Es absolutamente injustificado acusar a Guzmán de tener una idea de política social fundada en el individualismo liberal, y no en la justicia social.
El pensamiento de Jaime Guzmán ha generado una serie de objeciones que abarcan desde el mundo de las izquierdas hasta sectores de derechas. La principal crítica doctrinaria es que Guzmán leyó el principio de subsidiariedad en clave fundamentalmente negativa, promoviendo de forma desproporcionada la abstención del Estado en la vida social.
Eso provocó la aplicación errada del principio y la limitación de la prestación de servicios públicos. Autores socialcristianos agregan que la subsidiariedad negativa facilitó el avance no sólo de una economía de mercado, sino también de una sociedad individualista y consumista basada en el afán de lucro y el amor propio que permeó en nuestra cultura, desintegrando el tejido social y los valores tradicionales.
De antemano, cabe advertir dos cosas. Primero, Guzmán no fue un intelectual. Cualquier crítica a su esquema doctrinario y su proyecto político debe tener en consideración que él fue un político. Esta realidad ha sido asumida paulatinamente por algunos de sus críticos que han comprendido que no es posible encontrar un esquema filosófico finamente elaborado y cerrado.
Segundo, lo que corresponde para cuestionar a Guzmán es leer a Guzmán, no lo que otros han tratado de interpretar como el pensamiento de Guzmán, no sólo porque es un camino más limpio, sino también es más honesto intelectualmente.
Como político preocupado por las ideas, el fundador del gremialismo mantuvo una alta actividad comunicacional más o menos consistente, con variaciones y diversidad de acentos, pero que en lo medular se mantuvo intacta. Esto va desde los años 60 hasta su última columna el 31 de marzo de 1991. Es precisamente a estas fuentes a las que se puede recurrir para tratar de comprender su proyecto político. Es muy fácil caer en la tentación de criticar al Guzmán de Renato Cristi, quien ciertamente hizo una labor enorme estudiando su pensamiento, pero también introdujo su propio sesgo en la reconstrucción de las ideas del personaje.
Puesto así el asunto, podemos entrar en los detalles. Sobre el tema de la subsidiariedad, algo ya se ha dicho -especialmente por Carlos Frontaura, en su completa revisión de las fuentes de Jaime Guzmán, con énfasis en la Comisión de Estudios de la Nueva Constitución- para contestar los errores difundidos en torno a su pensamiento.
Tanto sus escritos de juventud, como las intervenciones en la Comisión Ortúzar y las cientos de columnas y declaraciones muestran que en Guzmán hay una comprensión integral del principio de subsidiariedad:
“El concepto de subsidiariedad del Estado, entonces, impone restricciones a su acción, pero también le genera obligaciones de actuar. Con su correcta aplicación se pretende lograr, en consecuencia, un balance adecuado entre la defensa de las libertades individuales y colectivas, y la conveniencia de la acción estatal en diversas materias que así lo requieren”.
Se objetará, desde las izquierdas, que de todos modos el Régimen Militar aplicó en exceso la faz pasiva en su institucionalidad económica. Son los mismos sectores que prefieren el modelo intervencionista que estancó la economía chilena y la hizo colapsar en la década de los 70. Esa objeción no dialoga con Guzmán. Liberalizar, desregular y privatizar la economía era técnicamente aconsejable y justo, ya que devolvía a las personas la libertad de iniciativa y terminaba el régimen de privilegios sectoriales del estatismo anterior. Distinto es, como afirman sectores socialcristianos, si décadas después el principio de subsidiariedad no se aplicó correctamente en toda circunstancia (si es que así hubiera ocurrido, lo que debe ser probado). Eso, que es discutible, no es algo de lo que pueda responder Guzmán, precisamente porque no fueron decisiones o ideas de él las determinantes de esas aplicaciones concretas defectuosas.
En el mismo sentido, es absolutamente injustificado acusar a Guzmán de tener una idea de política social fundada en el individualismo liberal, y no en la justicia social. Guzmán tenía entre sus metas la superación de la pobreza y la difusión de oportunidades para los sectores vulnerables, porque la marginalidad de la extrema pobreza constituye una de las “lacras que atentan contra la plena libertad humana”.
Guzmán se convence que una forma de superar la pobreza es generar riqueza y permitir el acceso de forma masiva a ese crecimiento económico. Y el medio para crecer es la libertad económica. Naturalmente parte de esa riqueza llegará por medio de más y mejores empleos, mejoras salariales, etc. Pero lo más importante es la labor redistributiva estatal: “Un Estado subsidiario disminuye su tamaño y orienta su función redistributiva a superar la pobreza -y no a una utópica igualdad- como instrumento de efectiva justicia social”.
