En marzo puede comenzar un curso, unas clases o un nuevo año escolar, y eso está bien. Pero también puede empezar una verdadera aventura, y eso es espectacular: aprender, conocer, compartir, dudar, pensar, leer, estudiar intensamente.
Se apareció marzo y, como todos los años, se acaban las vacaciones, aparecen muchos gastos y la vida vuelve a la “normalidad”. También, en este 2023, comienzan las actividades de la Comisión designada por el Congreso para elaborar la nueva Carta Fundamental y también las campañas para el Consejo Constituyente. Pero si hay algo que marca profundamente cada mes de marzo es el regreso a clases, para los profesores y estudiantes de los distintos niveles de enseñanza.
Por lo mismo, me parece que es un gran momento para volver a pensar en la importancia decisiva de la educación, pero también sobre la actividad que realizan quienes participan del proceso en los diversos niveles. No se trata de volver a hablar de la violencia que se ha instalado en algunos lugares, de los numerosos rankings existentes o de la situación del Ministerio de Educación. Más bien es una oportunidad para volver a “los ladrillos” del edificio de la enseñanza, como les llamaba el rector Juan de Dios Vial Correa: los profesores y los estudiantes.
Asistir a la educación básica, media o superior muchas veces parecen parte de una cadena, se imponen como una obligación incluso constitucional, resultan una forma de pasar los años o de sociabilizar, aprendiendo algunas cosas que pueden ser valiosas o preparándose para obtener un determinado título profesional. Sin embargo, la educación es algo mucho más profundo, que implica la posibilidad de formar el carácter, adquirir virtudes, obtener ciertos conocimientos, que nos ayuden a ser más y mejores personas, que nos permitan contribuir a la sociedad con decisión y, eventualmente, también nos permitan desarrollar una vocación personal.
Me parece que la vida escolar muchas veces se vuelve rutinaria y el aprendizaje parece estéril e insuficiente. La fórmula del “baile de los que sobran” domina la mentalidad de muchos, en buena medida porque efectivamente los resultados son negativos en las pruebas de selección universitaria, especialmente para los sectores de menores recursos.
Sin embargo, también influyen otras cosas: la falta de motivación familiar o escolar, el escaso amor a la lectura, la ausencia de un proyecto de vida asociado a la búsqueda del conocimiento en algún área determinada e incluso la falta de recursos económicos. Lo mismo ocurre respecto de los profesores, tantas veces desmotivados o carentes de vocación, desarrollando una tarea que se vuelve demasiado cuesta arriba, lo cual se suma a la falta de prestigio social de su actividad y a un evidente deterioro de la relevancia de la función docente en la sociedad.
Frente a esta realidad, que existe aunque no la queremos, podríamos tomar la actitud cómoda de la resignación o, peor aún, dejarnos llevar por el pesimismo de suponer que todo está perdido y ya no hay vuelta atrás. Hace unos días -suelo hacerlo antes de comenzar un nuevo período académico- vi una película sobre educación. En esta ocasión la elegida fue “Escritores de la libertad” (2007), una emotiva producción basada en la vida real de la profesora Erin Gruwell, quien tras egresar de la universidad comenzó a dar clases en el ambiente difícil de una escuela en Los Ángeles, Estados Unidos, a fines del siglo XX. La realidad social estaba marcada por la discriminación racial, la pobreza, el ambiente familiar, la cárcel de los parientes y sobre todo la “convicción” de que “nada cambiará” y los años de enseñanza serán prácticamente perdidos para quienes no pueden hacer mucho más en la vida.
La profesora irrumpió llena de sueños y entusiasmo, pidió libros a la dirección del establecimiento y quería animar a los jóvenes a escribir, frente a lo cual encontró más rechazo que apoyos: “Les pedimos que vengan a estudiar, les decimos que tienen una oportunidad, y luego no los educamos”, fue la reflexión que hizo frente a las autoridades. Felizmente, la situación empezó a cambiar y comenzaron a verse frutos que conviene conocer viendo la película o a través de la lectura del libro.
El tema de fondo, como dicen muchos educadores, es que siempre los profesores y estudiantes conservan la libertad para orientar sus vidas incluso ante las dificultades objetivas que se puedan enfrentar. Un gran profesor -quizá todos o muchos hemos tenido la experiencia de haber tenido alguno- puede despertar el entusiasmo de sus alumnos, ayudar a descubrir la vocación de un joven o simplemente abrirle caminos insospechados, desde los primeros años hasta los estudios universitarios.
Por ejemplo, cuando Albert Camus recibió el Premio Nobel de Literatura en 1957, escribió una carta a su profesor Louis Germain, que vale la pena reproducir en lo central: “He dejado que se apague un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de venir a hablarle con el corazón. Acaban de hacerme un grandísimo honor que yo no había buscado ni solicitado. Pues bien, cuando recibí la noticia, mi primer pensamiento, después de mi madre, ha sido para usted. Sin usted, sin esa mano afectuosa que tendió al niño pobre que yo era, sin sus enseñanzas y su ejemplo, no habría sucedido nada de todo esto” (en Albert Camus, Cartas a mi maestro, Barcelona, Plataforma Editorial, 2022).
Hay muchos ejemplos más, desde esos dos grandes maestros que fueron Sócrates y Jesús en adelante. Tenemos a la vista los diez consejos de Gabriela Mistral para los profesores, que siempre son una ayuda para realizar nuestras tareas. Quizá el recuerdo de algún curso o un profesor específico también nos pueden ayudar en la labor, tanto a los que hemos recibido la vocación de profesor como a los estudiantes. Es verdad que hay una diferencia crucial. Ser profesor es -ojalá lo fuera, en realidad- una vocación. Ser estudiante muchas veces es una obligación incomprendida y llevada a contrapelo. Pero a la larga compartimos el mismo lugar de desarrollo profesional y es nuestro espacio específico de sociabilidad, amor, aprendizaje y crecimiento personal.
Uno de los momentos más hermosos de la vida es el ingreso a la educación superior. Una universidad puede mirarse como una fábrica, una productora de títulos o de una forma más profunda, enfatizando lo que efectivamente significa esta venerable institución. Esto vale para los novatos y mechones, pero también para los estudiantes de los diversos cursos que ahora regresan a las salas de clases. La primera decisión debe ser estudiar mucho y con una verdadera pasión por aprender. No basta el interés menor de querer pasar un curso o las preguntas interesadas sobre si una lectura es con nota o cosas por el estilo. Es preciso estudiar y querer estudiar, ser capaces de cuestionar con respeto y con argumentos, preguntar, manifestar dudas, dar opiniones, estar abiertos a la inmensa riqueza del conocimiento en las más diversas disciplinas.
En marzo puede comenzar un curso, unas clases o un nuevo año escolar, y eso está bien. Pero también puede empezar una verdadera aventura, y eso es espectacular: aprender, conocer, compartir, dudar, pensar, leer, estudiar intensamente.
En este marzo de 2023 vamos con todo, que empieza nuevamente la aventura maravillosa de la educación: demos gracias a Dios por nuestra vocación, a nuestros padres por su generosidad, a aquellos profesores que nos han dado ejemplo y a los alumnos que nos continúan motivando en la maravillosa pasión por la enseñanza.