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OPINIÓN

Jaime Tagle: ¿Estado social, subsidiario y democrático de Derecho?

El investigador del equipo de contenidos del Instituto Res Pública, analiza el trabajo de la Comisión Experta y el estado social de derecho en este nuevo proceso constituyente. "No es tan fácil afirmar que el Estado social y democrático de derecho, tal y como se conoce en la filosofía política y jurídica, sea compatible con la subsidiariedad. Al menos en abstracto es algo problemático y que exige mayor reflexión, tanto de quienes lo afirman como de quienes lo objetamos. Sin embargo, un punto que podemos considerar para avanzar en la discusión es preguntarnos: ¿qué tendría de “antisocial” un Estado subsidiario?", sostuvo.




En el contexto del trabajo de la Comisión de Expertos, una de las cuestiones que se definió con rapidez se refiere a la definición constitucional del rol del Estado. El artículo 1 inciso 2  del anteproyecto dice “Chile se organiza en un Estado social y democrático de derecho, que reconoce derechos y libertades fundamentales y promueve el desarrollo progresivo de los derechos sociales, con sujeción al principio de responsabilidad fiscal y a través de instituciones estatales y privadas”. Esto, por supuesto, es lo que ya estaba previamente definido en la reforma constitucional, que habilitó este proceso y fijó las nuevas bases para el mismo, por lo que no puede ser eliminado

Dentro de las derechas, algunas personas e instituciones hemos sido críticas de la idea de un Estado Social de Derecho. Esta postura se afirma en la adhesión al principio de subsidiariedad. Por supuesto que el cierre del debate de los expertos ha vuelto a levantar críticas contra quienes no compartimos la base constitucional tal y como se encuentra formulada. Esto exige una respuesta. 

Quienes creemos en la subsidiariedad consideramos que en un orden social justo, el modo más adecuado en el cual el poder político se pone al servicio de las personas y procura el bien común es auxiliando y complementando la libre iniciativa creadora de las múltiples asociaciones que conforman el tejido social, no absorbiendo dichas estructuras, ni arrebatándoles su capacidad de acción, ni reclamando la preferencia para ello. Por lo mismo creemos en la solidaridad, donde todos los miembros de la comunidad política nos sentimos responsables del bien común. Dicho de otra forma: nos oponemos al absolutismo que niega a los cuerpos intermedios su autonomía, pero también al individualismo que descuida la necesidad de una potestad pública vigilante de lo común y lo justo.  

¿Cómo se relaciona esto con la cláusula del Estado social? Desde la centroderecha, varios han querido afirmar la compatibilidad de ambos. Un primer intento de justificación se refiere a la distinción entre la versión latinoamericana de la europea del Estado social. La europea sería más amigable con la subsidiariedad, a modo de contraste con la latinoamericana, que ha sido caldo de cultivo para los más despiadados autoritarismos de nuestro siglo. Aun cuando es cierto que se debe distinguir, no parece ser suficiente. Por supuesto que el estándar de vida en el viejo continente hace presumir apresuradamente a algunos que su modelo de organización política y social es exitoso. Esa prosperidad y desarrollo humano encandilan, pero no son el medidor exacto de la justicia de su ordenamiento social y jurídico

Para juzgar la adecuada aplicación de los principios de un recto orden social, nos debemos detener en cuestiones relevantes como la autonomía de los cuerpos intermedios, la libertad de las familias o la intensidad de los controles estatales a las iniciativas de la sociedad civil. Así como hay cuestiones que son válidas en el Estado social europeo promedio, otras son contradictorias con el principio de subsidiariedad: Administraciones con un gran peso decisorio sobre actividades que pertenecen primariamente a las familias y los cuerpos intermedios -educación-, maquinarias burocráticas muy costosas y a pasos de la quiebra, una clara desorientación valórica en el plano antropológico, etc. 

