En los últimos días se informó que habrían sido contratados en el Estado unas 80 mil personas nuevas entre noviembre de 2022 y febrero de 2023. Esto es inaceptable y requiere una revisión urgente, que podría manifestarse tanto en la nueva Constitución como en las reformas legales pendientes.
No es casualidad que entre los temas más discutidos de la agenda pública en Chile destaque con especial nitidez el tema del Estado, sea en sus funciones, tamaño o carácter. Así, se discute el tema del Estado social o el Estado subsidiario (o ambos a la vez); se habla de agrandar o achicarlo; de darle prioridad en educación o en salud y de que asuma el sistema previsional en sus diferentes etapas. Por otro lado, en el plano práctico, sigue vigente la contradicción entre estados que hacen cosas (mucho, en ocasiones), que lo hacen mal y otros que dejan de hacer lo que deben.
En la discusión -casi siempre ocurre así en la política contingente- se mezclan argumentos serios con otros más interesados, aparece información con datos que coexiste con frases hechas y descalificaciones fáciles. El prisma ideológico pesa más que la evidencia y el prejuicio suele contradecir a la realidad. Todo esto hace difícil sostener un debate serio, del cual emerjan propuestas y soluciones.
Entre las cosas que se repiten en los últimos años hay una tendencia a hablar del abstencionismo del Estado, que estaría derivado del principio de subsidiariedad, como lo señala la izquierda, que lo considera un criterio negativo en el orden social; o de una mala aplicación del mismo, de una aplicación que sería meramente negativa, como sostienen algunos intelectuales y políticos de derechas. El tema es mucho más complejo y requiere de una revisión.
Hasta 1973 existía una noción y una realidad sobre el Estado, analizado por Mario Góngora en un Ensayo histórico clásico al respecto, publicado por primera vez por editorial La Ciudad en 1981. De acuerdo a la comprensión política al respecto, el Estado debía crecer y expandirse, y por ello llegó a intervenir en las más diversas áreas de la economía nacional y tenía una gran importancia en las empresas y las expropiaciones; también se expresaba en la enseñanza y en la salud, así como podía fijar los precios de cientos de productos y definir otras tantas materias que hoy ni siquiera imaginamos. Pese a ello, una parte importante de la población quedaba al margen del Estado, como se podía apreciar en la vivienda, que llevó a muchos a las tomas y a levantar poblaciones callampa; con la educación, que la gran mayoría de la población no completaba en la enseñanza media y mucho menos universitaria; en la salud, cuando la mortalidad infantil era altísima y se había transformado en una costumbre.
Lo que ha ocurrido en el último medio siglo es un cambio en la noción y en el tamaño del Estado. Por una parte, el esquema institucional adoptó la subsidiariedad como principio rector; por otra, el crecimiento económico y el progreso social han permitido un acceso mucho más amplio de la población a la educación y la salud que da o financia el Estado. En consecuencia, la inversión pública tiene niveles no soñados en décadas anteriores, lo que ha permitido logros que se pueden apreciar en los estándares OCDE o en la ubicación de Chile en el índice del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo.
El aumento de los servicios del Estado no ha sido exclusivo de él. Paralelamente se ha desarrollado un gran sector privado –ampliamente mayoritario en materia económica– y ha crecido con fuerza inédita la prestación de bienes públicos y de relevancia social que ellos prestan, con financiamiento particular o con apoyo del propio Estado (como se aprecia en la educación subvencionada o en la gratuidad universitaria). De esta manera, los mejores resultados sociales de la historia de Chile han tenido un componente mixto, en buena medida amparados en un crecimiento económico también novedoso e impresionante, que se ha manifestado con claridad en las últimas cuatro décadas.
Sin embargo, en los últimos quince años la situación se ha deteriorado visiblemente, al menos en dos ámbitos. El primero es el ritmo del progreso social, claramente ralentizado o decadente y con consecuencias imprevisibles. En este tiempo Chile ha crecido menos y algunas cifras sociales han experimentado una clara regresión: hoy existen más familias viviendo en campamentos que en 2010, así como también que el 2020; la pobreza bajó su ritmo de disminución e incluso hemos visto crecer la miseria en este último tiempo; el nivel educacional se estancó en su crecimiento, ha perdido calidad y muestra otros signos preocupantes (como la deserción escolar y los bajos aprendizajes). El segundo aspecto es el crecimiento inorgánico de la burocracia estatal y de sus salarios, en un proceso que se mantiene y proyecta, sin soluciones de fondo que limiten a los partidos o al gobierno de turno en esas prácticas nocivas no solo de un recto concepto de bien común, sino también de austeridad, adecuados uso de los recursos siempre escasos y respeto por la verdadera carrera de los funcionarios públicos. En las buenas noticias y en las malas, queda claro que la supuesta “abstención del Estado” no es tal, que este ha crecido como nunca antes en la historia.
Así por ejemplo, de acuerdo con las cifras de Unholster, los funcionarios públicos pasaron de 187 mil en 2009 a 378 mil en 2021, duplicación absolutamente inexplicable racionalmente, aunque comprensible desde una perspectiva política y partidista. Esto significa que antes había 9 funcionarios por cada 1000 habitantes, en tanto hoy existen 19 por cada mil personas.
El cuadro es lamentable, incluso dramático. En los últimos días ha aparecido información en la misma dirección, en el sentido de que habrían sido contratados en el Estado unas 80 mil personas nuevas entre noviembre de 2022 y febrero de 2023. Esta captura del Estado es inaceptable y requiere una revisión urgente, que podría manifestarse tanto en la nueva Constitución como en las reformas legales pendientes. Esto explica en parte importante por qué los gobiernos –desde 2010 en adelante– han aumentado los impuestos: una parte va a ciertos proyectos sociales u otros fines nobles, pero una gran cantidad debe gastarse en mantener una plantilla cada vez más numerosa y onerosa. Con estas políticas siempre se requerirá más dinero nuevos aumentos tributarios. Varias autoridades han manifestado su voluntad de llegar a un acuerdo tributario. El problema no sería de fondo sino de oportunidad: podría discutirse después del 7 de mayo, se dice con buena voluntad. Sin embargo, el tema debe resolverse antes en otro plano: en la captura del Estado por los gobiernos y partidos, en la necesidad de disminuir la burocracia innecesaria, en la urgencia que los recursos públicos –existentes o nuevos– vayan a quienes más lo necesitan y no a otros fines. Una disminución de ministerios, subsecretarías y programas inútiles sería un buen comienzo para enfrentar la captura del Estado y mostrar una voluntad real de destinar el dinero de todos a quienes más lo necesitan.
Un Estado al servicio de las personas se mide no por la cantidad de funcionarios que tiene, sino por los servicios que efectivamente presta; no por su crecimiento desmesurado, sino porque la gente vive mejor. Para tenerlo en cuenta y no seguir dando martillazos al lado del clavo. Chile requiere un Estado fuerte: para combatir la delincuencia, para ejercer su poder frente al narcotráfico y las bandas que aterrorizan a la población, para ocupar el territorio y poblarlo adecuadamente, para mejorar sustancialmente la educación, para entregar mejor salud a los ciudadanos, para procurar una vida diga. Todo ello no debe hacer contra las personas o las organizaciones sociales, tampoco se requieren más impuestos ni declaraciones grandilocuentes: simplemente se necesita convicción y un trabajo sostenido, firme, inclaudicable, por el bien de cada uno de los habitantes de nuestra tierra.