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OPINIÓN

Álvaro Iriarte: Indulto, límites al poder y prudencia política

El Cordinador de Contenidos del Instituto Res Publica analiza la facultad del indulto presidencial y comenta que "se requieren una serie de limitaciones y restricciones de fondo, ya sea de rango constitucional o legal, para darle legitimidad en el tejido social hacia el futuro".



En los últimos meses, la institución del indulto presidencial ha logrado una visibilidad inesperada en el debate público nacional. Todo ello con ocasión de los indultos del presidente Boric a 13 delincuentes condenados por delitos violentos ocurridos en el marco del denominado “estallido social” de 2019.

Algunos aspectos que se configuran de esta institución pueden ayudar a iluminar un debate profundo y de largo alcance, que excede ampliamente al actualmente existente en cuanto a la procedencia o no de los indultos y a la validación de la violencia como mecanismo político por el tipo de delitos y su contexto.

El indulto encuentra sus raíces en la concepción que el monarca y soberano -hoy el Estado- tiene como función y finalidad preservar la justicia en la comunidad. Era el rey quien tenía la última palabra en materia judicial, pues era él quien delegaba la función judicial en sus oficiales y tribunales. Era facultad del monarca perdonar al condenado si así lo estimaba, pues solamente él era responsable por la administración de justicia. Esta concepción de la administración de justicia sólo cambiaría con el avance de las ideas como la separación de poderes y la independencia de tribunales como garantía de respeto a la libertad y derechos del individuo. La administración de justicia, la función de justicia, pasará a ser uno de los pilares del Estado moderno surgido de las revoluciones liberales.

Pareciera que en los albores del constitucionalismo moderno, una facultad como el indulto hacía más sentido debido a todo el proceso en marcha para dotar a las naciones de un poder judicial profesional e independiente. En la actualidad, con un Estado cada vez más complejo y burocrático, así como una serie de herramientas institucionales para evitar condenas indebidas y para respetar el debido proceso, la facultad de indultar o perdonar la condena impuesta por el sistema judicial genera más desconfianza que respaldo. En efecto, cuando una sociedad alcanza ciertos estándares en la administración de justicia, en especial de la justicia penal, y que valora la independencia de los tribunales como un pilar fundamental del Estado de Derecho, la imprudencia en el ejercicio de esta atribución puede terminar siendo interpretada como una forma de inmunidad efectiva para amigos y aliados; como un verdadero favor político.

Si bien existe consagración constitucional de la facultad y una normativa de rango legal y reglamentario para su ejecución, la verdad es que se trata de una decisión discrecional de la autoridad, como ha quedado de manifiesto en la seguidilla de eventos de estos últimos tres meses. La normativa vigente contempla una serie de formalidades y requisitos, algunos de ellos redactados en forma más objetiva que otros. Y una facultad de indulto sin mayores limitaciones de fondo o sin que tenga efecto vinculante un informe de Gendarmería negativo o de otra institución al respecto, abre la puerta precisamente para el ejercicio imprudente e irresponsable del poder. Esta es la verdadera cuestión a debatir respecto de los indultos otorgados por el Presidente Boric.

El ejercicio del poder, sobre todo cuando se trata de la máxima autoridad política de una comunidad -como el caso del presidente de la República en Chile-, requiere ante todo el mayor grado de prudencia posible; más aún si la nación se encuentra polarizada y dividida en torno a una serie de problemas. La situación se vuelve más compleja si uno de estos temas es precisamente la seguridad y la violencia. En el caso del indulto presidencial, una decisión que genere expectativa de impunidad será interpretada como un signo de miedo o debilidad, y será percibida como un estímulo a la conductas.

Que un acto de la autoridad sea constitucional y legal no quiere decir que sea moralmente correcto, ni tampoco que el poder político se está ejerciendo de manera prudente y responsable. La Constitución y la ley son un estándar mínimo, y como tal, la ciudadanía puede y debe exigir de sus autoridades el más alto estándar ético a la hora de ejercer el poder.

La reflexión a la que estamos llamados como sociedad en torno a la institución del indulto debe ser mucho más profunda. Ya sea que se estime prudente eliminar del todo la atribución por no responder a las dinámicas políticas contemporáneas o que se decida introducir una serie de criterios objetivos para limitar y reducir el ámbito de acción de la institución, es necesario tener en perspectiva como criterio orientador el límite al poder la autoridad, en especial de la Administración, Gobierno, Poder Ejecutivo o como sea que se le denomine.

Una opción es determinar expresamente respecto de qué delitos y penas se admitirá la procedencia de un indulto, o en sentido inverso, señalar expresamente respecto de qué delitos y penas no procederá. Otra opción podría ser que se incorporara con carácter vinculante la opinión de organismos técnicos sobre procedencia del indulto, e incluso de otros poderes del Estado, para así compartir la responsabilidad por una decisión imprudente.

Como sabiamente advirtió en el siglo XIX el historiador y moralista británico Lord Acton, “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Toda atribución discrecional, como la de indultar, conlleva un gran riesgo en su ejercicio, pues puede terminar socavando el ideal de Estado de Derecho. Por ello, en caso de que se decida mantener la figura del indulto presidencial en el sistema institucional chileno, se requieren una serie de limitaciones y restricciones de fondo, ya sea de rango constitucional o legal, para darle legitimidad en el tejido social hacia el futuro.