No todos son males intrínsecos y exclusivos del Estado social, pero son cuestiones que no pueden pasar desprevenidas al momento de evaluar con rigor su versión europea que es en gran medida socialdemócrata -aun cuando se le puedan identificar raíces socialcristianas ya en el olvido-. Así como algunos han tenido un estándar muy exigente para evaluar la aplicación de la subsidiariedad en el país -con razón en algunos casos- lo mínimo es aplicar el mismo criterio ante formas alternativas de reforma de nuestra institucionalidad

Una opinión complementaria dice que la compatibilidad estaría zanjada en esta discusión concreta gracias a la base constitucional. La colaboración público-privada fijada en la caracterización de nuestra versión de Estado social permitiría asegurar que el poder político respete la acción de los particulares tal y como lo exige la subsidiariedad. Aquí hay implícitas dos confusiones. La primera es conceptual: la colaboración público-privada, siendo algo deseable, no es lo mismo que la subsidiariedad. Y, por otro lado, tampoco un pilar suficiente para su aplicación. Para que la colaboración público-privada sea efectivamente un componente de la subsidiariedad, hay que tener claridad sobre la prioridad: es el Estado el que colabora con la iniciativa libre, los cuerpos intermedios no son “auxiliares” del poder político. 

Y esto no es pura palabrería, tiene consecuencias reales: ¿quién tiene el deber preferente de educar, los padres o el Estado? ¿Quién tiene la prioridad para emprender, los empresarios o el Estado haciendo las veces de tal? ¿Quiénes son los llamados a asociarse para perseguir intereses comunes, las personas libremente o un Estado con gremios verticales? Si no tenemos clara la prioridad, podemos terminar reduciendo a las personas, las familias y los cuerpos intermedios a meros apéndices de una Administración voraz e insaciable, lo que es gravemente injusto. Por ello, aun cuando la colaboración público-privada es un bien para resolver problemáticas complejas, no es una garantía de la aplicación de la subsidiariedad. 

Puesto así, no es tan fácil afirmar que el Estado social y democrático de derecho, tal y como se conoce en la filosofía política y jurídica, sea compatible con la subsidiariedad. Al menos en abstracto es algo problemático y que exige mayor reflexión, tanto de quienes lo afirman como de quienes lo objetamos. Sin embargo, un punto que podemos considerar para avanzar en la discusión es preguntarnos: ¿qué tendría de “antisocial” un Estado subsidiario? 

Por supuesto que el rol del poder político configurado desde la subsidiariedad es “social”: actúa para ayudar a las personas a alcanzar su realización espiritual y material. En contraste con el liberalismo clásico, eso es claramente “social”, pero en ningún caso socialdemócrata o equivalente al Estado social contemporáneo -europeo o no-. Lo auténticamente social en el rol del Estado se realiza actuando con rigor según las directrices de la subsidiariedad y la solidaridad: sirve al bien común sin desarticular el tejido social o absorber a los cuerpos intermedios, mucho menos desorientando a la sociedad con un materialismo disfrazado de “conquistas sociales”. 

¿Es posible plasmar eso en la nueva constitución? Sí, pero se requiere más que la colaboración público-privada. Es fundamental establecer en el Consejo una efectiva garantía de las libertades cotidianas de educación, asociación, elección en salud, etc. Y también es muy importante mantener -como es de momento- los principios de autonomía de los cuerpos intermedios, servicialidad del Estado y el bien común. 

Pero, si queremos ser justos con la subsidiariedad y su valor, debemos ir más allá. Se debe constitucionalizar y expresar. Así como bajo la Constitución de 1980 estuvo implícita y vigente, ahora corresponde que esté explícita, acompañando y perfeccionando el contenido de lo que será el Estado social a la chilena. Solo de ese modo se logrará, al menos en el texto y su interpretación sistemática, la compatibilidad del principio de subsidiariedad con el Estado social, que más que “compatibilidad” será una transformación sustantiva de lo que se entiende por el rol “social” del Estado, alcanzando su forma más justa, que como se dijo, es la plena aplicación de la subsidiariedad y la solidaridad.


Jaime Tagle, Equipo de Contenidos


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