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OPINIÓN

Álvaro Iriarte: Crisis de Seguridad; derecho absoluto, injusticia absoluta

El subdirector de contenidos del Instituto Res Publica reflexiona sobre la situación del país y señala que "existe una divergencia creciente entre la concepción (y percepción) de las élites y de la gran mayoría de los ciudadanos".

Al parecer existe un consenso en cuanto a que Chile atraviesa una crisis de seguridad inédita, que amenaza con desestabilizar el sistema institucional de manera violenta. La seguridad, o más bien la delincuencia, se ha convertido en la principal preocupación de los chilenos.

Pero en donde no existe consenso es en cómo abordar la crisis. Y no se trata de una diferencia política entre izquierdas y derechas, sino que más bien es una discrepancia que desborda los límites políticos tradicionales y que hace necesario analizar con algo más de detención.

Como en muchos otros temas, en materia de delincuencia, así como en su prevención y castigo, existe una divergencia creciente entre la concepción (y percepción) de las élites y de la gran mayoría de los ciudadanos. La primera es una concepción ilustrada, la segunda, una concepción ciudadana. La diferencia se construye a partir de las experiencias vitales y las emociones que dan forma a la comprensión de la dinámica seguridad-delincuencia.

¿En qué se diferencian estas miradas? Mientras la “ilustrada” pone énfasis en la política criminal, el respeto de los derechos y garantías individuales en el proceso penal y tiene integrado como elemento la rehabilitación y reinserción de quien ha cometido un delito, la “ciudadana” hace énfasis en el castigo a modo de retribución (y prevención) por el delito cometido, considera la condena de los delincuentes como una exclusión de la sociedad y confiere un ámbito más bien limitado a la posible rehabilitación del ofensor. Se podrían agregar otras notas más, pero con estas que se consideran básicas queda más que manifiesto el núcleo de esta visión.

En esta divergencia es central el rol o alcance del sentimiento de retribución asociado con las sanciones penales. Este sentimiento es tan antiguo como la historia de la humanidad, y no ha logrado ser desarraigado de nuestras sociedades; no obstante, distintos esfuerzos destinados a moderar, limitar o derechamente extirpar esta concepción cultural, entre los que podemos mencionar el aporte del cristianismo y del liberalismo, por nombrar dos de los más transformadores. Para la inmensa mayoría de los chilenos, es el aspecto fundamental del sistema para enfrentar el crimen: que el delincuente pague por el daño causado, y mientras más grande es el daño causado, más intensa debe ser la retribución. Esta dinámica se encuentra presente en las más diversas culturas y civilizaciones en el mundo.

Así, cuando la ciudadanía ha llegado a la convicción de que el sistema penal no está cumpliendo su objetivo (castigar severamente) ante una crisis de seguridad como la que afecta a Chile, efectivamente, existe un riesgo de caer en discursos “populistas” e incluso “autoritarios” en materia penal. Incluso más delicado aún, existe la amenaza real de que los ciudadanos hagan justicia por sus propias manos por medio de linchamientos o ajusticiamientos al margen de toda ley. La función básica que se asigna al Estado -más allá de cualquier fundamento filosófico y político- es precisamente resguardar la seguridad en la comunidad y hacer cumplir las leyes para proteger la vida, la integridad y la propiedad de las personas y familias. Si la mayoría percibe que el Estado no la cumple, de manera paulatina y progresiva se comienzan a buscar opciones para “hacer justicia”. Esto es lo que está sucediendo en Chile hace un par de años, pero que se ha desbordado en estos últimos meses.

Sin embargo, es un grave error que la élite, política, intelectual o simplemente jurídica, insista en desechar de entrada la concepción no ilustrada sobre la delincuencia, el castigo y el derecho penal, generalmente calificándola como populismo penal, simplismo o derechamente ignorancia. ¿Por qué? Porque esta actitud es percibida como una falta de empatía e indolencia -algunos dirán incluso una burla- por aquellos que sufren a diario los efectos de la delincuencia y sólo contribuye a profundizar la divergencia. Este desdén contribuye a convertir la mencionada divergencia en un abismo infranqueable que termina por generar condiciones propicias para desconfiar del sistema institucional, cuestionando toda medida que se anuncie que no tenga un efecto inmediato y paradójicamente, alimentar precisamente el surgimiento o consolidación de populismo, autoritarismo o simplemente oportunismo.

El problema radica en que un sistema jurídico, y en especial, el sistema penal, se debe tener, en última instancia, la capacidad de conectar de una u otra manera con la concepción de justicia subyacente en la ciudadanía. Es necesario que se arraigue en la cultura y vida cotidiana de una nación, es decir, se requiere todo un proceso consciente de inculturación. Si esto no ocurre, es altamente factible que el sistema penal y de persecución criminal pierda progresivamente toda legitimidad ante la mayoría de los ciudadanos, y más preocupante aún, puede producir una pérdida de legitimidad de todo el sistema institucional.

Un muy ejemplo en el caso de Chile es la otrora llamada “reforma procesal penal”: existía un amplio consenso en la necesidad de una profunda reforma, razones fundadas para mejorar estándares en diversas materias, la necesidad de crear un órgano persecutor, etc. Sin embargo, a 20 años de esta radical transformación, pareciera que el nuevo sistema no logró convencer a la ciudadanía, en otras palabras, no logró arraigarse, y sin lugar a dudas esto contribuye a la mala evaluación.

Si se quiere evitar el llamado populismo penal o el oportunismo autoritario, un buen punto de partida es precisamente entender hasta qué punto la concepción de derecho penal de la ciudadanía difiere de la concepción ilustrada. Es prudente indagar por qué amplios sectores de la población conectan positivamente con ideas como reponer la pena de muerte, eliminar todo acceso a beneficios para condenados por ciertos delitos, negar el reconocimiento de diversos derechos constitucionales de los condenados, hacer que los internos paguen por el costo de su mantención en el sistema penal, y otras propuestas en esta línea.

De seguro, algunos conceptos profundamente arraigados en la ciudadanía pueden ser un aporte para enfrentar la crisis de seguridad, pero requieren ser puestos en perspectiva y conectados con el resto de la institucionalidad. Y el rol de los expertos, académicos y líderes es precisamente traducir estas ideas de manera de hacerlas coexistir armónicamente con la visión ilustrada, no descartarlas de antemano.

Es altamente probable que muchos elementos de la concepción ilustrada sean muy valiosos en abstracto desde un punto de vista del sistema republicano y de las libertades individuales, pero el desafío se produce al tener que lograr que estos sean aceptados e interiorizados por la ciudadanía, pues de lo contrario serán simplemente percibidos como injustos. Un excesivo énfasis en la mirada “ilustrada” puede terminar engendrado un sentimiento negativo, en gran parte de la población, en torno a que el cumplimiento de las leyes en el sistema penal terminan por dejar indefensa a la ciudadana. Parafraseando el viejo adagio romano que comentaba Cicerón, la ciudadanía considerará que “el derecho absoluto es la injusticia absoluta”.