Para ayudar a los más pobres hay que generar riquezas. Para tener una buena red de apoyo social estatal, hay que tener recursos. Y esos recursos hay que usarlos bien. Porque el fin que persiguen es fundamental y no pueden ser desperdiciados. En ese sentido, la redistribución “debe enfocarse conjugándola con la prioridad de generar nuevas riquezas, es decir, de ‘hacer crecer la torta’, instrumento principal e insustituible para un mayor bienestar social”.
Esta es la razón más profunda de la focalización del gasto público. En el estatismo, la protección social termina siendo cooptada por privilegios sectoriales, burocracia, corrupción y despilfarro, sin que cumpla el objetivo inicialmente planteado.
Es la combinación de la libertad económica con la acción bien orientada y focalizada del Estado la que genera oportunidades para todos, especialmente para los más pobres.
Y esta política económica y social funcionó. Chile creció y generó más oportunidades para todos. Casi todos los índices de desarrollo humano muestran que Chile, desde 1970 hasta nuestros días, es un país que ha logrado mejorar sostenidamente su calidad de vida. No sólo se creó riqueza y se volvió un lugar atractivo para emprender e invertir, también se expandió el acceso a la educación, la salud, la vivienda y el transporte.
El gran objetivo institucional de Guzmán de una democracia con economía de mercado y progreso social tomaba forma -aunque ya sin Guzmán presente. Pero hay un flanco abierto que los objetores -conservadores y tradicionalistas- de Guzmán mantienen en alto: Chile se “modernizó”, pero perdió su alma.
Este país, con sus buenos resultados socioeconómicos, se enfrenta a un tejido social descompuesto y a un clima espiritual trágico, donde la religión se encuentra excluida de lo público y tiene un rol minoritario en las conciencias.
La aprobación del divorcio, el aborto, y el matrimonio homosexual confirmarían esta objeción, que ciertamente es hiriente para un guzmaniano consciente del valor de la Fe cristiana para Guzmán.
Nuevamente, el asesinado senador era el primero en advertir de los peligros socioculturales que suponía la afirmación de la institucionalidad basada en la libertad política y económica, cuestión que ya estaba ocurriendo en Estados Unidos y Europa.
Guzmán fue constante en denunciar el materialismo práctico de las naciones de Occidente: “¡Cuántas personas que disfrutan su libertad y bienestar padecen de un alma vacía de vida interior, que deambula -entre escéptica y triste- por una existencia sin sentido!”. Para Guzmán no era posible atribuir estos vicios al “modelo” que se estaba instaurando en Chile porque “ningún sistema político o económico (como la democracia política o la economía social de mercado) puede satisfacer las inquietudes más profundas del hombre”.
Por ello era insistente en que “ningún sistema podrá suplir la indispensable tarea formativa que la familia, los educadores, los medios de comunicación, la Iglesia -y también un Estado subsidiario- deben asumir para afianzar valores que son inherentes a nuestro ser nacional y, por ende, bases de una futura convivencia social sólida y estable”.
Pero la reflexión guzmaniana no se detiene ahí. Porque Guzmán, en línea con el pensamiento conservador chileno y la Doctrina Social de la Iglesia, sostiene la necesidad de este marco ético objetivo para las instituciones de una sociedad libre: “La libertad debe ajustarse a las normas objetivas de la moral. Si la libertad se confunde con el capricho de cada cual para hacer lo que tenga ganas se cae en el libertinaje, la anarquía o el escepticismo vacío, que hoy aflige a muchos países desarrollados”.
Una sociedad libre podrá tener los mejores esquemas institucionales y los mejores resultados socioeconómicos, pero si no transmite la existencia de esos principios de la buena vida no se puede sostener. El relativismo ético tarde o temprano provoca que las instituciones degeneren, siendo tierra fértil para la demagogia y los totalitarismos.
En Guzmán están las claves de tantas “limitaciones” que se imputan a su pensamiento. Porque su proyecto político “apunta a una sociedad libre, justa y basada en sólidos valores morales”. No porque esté todo, mucho menos porque sea infalible. Pero es de justicia reconocer lo que efectivamente pensó y no lo que se le supone, para no hacerlo responsable de errores o imprecisiones que se podrían haber formado tiempo después de su dolorosa partida. Pero nos quedamos con esta síntesis formulada por él en la campaña presidencial de 1989:
“Amamos profundamente a Chile y por eso queremos seguir construyendo una nación sólidamente afirmada en los valores morales y espirituales propios de nuestras raíces cristianas. Amamos entrañablemente a nuestra familia y por eso queremos forjar una sociedad que siempre la respete y la fortalezca. Amamos intransablemente nuestra libertad y por eso queremos afianzar un sistema político y económico-social que combine democracia y progreso. Que ofrezca a cada hijo de esta tierra mayores y mejores oportunidades”.
*Jaime Tagle D. – Equipo de Contenidos Instituto Res Pública