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OPINIÓN

Julio Isamit: Subsidiariedad: justicia y libertad

La subsidiariedad nuevamente es protagonista de la agenda pública. Hoy se cuestiona su compatibilidad con el Estado social de Derecho, discusión que tiene lugar porque los suscriptores del acuerdo constitucional no establecieron una interpretación unívoca al tratar el Estado Social, lo que permite que cualquier partido, desde el PC hasta la UDI, intenten llevar agua a su molino, con el costo de interpretaciones distintas y contradictorias. Ambigüedad peligrosa cuando se trata de normas llamadas a dar certeza y no a confundir.

Evidentemente el Estado subsidiario es el más auténticamente social, porque es el más acorde a la dignidad humana; respetuoso y promotor de la libre iniciativa creadora de las personas, alzándose como un pilar para su desarrollo espiritual y material. Sin embargo, desde una perspectiva meramente política, es innegable que la inclusión del Estado social como base del proceso tuvo por objetivo, por lo menos para la izquierda, la superación del modelo subsidiario en Chile.

La izquierda utiliza el concepto como punta de lanza para consagrar un Estado interventor y empleador, que absorbe la autonomía y el empuje de las familias y los cuerpos intermedios, constituyéndose como el motor del desarrollo. Tanto es así que, Alexis Cortés, experto del PC, alertó en La Tercera que la inclusión de la subsidiariedad supondría violar el acuerdo. En la visión del PC o de los socialismos del siglo XXI la subsidiariedad no tiene espacio alguno, porque su objetivo final es el control estatal de toda la actividad nacional, sin espacio para soluciones alternativas que sean fruto de la innovación de los privados. En último término es un tema de poder y de control, como han mostrado en distintas sociedades y como propusieron en su proyecto constitucional derrotado por el pueblo el pasado 4 de septiembre.

Al otro lado, parte de la centroderecha se sumó a la nueva conceptualización, sacrificando la subsidiariedad en aras de proteger la libre elección en materias como salud o educación y la colaboración público-privada, desconociendo y/o limitando el verdadero sentido y alcance del principio de subsidiariedad, o bien ocultándolo, para evitar la polémica o porque se cree que no es una batalla que haya que dar. Esto olvida que la subsidiariedad es mucho más que un régimen de provisión mixta de bienes públicos, sino que se trata de la articulación de todo el tejido social sustentado en la dignidad humana, donde el empuje y la iniciativa social radica en la persona y sus agrupaciones y donde el Estado cumple labores sociales, pero interviniendo en pos del bien común y no como un ogro que todo lo desea y lo puede.

Al mismo tiempo, otro error sería acentuar una dimensión (positiva) sobre otra (negativa), desconociendo que ambas son dos caras del mismo principio y que se aplica prudencialmente según las circunstancias particulares. En el caso chileno, muchas veces el Estado creció donde no lo necesitaba y se ausentó donde se requería con urgencia. Por esencia el Estado subsidiario es activo cuando se le requiere, para suplir a la sociedad civil o alentarla a tomar impulso, y pasivo cuando los problemas públicos son afrontados por el empuje privado; y en esto radica la valiosa flexibilidad de este principio para enfrentar exitosamente los diversos problemas sociales.

Por eso, pese al equívoco -deliberado o no- al que invita la base institucional, se debe levantar con fuerza la subsidiariedad como la forma propia de Estado Social, con su amplio espectro de libertades en materia educacional, salud, autonomía de los cuerpos intermedios e iniciativa económica, entre muchos otros campos. Lo que está en juego es precisamente cuál será la relación entre el poder político y la sociedad. Ni más ni menos.