntesis, se parecía al Chile de verdad. Y, sin embargo, fracasó, y de manera clara y rotunda.
¿Qué puede pasar con el proceso actualmente en curso? Me parece que en la fórmula establecida por el Congreso Nacional tiene tres peligros que es necesario considerar. El primero es la situación contraria a la Convención, es decir, el elitismo, centralismo y falta de representación del Consejo de expertos que se aprobó por la Cámara y el Senado, y eventualmente del Consejo constituyente que se elegirá en los próximos meses.
El segundo tiene que ver con la motivación ciudadana en el momento actual, con el cambio en el clima social y político, muy distante de la efervescencia de otros momentos. Finalmente, un tercer factor es el riesgo real de un proceso fallido, en dos sentidos: en las expectativas de un sector más o menos amplio de la población y en los resultados finales.
El primer aspecto es crucial, y ha quedado de manifiesto con la composición del Comité designado por el Senado y la Cámara de Diputados, de 24 personas en total. Un grupo importante de los designados son personas de una alta competencia profesional e incluso jurídica, a quienes podría caber el calificativo de expertos.
Sin embargo, hay dos aspectos que manifiestan una debilidad evidente: primero, su absurda falta de representatividad, especialmente la ausencia de figuras de regiones, donde hay abogados constitucionalistas de nivel (se pueden revisar las facultades de Derecho o los proyectos Fondecyt y publicaciones, entre otras cosas), así como numerosas personas que podrían haber hecho un gran aporte en esta instancia.
Una vez más el centralismo y la mirada estrecha de la realidad han derrotado una comprensión real de la sociedad. Segundo, en muchos casos se advierte un estilo que privilegia la lealtad partidaria, la militancia política, sobre el expertise. No se trata solo de las profesiones: en lo personal, creo que es conveniente una adecuada integración de abogados con personas de otras formaciones (incluso podría ser necesario tener más economistas, sociólogos y personas de otras profesiones).
Sin embargo, resulta claro que el concepto definido en el origen –y sobre todo la forma de elegir a los expertos– estaba orientado a tener un consejo designado por los partidos representados en el Congreso más que por una voluntad real de contar con personas de la trayectoria prometida.
Se previó tener paridad entre hombres y mujeres, pero las regiones siguen siendo el pariente pobre de la política chilena. Con esto, se pasa de un extremo a otro: de la “calle constituyente”, y luego una Convención muy similar a la realidad nacional, se vuelve a una fórmula más elitista, cerrada, santiaguina, de pocas universidades.
Todo ello podía llevar a un proceso fallido, si no se hace una adecuada pedagogía cívica sobre el proceso, en medio de una falta de interés ciudadano y en un ambiente donde abundan los problemas económicos y la delincuencia.
Por otra parte, podría producirse un desencanto de fondo, considerando que el 38% de la población quiso hace pocos meses una carta fundamental radicalmente diferente a la que hoy tiene Chile, y seguramente siguen considerando muchos de ellos –como el 12 de noviembre de 2019– que una nueva constitución debe asegurar un “nuevo modelo político, económico y social”, como era propio del ambiente de la ebullición revolucionaria octubrista. Pero el país ha cambiado, estamos en otra etapa y es bueno comprenderlo.
Chile necesita una constitución –nueva o menos nueva– que no solo debe ser buena, sino que también debe sentar las bases que permitan el progreso económico y social, como lo ha hecho la actual carta fundamental.
Esa es la tarea prioritaria, para lo cual se debe articular un proyecto que dé amplia vida y libertad a las personas y la sociedad civil, así como otorgue al Estado un papel claro y definido, que permita su acción efectiva para procurar una mejor calidad de vida para la población, sin ahogar la iniciativa ciudadana, y procurando condiciones de seguridad, estabilidad, ejercicio de la democracia, vigencia del estado de derecho y perspectivas reales de desarrollo.
Para todo ello, es bueno considerar los peligros que existen en el camino, de lo contrario el país podría lamentar un nuevo fracaso, aunque por razones diferentes.